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Va a pasar algo grave y la culpa será vuestra: contra el optimismo y su ideología
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Esteban Hernández

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Va a pasar algo grave y la culpa será vuestra: contra el optimismo y su ideología

Se ha puesto de moda en nuestra sociedad que la gente reconozca que es optimista y positiva. Pero, al final, no es más que una excusa que nos va a meter en muchos líos

Foto: Thomas Friedman conversa con John Kerry en París. (Reuters)
Thomas Friedman conversa con John Kerry en París. (Reuters)

La gente no quiere oír interpretaciones de la realidad que le hagan pensar que las cosas van a ir a peor. Estamos en tiempos difíciles y prefiere escuchar versiones de los hechos que les lleven a sentirse mejor. Es normal. Políticamente funciona, y lo hemos visto en muchas elecciones. La última, en la que se llevó la victoria Macron, cuyo mensaje consistía en mostrar la maldad de su adversario y en dibujarse como la gran esperanza francesa para revivir la república: “Confiad en mí y todo irá bien”. Incluso Rajoy hizo algo parecido, ya que su mensaje electoral, además de advertir de las trágicas consecuencias de una alianza entre PSOE y Podemos, consistía en subrayar que, por más que hubiera una crisis, si hacíamos las reformas y cumplíamos con nuestras obligaciones, al final del camino todo terminaría arreglándose. Era mejor ser optimista que no caer en el pozo populista.

Es comprensible que si alguien toma una decisión importante, confíe en que le salga bien; si te estás esforzando por alcanzar una meta, es mejor pensar que al final del camino se logrará el objetivo que todo lo contrario. A veces, creer en una idea hace que se ponga la energía precisa para que se plasme en la realidad (y otras, lleva a darse un golpe cruel). Pero la versión del optimismo que se está manejando es muy diferente de esta, que forma parte del sentido común, y es mucho más perniciosa.

La disrupción es algo que ocurre cuando alguien más listo hace que tu empresa o tú mismo parezcáis obsoletos

Se entiende muy bien a través de las tesis de Thomas Friedman, autor de 'El Lexus y el olivo' o 'La tierra es plana'. En su último libro, 'Gracias por llegar tarde', recoge un buen ejemplo de esta actitud. Según Friedman, tanto malestar y tanto pesimismo son lógicos. Estamos ante un gran cambio, que será muy positivo, pero que se está desarrollando a un ritmo vertiginoso. La tecnología está transformando todo y los seres humanos, gente de costumbres, no terminan de adaptarse al nuevo mundo. En este contexto, no solo hay nuevos perdedores, sino que se muestran enfadados porque les han obligado a salir de su zona de confort. “La disrupción es algo que ocurre cuando alguien más listo hace que tu empresa o tú mismo parezcáis obsoletos”, asegura, y ahí reside buena parte del dolor: el expulsado se da cuenta de que se ha quedado atrás porque no ha sabido evolucionar.

La receta del doctor

Pero esto no debe hacernos caer en la depresión, porque el ser humano es muy adaptable (es lo que nos mantiene vivos como especie), lo que hará fácil reencontrar la senda. Quizás ahora no lo veamos así, pero todo es cuestión de acostumbrarse (“cuando me gradué, encontré un trabajo; mis hijas han tenido que inventarse el suyo”). Hace falta un poco de confianza. Hace falta optimismo. Como concluye John Micklewaith, editor de Bloomberg, e invitado a Bildelberg 2017, la tarea que realiza Friedman (a quien califica de doctor) es terapéutica: la de hacernos ver las transformaciones de una manera tranquila y la de convencernos de que, al final del camino, todo estará mucho mejor, también para nosotros. El experto, mucho más que aportar soluciones, debe generar tranquilidad y autoconfianza en la sociedad, lo demás vendrá solo.

Basta con que la gente crea en las posibilidades del futuro y que en lugar de dejarse llevar por la ira, sea la ilusión la que les mueva

Esto es muy evidente en el mundo de la tecnología. Esta semana lo hemos visto en el caso Uber, donde se han repetido los argumentos: los privilegiados no quieren perder su posición de ventaja, la innovación como factor que saca del mercado a los obsoletos, la ira de estos, que degenera en violencia (y en populismo, si hablamos de política), y la resistencia a cambios que nos harán mejores a todos. También hemos escuchado las mismas recetas: son gente que no quiere adaptarse, cuando en realidad sería sencillo; bastaría con que fueran conscientes de las enormes posibilidades que trae el futuro y trataran de sacar partido de ellas; bastaría con que en lugar de dejarse llevar por la ira, lo hicieran por la ilusión.

Esas personas negativas

Cuando nos hablan de que seamos optimistas nos quieren decir una cosa muy distinta: que si nos va mal o si hay problemas en la sociedad, la culpa es nuestra porque carecemos de la mentalidad adecuada. Tachar al otro de pesimista induce a pensar en él como una persona cargada de negatividad que no es capaz de abrirse a las posibilidades existentes, que sigue anclada en la negación y que se resiste a evolucionar. Eso es lo que describía Barbara Ehrenreich en 'Sonríe o muere', e iba un poco más allá al convertir esa ideología del bienestar en una suerte de nuevo protestantismo: si la doctrina religiosa prohibía todo pensamiento que iba en la dirección de dar satisfacción al cuerpo, su versión moderna proscribe toda idea que no sea positiva. Así, el optimismo se convierte tanto en una manera retorcida de eliminar o desprestigiar toda crítica como de responsabilizar a quien la emite.

Cada vez es más frecuente escuchar cómo se evita el debate afirmando: “Ya, es complicado, el mundo es complejo, pero hay que ser optimista”

Lo más habitual, sin embargo, es utilizar el optimismo para evitarse la molestia de tener que ofrecer argumentos que prueben sus afirmaciones. Puedes pensar que el futuro laboral será difícil, por esto de los robots, o que la democracia española se enfrenta a duros retos, o señalar las dificultades que atraviesa la UE y resaltar que hacen falta otras soluciones, y cada vez es más frecuente escuchar cómo se evita el debate sobre estos temas afirmando: “Ya, es complicado, el mundo es complejo, pero hay que ser optimista”.

Los hechos, no las emociones

El optimismo y el pesimismo no tienen nada que ver con los hechos, ni con los análisis ni con las soluciones. Es como si a la pregunta ¿cómo arreglamos el paro?, alguien contesta: “Soy del Real Madrid” o “Me gusta el cachopo”. El estado anímico de quien realiza el análisis no es relevante para el problema. Hay que ser realista en el diagnóstico y luego poner en marcha las soluciones. Y si se hace con energía y pensando que las cosas saldrán bien, mejor.

Pero cuando sacan a relucir el optimismo, no es esto lo que se hace. Lo que nos proponen es actuar a la inversa, que nos quedemos tranquilos pensando que todo irá bien sin modificar nada. Es como si vas al médico, le describes los síntomas, le preguntas qué te pasa y te contesta:

—Sí, te entiendo, sé que esto causa problemas, pero no vamos a cambiar nada en absoluto. A lo mejor te afectan, pero así es la vida. Soy optimista, todo se arreglará, ya verás.

—Sí, si creo que todo va a salir bien. Pero no me has dicho qué me pasa.

—¿Ves? Ese es tu problema. La mentalidad. No tienes pensamiento positivo y eso impide que estés mejor.

—Que lo mismo sí, pero que he venido aquí para que me digas si padezco alguna enfermedad y cómo solucionarla.

—Así no vivirás bien nunca. Tienes que cambiar de forma de pensar. Eso es lo principal.

El pensamiento mágico

Por absurdo que parezca, esto es muy habitual hoy. Es la manera de actuar de quienes toman las decisiones reales en nuestro mundo: cuando alguien plantea una disfunción, siguen haciendo lo mismo y acusan a quienes les han advertido del problema de no ser lo suficientemente positivos. En definitiva, es una manera cortés de decir, “sí, te entiendo, sé que esto causa problemas, pero no vamos a cambiar nada en absoluto. A lo mejor te afecta, pero así es la vida. Que te jodan”.

Esto del optimismo, de convertir a los expertos en terapeutas, de tachar de antisistema a quienes denuncian los problemas, de señalar como obsoletos a quienes insisten en que la tecnología no es buena ni mala, sino que puede ser ambas cosas, de acusar de retrógrados a quienes no se pliegan a los discursos dominantes, no es más que parte de la táctica de nuestras élites y de nuestros expertos, que están escondiendo la cabeza cuando los males estallan. En el entorno geopolítico mundial, en el seno de la UE y en cada uno de los países que la integran, estamos afrontando retos muy serios, que van desde la desigualdad hasta una recomposición del mapa geopolítico como hacía décadas que no sucedía. Los cambios en el mundo laboral están siendo sustanciales, como lo es el declive de una mayoría de la población europea. De modo que, OK, ser optimista está bien, pero el pensamiento mágico no nos sacará de nada. Es hora de ofrecer soluciones.

La gente no quiere oír interpretaciones de la realidad que le hagan pensar que las cosas van a ir a peor. Estamos en tiempos difíciles y prefiere escuchar versiones de los hechos que les lleven a sentirse mejor. Es normal. Políticamente funciona, y lo hemos visto en muchas elecciones. La última, en la que se llevó la victoria Macron, cuyo mensaje consistía en mostrar la maldad de su adversario y en dibujarse como la gran esperanza francesa para revivir la república: “Confiad en mí y todo irá bien”. Incluso Rajoy hizo algo parecido, ya que su mensaje electoral, además de advertir de las trágicas consecuencias de una alianza entre PSOE y Podemos, consistía en subrayar que, por más que hubiera una crisis, si hacíamos las reformas y cumplíamos con nuestras obligaciones, al final del camino todo terminaría arreglándose. Era mejor ser optimista que no caer en el pozo populista.

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