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Eduardo Madina

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Elogio de la razón

Siempre huí de quienes llaman a votar con el corazón, de quienes apelan a las emociones más íntimas, de los que dicen saber qué es y dónde está el alma de los pueblos

Foto: Vista de la manifestación con motivo de la Diada de Cataluña. (EFE)
Vista de la manifestación con motivo de la Diada de Cataluña. (EFE)

¿Pertenece el conjunto de la ciudadanía de un mismo país a una misma patria? ¿Definimos todos por igual el significado de patria? ¿Está esta conformada por un territorio, por un espacio político? ¿Son estos conceptos - patria política, espacio político delimitado por fronteras- los que otorgan el conjunto de rasgos comunes que definen al colectivo al que pertenecemos?

Son todas estas preguntas, cuestionamientos que acompañan al ser humano desde hace siglos. Cuestiones que, de fondo, nos están colocando ante el espejo de quizá las dudas de mayor envergadura –quién soy, quiénes somos- que nos han acompañado desde nuestros orígenes.

Tratar de responder a todo ello ha sido tarea de la filosofía, de la religión y de la ciencia desde hace muchos siglos. Y todos esos siglos de tarea, tan solo han servido para saber que las respuestas no terminan de aparecer del todo. Hoy, lo único de lo que deberíamos estar seguros es de que las pocas que aparecen son de todo menos simples. Y que por el camino, tratando de buscarlas, el ser humano no ha ido dejando mucho más que el rastro de su propia incertidumbre a lo largo de la historia.

Hemos inventado a Dios. Hemos inventado fronteras y espacios de delimitación. Hemos definido lo que creemos que somos a partir de lo que sospechamos que son los otros. Hemos construido naciones y levantado Estados, hemos llenado de sangre las páginas de los libros de historia, hemos creado escuelas que han tratado de definir en qué consiste la nación, qué es un Estado, qué es la identidad, quién soy yo, quiénes somos nosotros.

Y no, no es nada sencillo. En primer lugar, porque no son los ámbitos de las identidades espacios de tránsito fácil de la razón. Son más bien lugares aparentemente predispuestos para la emoción. Y la emoción, como bien sabemos, no es el mejor instrumento de medición de la realidad.

No es aceptable que la diversidad sea planteada como problema. Es rasgo de definición, una característica colectiva. Una oportunidad de enriquecimiento

En mi experiencia personal siempre me sentí vinculado a ese llamamiento de Pablo Iglesias que a principios del S.XX llamaba a los trabajadores a votar con la fuerza de la razón. De los líderes de la izquierda que a lo largo de más de un siglo se vincularon a la solidez de sus ideales, de los que siempre apelaron a la cabeza. De los que nunca se salieron del campo más respetuoso de la política, el que se sitúa en la razón.

Fue por eso que siempre huí de quienes llaman a votar con el corazón, de quienes apelan a las emociones más íntimas, de los que dicen saber qué es y dónde está el alma de los pueblos, de quienes trafican con los latidos del corazón, de quienes se creen con derecho a definir nuestra identidad, de quienes nos dicen cómo debemos ser, cómo debemos vivir y cómo debemos sentirnos, de quienes nos definen identitariamente tal y como ellos se definen a sí mismos, de quienes nos catalogan, nos etiquetan, nos simplifican y nos resumen.

No hay bandera ni himno, no hay fronteras políticas, no hay discurso romántico de identidades unívocas que por sí solo alcance a definir ni una mínima parte de la enorme complejidad humana. No hay ninguna idea de nación –por pura que se pretenda- que explique y abarque toda nuestra impureza. No hay definición alguna de patria que explique toda nuestra pluralidad, nuestra complejidad y nuestra diversidad. Y no hay tampoco solución ante las múltiples formas y maneras de pensarse y sentirse que tenemos los ciudadanos y las ciudadanas. En primer lugar porque no tiene por qué haberla. Las soluciones son respuestas a problemas. Y no es aceptable que la diversidad sea planteada como un problema. Es un rasgo de definición, es una característica colectiva. En el fondo, una oportunidad de enriquecimiento.

Y es por ahí que, en pleno debate sobre el futuro de la sociedad catalana, soy incapaz de entrar en el planteamiento de Cataluña como problema. Cataluña es la suma de los ciudadanos y las ciudadanas que allí viven. Con toda su pluralidad interna, con toda su diversidad, sus religiones y su agnosticismo, sus códigos y sus lenguajes, sus formas de entender sus propias vidas.

Hay una convivencia que durante décadas fue ejemplar, un espejo que buscábamos una y otra vez desde aquella Euskadi de sangre y de plomo

Cataluña es sus rasgos comunes y sus diferencias internas. Los espacios íntimos de cada hombre y de cada mujer que tienen todo el derecho a que nadie se los invada ni se los interprete ni se los utilice.

No hay un enfrentamiento de naciones. No hay banderas nacionales enfrentadas entre sí. Hay una convivencia que durante décadas fue ejemplar, un espejo que buscábamos una y otra vez desde aquella Euskadi de sangre y de plomo, que está siendo gravemente dañada por quienes se creen capaces de resumir en una sola elección, en una sola disección, toda la complejidad identitaria de una tierra rica en pluralidad como es Cataluña.

Una convivencia ejemplar, que colocó a la sociedad catalana en la vanguardia de la modernidad durante varias décadas y que está siendo enormemente deteriorada por quienes tratan de simplificar su principal tesoro, precisamente su propia complejidad.

Haríamos bien en no echar más leña al fuego, en comprender bien que los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña son miembros de una sociedad que ha sido llevada a un problema serio de convivencia.

Haríamos bien en decir que les necesitamos, que nos necesitan. Que somos peores sin ellos y que ellos no serán mejores sin nosotros. Que estamos orgullosos de la ciudadanía catalana. Que el conjunto de España no habría alcanzado el desarrollo de estos últimos 40 años sin Cataluña y que Cataluña tampoco lo habría hecho sin el resto de España.

Haríamos bien en decir que nuestras diferencias son nuestros vínculos y que nuestro vínculo está también en nuestras diferencias. Que no hay cultura, sino culturas. Y que todas nos definen. Que no hay identidad sino identidades. Y que todas nos ayudan en la difícil tarea de saber quiénes somos.

Quienes anhelamos vivir en una sociedad moderna, cohesionada y plural no lo lograremos sin la sociedad catalana. Y el 27-S hay una parte de todo eso en juego

Que ellos son parte de nosotros y que nosotros queremos seguir siendo parte de ellos, que queremos que nos sigan definiendo, que queremos seguir definiéndolos, que nos necesitamos mutuamente para vencer de una vez por todas a las emociones con las que algunos ya han ganado una primera batalla ideológica, esas que nos han condenado a esta dolorosa obligatoriedad de tener que escribir tantas veces un nosotros y un ellos diferenciado.

Quienes anhelamos vivir en una sociedad moderna, cohesionada y plural, una sociedad de ciudadanos y ciudadanas iguales y libres, respetuosa con los ámbitos íntimos de cada persona, no lo conseguiremos sin la sociedad catalana. Y en estas elecciones del 27 de septiembre hay una enorme parte de todo eso en juego.

Conjuguemos por tanto todos los verbos políticos del respeto y huyamos de las tripas y del corazón. Apelemos a la razón. Puede llegar a ser un medidor mejor de la realidad, quizá el mejor instrumento que tenemos a la hora de interpretar un nuevo futuro compartido.

¿Pertenece el conjunto de la ciudadanía de un mismo país a una misma patria? ¿Definimos todos por igual el significado de patria? ¿Está esta conformada por un territorio, por un espacio político? ¿Son estos conceptos - patria política, espacio político delimitado por fronteras- los que otorgan el conjunto de rasgos comunes que definen al colectivo al que pertenecemos?

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