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Nemesio Fernández-Cuesta

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La Historia debe estudiarse para entenderla y extraer conclusiones, no para usarla políticamente. Tampoco hay que envolverse en la bandera, solo hay que respetarla.

Foto: La señera y la bandera de España ondean en el Palau de la Generalitat, en octubre de 2017. (EFE)
La señera y la bandera de España ondean en el Palau de la Generalitat, en octubre de 2017. (EFE)

María Elvira Roca Barea, historiadora cuyo libro 'Imperiofobia y Leyenda Negra' es de recomendada lectura, terminaba el pasado 11 de marzo una “tercera” de 'ABC' sobre el viaje de Magallanes y Elcano con la recomendación de “…celebrar con alegría y sin complejos los hechos del pasado que hicieron de España una nación sin la que es imposible entender la historia del mundo”.

El historiador americano Stanley G. Payne, en su libro 'En defensa de España' escribe: “El reino asturleonés comenzó su expansión durante el segundo cuarto del siglo VIII …el avance …continuó de forma intermitente hasta el reinado de Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII, es decir durante más de un milenio… una historia de expansión que duró más de mil años y que atañe a una parte muy considerable del mundo no es un asunto banal, sino algo realmente extraordinario, uno de los hitos más grandes de la Historia Universal. Estamos hablando de la expresión de una cultura, de una tenacidad y de una resistencia que difícilmente tiene equivalente en la Historia”.

Nuestra realidad histórica maduró políticamente a lo largo de los siglos. Payne, en su obra citada, atribuye a Ricardo García Cárcel el mejor resumen analítico sobre la cuestión de la identidad nacional española. En una versión más simplificada que la incluida en el libro de Payne, cabe distinguir:

  1. Si maximizamos el Estado propio y común a todos los españoles como eje de la identidad española, el concepto de España no emerge hasta el siglo XVIII, tras la Nueva Planta de Felipe V.
  2. Si por el contrario, subrayamos como claves identitarias nacionales la definición de un territorio global y mantenido con estabilidad a lo largo del tiempo, tendríamos que situarnos en 1512, con la anexión de Navarra como referencia estelar tras la conquista de Granada en 1492 y la unión territorial de las Coronas de Castilla y Aragón con el matrimonio de los Reyes Católicos.
  3. Si nos atenemos a la plasmación de una plena conciencia de soberanía nacional española habría que retrasarlo al siglo XIX, con la Constitución de 1812.

Este proceso no es diferente al de otras grandes y viejas naciones europeas, cuya construcción no data del siglo XIX. No obstante, el concepto de nación política, con derechos y deberes que atañen por igual a todos los ciudadanos, es un concepto elaborado a partir de la independencia estadounidense (1776) y de la Revolución Francesa (1789). Nuestra incorporación no es tardía. Sin embargo, la historia de los siglos XIX y XX en España es la historia de un fracaso prolongado hasta el último cuarto del siglo XX.

El discurso de la izquierda y de los nacionalismos convierte en sospechoso de intolerancia a cualquiera que hable bien de España

La Transición Democrática, culminada en la Constitución del 78, nos ha permitido alcanzar cotas de libertad, convivencia y progreso que nos han convertido en una democracia avanzada y en la decimotercera economía del mundo. Suena a repetido, pero en esta época en que las mentiras se convierten en verdades a fuerza de repetirlas, conviene reiterar las verdades para que nadie nos las esconda.

Lo sorprendente de las próximas elecciones es que, pese al éxito de los últimos cuarenta años, hemos sido capaces de convertir a España en objeto del debate político. No su Gobierno, ni la orientación de su economía o su política, sino su propia existencia.

A lo largo de los últimos años hemos convivido con el “Estado Español” o con conceptos como “nación de naciones”. En un proceso de “balcanización” intelectual de nuestra historia, hemos asistido a la magnificación de cualquier hecho histórico que subrayaba los particularismos y al silencio sobre la realidad histórica común, cuando no a la tergiversación pura y simple:

  • Rafael Casanova, a quien los independentistas catalanes rinden homenaje todos los 11 de septiembre, era un austracista español que luchaba contra la instauración de la dinastía borbónica en España. En modo alguno era un independentista catalán.
  • Alfonso VIII incorporó la totalidad de Álava y Guipúzcoa, a la corona de Castilla en 1200, más de trescientos años antes de la anexión de Navarra por Fernando el Católico. A lo largo de los ciento cincuenta años anteriores la frontera entre Navarra y León primero y luego Castilla había sido inestable, pero de ahí a considerar Navarra y el País Vasco como una unidad histórica hay una distancia imposible de recorrer.
  • En el ámbito de los particularismos, Al-Andalus nunca fue un paraíso de tolerancia y convivencia entre tres culturas. Como señala Darío Fernández-Morera en su obra 'El mito del Paraíso Andalusí', la España musulmana no disfrutó de una armoniosa convivencia, sino de una precaria coexistencia. Como nos recuerda la obra citada, “en 1085 pocos cristianos quedaban al sur de Toledo. Cuando el rey de Aragón, Jaime I el Conquistador se anexiona el reino musulmán de Valencia en 1238, no encontró ningún cristiano. Cuando Fernando e Isabel conquistan Granada en 1492 tampoco”. La armoniosa convivencia había acabado con ellos.

Convivir con esta “balcanización” de nuestra Historia y su reinterpretación sesgada no nos ha aportado nada. Al contrario, hemos contribuido a dotar de un falaz sustrato intelectual a posiciones políticas que buscan destruir España o reducirla a una amalgama más o menos informe de pueblos y territorios. No se trata de volver a la cursilería ridícula de la “unidad de destino en lo universal”. Se trata de aceptar con normalidad una realidad histórica notable.

Lo sorprendente de las próximas elecciones es que, pese al éxito de los últimos 40 años, hemos convertido a España en objeto del debate político

En un artículo de opinión publicado en 'El País' el pasado día 12, Juan Claudio de Ramón, además de reconocer que “el odio antiespañol existe y deberíamos empezar a llamarlo por su nombre”, escribía: “Es como si la xenofobia antiespañola existiese en un ángulo ciego o fuera una hipótesis incómoda, porque invierte el tradicional relato sobre quién es agresor y quién agredido en España, quién el tolerante y quién el intolerante”.

El tradicional discurso de buena parte de la izquierda y de los nacionalismos convierte en sospechoso de intolerancia, o de algo peor, a cualquiera que hable bien de España o de su historia. Las dos citas utilizadas al principio de este artículo son directamente sospechosas de albergar recónditos impulsos autoritarios y, sin embargo, son legítimas opiniones de renombrados historiadores. Porque la conclusión es que los intolerantes son ellos. Podemos preguntar a cualquier ciudadano que se siente español y reside en Cataluña.

La Historia debe estudiarse para entenderla y extraer conclusiones, no para usarla políticamente. Tampoco hay que envolverse en la bandera, solo hay que respetarla. Pero mantengamos con rigor que, como dice la Constitución, solo hay una nación, España, construida a lo largo de siglos. Parafraseando a Payne, contamos con una cultura, una tenacidad y una resistencia que nos hará superar, como hicimos con el terrorismo de ETA, el presente desafío independentista catalán.

María Elvira Roca Barea, historiadora cuyo libro 'Imperiofobia y Leyenda Negra' es de recomendada lectura, terminaba el pasado 11 de marzo una “tercera” de 'ABC' sobre el viaje de Magallanes y Elcano con la recomendación de “…celebrar con alegría y sin complejos los hechos del pasado que hicieron de España una nación sin la que es imposible entender la historia del mundo”.