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No es una crisis de refugiados
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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No es una crisis de refugiados

La llegada de refugiados hace desvanecerse la fantasía de que los europeos podamos vivir en paz rodeados de guerras, ilusión que ha favorecido la inacción y el cortoplacismo de los últimos años

Foto: Inmigrantes esperando para entrar en Grecia desde Macedonia. (Reuters)
Inmigrantes esperando para entrar en Grecia desde Macedonia. (Reuters)

Pese a las apariencias, no estamos viviendo una crisis de refugiados en Europa. Más allá del sobrecogimiento provocado por dramas terribles, como la asfixia de 70 extranjeros en un camión o los ahogamientos masivos en el Mediterráneo, las cifras nos dan la dimensión precisa del problema. Conviene tenerla en cuenta para combatir los peligros políticos que ya sobrevuelan el ambiente, como la interesada confusión entre refugiados e inmigrantes.

Tomemos el caso de Alemania, uno de los países más generosos de la Unión Europea, junto con Suecia. Se calcula que este año recibirá unas 800.000 solicitudes de asilo, de las cuales, en torno al 40% serán aceptadas, si se cumple un porcentaje similar al de los últimos años. Esto suma una cifra total de 336.000 refugiados nuevos. Ahora tomemos el caso del país más cicatero que es, lamentablemente, España. Según datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), nuestro país recibió el año pasado 3.614 solicitudes y aprobó unas 1.600. No, no falta ningún cero: 1.600 refugiados nuevos. Además ostentamos la distinción de haber sido uno de los países más contrarios a asumir cuotas generosas en las reubicaciones de refugiados desde otros países europeos, y finalmente nos hemos comprometido a aceptar 1.300. Por tanto, la realidad del drama oscila entre 336.000 y un puñado de miles de personas a acoger. ¿Son estas las dimensiones de una crisis de refugiados?

Para contestar, desplacemos por un momento nuestra vista a los países limítrofes con Siria: Turquía tiene 1,7 millones de refugiados; Líbano, 1,2 millones; y Jordania, más de 600.000, según datos de ACNUR. Ellos sí pueden hablar de crisis de refugiados, cuando sufren una presión como la del pequeño Líbano: con 4,5 millones de habitantes, la llegada de refugiados le ha supuesto aumentar su población en más de un 25%. Eso es una crisis. Para poner las cosas en su justa perspectiva, digamos que incluso en la generosa Alemania, las solicitudes de refugiados de este año no representan ni el 1% de su población.

Los refugiados están poniendo a prueba los cimientos de la Unión, y esto no lo hace una crisis humanitaria, sino una profunda crisis política y de valores

Sin duda, los millones de afganos, sirios o eritreos que huyen de la guerra están viviendo una crisis, pero ésa no es la noticia que nos transmiten los medios. La urgencia humanitaria de salvar sus vidas o proveerles un cobijo para evitarles otra temporada en el infierno se aviva, tanto por los bienintencionados, que así confían en sensibilizar a la opinión pública, como por quienes no pierden ocasión de ofrecer su cáliz de odio y xenofobia, aventando expresiones pintorescas como “efecto llamada” con la intención de difuminar el “efecto pavor” de la guerra y el terrorismo.

Entonces, ¿qué está en juego en Europa? Por simplificar, todo. La llegada de refugiados hace desvanecerse definitivamente la fantasía de que los europeos podamos vivir en paz rodeados de guerras, ilusión que ha favorecido la inacción y el cortoplacismo de los últimos años. Es hora de que los líderes europeos abran los ojos: la guerra de Siria, el colapso de Libia, la crueldad atroz del terrorismo de Daesh, la guerra de Ucrania, no van a desaparecer por sí solos. Y ahora ya no podemos confiar en que la guerra y el dolor corresponderán siempre a otros, pues se han acercado demasiado.

La parálisis en política no resulta inocua. La situación ha empeorado porque se ha permitido que los conflictos, las guerras y el terrorismo en nuestras puertas se fueran llevando por delante esfuerzos teóricos, como la Política de vecindad o textos legales como el Protocolo de Dublín, desbordados por la realidad. La crisis está vapuleando principios elementales de la UE, como la libre circulación de personas: baste recordar que en 2015, tras una crisis menor que la actual, el Consejo Europeo aprobó la posibilidad de suspender temporalmente el tratado de Schengen, ante circunstancias excepcionales como una crisis migratoria. El Plan A son los tratados. Si no sirven, el Plan B no es adaptarlos a la realidad, sino suspenderlos. Resulta revelador de la visión que la UE tiene de sí misma: vamos tirando, y si las cosas se complican, nos retiramos. Ese estado de ánimo refleja la magnitud de la crisis política, cuya lógica siguen los grupos antieuropeos y xenófobos: si de retirarnos se trata, hagámoslo de golpe, dicen, restituyamos las fronteras nacionales y salgamos de este embrollo de una vez.

La parálisis en política no resulta inocua. La situación ha empeorado porque se ha permitido que las guerras se fueran llevando por delante esfuerzos teóricos

Por último, la mayor crisis es sin duda la de los valores. Los refugiados que llegan a Europa ansían la paz cuya consecución inspiró el proyecto europeo a mediados del siglo XX. Sin duda, el éxito de haber logrado esa paz es inversamente proporcional al fracaso de la UE en evitar todos los conflictos abiertos en sus aledaños. Algunos, como el de Siria, tienen en su origen las aspiraciones democráticas de la población. Otro de nuestros valores profundos: la democracia, así como la Defensa de los Derechos Humanos.

Los refugiados están poniendo a prueba los cimientos de la Unión, y esto no lo hace una crisis humanitaria, sino una profunda crisis política y de valores. No se me ocurre cómo podríamos los europeos seguir sosteniendo los ideales que nos definen si damos la espalda a quienes buscan la paz, si no apoyamos a quienes ansían la democracia y no otorgamos protección internacional a quienes están en riesgo de ver vulnerados sus Derechos Humanos.

En realidad, y aviso a los amantes de descontextualizar que ésta es la frase para twitter, está en juego algo incluso más importante que las vidas humanas. Si tratamos esta situación sólo como una crisis humanitaria, la parálisis y el cortoplacismo se asentarán de nuevo en los despachos ministeriales en cuanto las imágenes caduquen. Ninguno de los países que vomitan gente desamparada tiene visos de estabilizarse en el corto plazo, por lo que la pregunta que debemos hacernos es cómo nos imaginamos la relación con nuestros vecinos dentro de 20 años. La incapacidad institucional de pergeñar esa visión nos da la medida de la crisis, y no los miles de vidas en riesgo, pues no son consecuencia de un terremoto u otro imprevisto de la naturaleza.

Los mismos refugiados constituyen con su ejemplo la demostración de que, para el ser humano, en ocasiones resulta preferible perder la vida que vivirla entre el miedo, la tiranía y la destrucción. Por supuesto, hay que solventar la emergencia de cada jornada, pero pensando en un largo plazo que nos garantice la pervivencia como continente de paz, democracia, bienestar y acogida, en lugar de que cada Estado se plantee cada pocos meses el alivio de suspender Schengen. Si los refugiados corren graves peligros para demostrarnos que no cualquier vida merece ser vivida, no deberíamos nosotros, los países de acogida, comportarnos como si en esta crisis no se estuviera perdiendo mucho más que vidas humanas.

Pese a las apariencias, no estamos viviendo una crisis de refugiados en Europa. Más allá del sobrecogimiento provocado por dramas terribles, como la asfixia de 70 extranjeros en un camión o los ahogamientos masivos en el Mediterráneo, las cifras nos dan la dimensión precisa del problema. Conviene tenerla en cuenta para combatir los peligros políticos que ya sobrevuelan el ambiente, como la interesada confusión entre refugiados e inmigrantes.

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