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¿Crisis contra la crisis?
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Juan Carlos Escudier

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¿Crisis contra la crisis?

A diferencia de Aznar, que apuntaba la alineación de sus Gobiernos en un cuaderno azul y luego se divertía comprobando si la Prensa había conseguido el

A diferencia de Aznar, que apuntaba la alineación de sus Gobiernos en un cuaderno azul y luego se divertía comprobando si la Prensa había conseguido el pleno al 15 o cinco y el complementario, Zapatero es de los que hacen los cambios sin calentamiento previo. El ex ministro Jordi Sevilla ha contado alguna vez que intuyó la primera crisis de gobierno de Zapatero un viernes en la ducha, al escuchar por la radio que el presidente había convocado una rueda de prensa imprevista a las 10 de la mañana de ese mismo día. Toalla en mano, le preguntó a su mujer: “¿Tendrá los santos cojones de cesarnos sin decírnoslo antes?”. Pues no, pero casi.

La anécdota viene a ilustrar el modo en el que este leonés de Valladolid concibe el consejo de ministros, un órgano meramente de gestión y con un peso político rayano en la anorexia, cuyas bajas e incorporaciones despacha sin concesiones a la liturgia. De ahí que las informaciones acerca de un posible e inminente relevo en el Gabinete respondan quizás, más al deseo de algunos de mandar al banquillo a media delantera que a una declarada voluntad presidencial de reconocer que metió la pata con los nombramientos seis meses antes. 

Sin descartar que Zapatero se líe la manta a la cabeza y proceda con la escabechina, el inmediato rédito que podría reportarle la remodelación del Gobierno no dejaría de ser flor de un día, porque la crisis se presenta larga y abrasiva, especialmente para las carteras del área económica, sean quienes sean sus titulares. Lejos de estar quemado, el resto del Consejo padece el mal inverso, o sea, que está entre crudo y poco hecho, tal y como demuestran las últimas encuestas.

Salvo relación de consanguinidad en grado muy directo, la ministra de la Vivienda, Beatriz Corredor, y la de Ciencia, Cristina Garmendia, pasarían tan desapercibidas en una cafetería como en el ¡Mira quién baila!. Habría pocos capaces de identificar la voz de Mercedes Cabrera, Bibiana Aído o César Antonio Molina, mientras que a otros, como Celestino Corbacho, preferirían no haberle escuchado, porque cada vez que lo hace no es que suba el pan sino el desempleo. Si a ello se une que la producción legislativa ha caído tan en picado como la construcción de viviendas, nos encontramos ante un Ejecutivo, cuya definición ya adelantó el cáustico Ambrose Bierce: “personas principales a las que de ha encomendado la mala gestión de un gobierno”.

En consecuencia, hay motivos para remodelar el Consejo pero es improbable que esto ocurra, a menos que Zapatero haga cuentas y le cuadren a su imagen. Es más, en algunos casos, el relevo oxigenaría el Palacio, donde la impoluta vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega, coordina magistralmente a unos ministros en paradero desconocido. De la Vega se merece un paréntesis después de casi cinco años y quienes la ven en los telediarios, también.

Entretanto, es a Solbes a quien los socialistas tendrían que elevar un monumento porque, además de ganarle las elecciones a Zapatero, sigue cumpliendo la función esencial de todo vicepresidente: poner la mejilla antes de que los mandobles lleguen al cutis presidencial. De Solbes se podrá decir que hace menos de lo que debiera  –o de lo que le dejan- y que no se le entiende un carajo, lo cual no deja de ser políticamente interesante; pero se ha mostrado incapaz hasta el momento de hacer el ridículo, faceta en la que su colega de Industria destaca especialmente.

De Miguel Sebastián seguimos esperando que dé cuenta de los resultados que ha tenido en la economía española el reparto lineal de los famosos 400 euros, medida cuya paternidad le corresponde, que nos desvele el nombre de los 17 afortunados de su plan Prever para homenajearlos y que, ya puestos, establezca definitivamente los puntos de recogida de las bombillas de bajo consumo prometidas. Con el mismo objetivo de ahorro de energía y antes de que se enfundara definitivamente el chándal rojo, Fidel Castro promovió en Cuba el reparto de ollas a presión con mejores resultados.

Es evidente que nos vamos a hartar de hablar de la crisis económica, pero sería deseable que en el futuro nuestros gobernantes se abstuvieran de usar expresiones del estilo “tenemos que cambiar nuestro modelo productivo” si no explican a continuación cómo vamos a convertir en ingenieros de telecomunicaciones al millón de parados de la construcción y cuánto tiempo se tardará en sustituir los pañuelos de cuatro nudos por batas blancas lavadas con Ariel Ultra, junto a una breve disertación de por qué no se acometió esta transformación cuando pintaba en oros y no en bastos.

Respecto a este último asunto, sería muy recomendable el reconocimiento del pecado por parte de nuestra clase política. ¿Por qué no se actuó para cambiar el modelo y se dejó crecer de manera alocada la burbuja inmobiliaria? Pues porque la corrupción inherente al sistema ha enriquecido personalmente a algunos mangantes y globalmente a sus respectivos partidos, que han seguido financiándose vía ladrillo. ¿Qué deja más comisiones, una fila de adosados  o una empresa de software? Ustedes mismos.

 

A diferencia de Aznar, que apuntaba la alineación de sus Gobiernos en un cuaderno azul y luego se divertía comprobando si la Prensa había conseguido el pleno al 15 o cinco y el complementario, Zapatero es de los que hacen los cambios sin calentamiento previo. El ex ministro Jordi Sevilla ha contado alguna vez que intuyó la primera crisis de gobierno de Zapatero un viernes en la ducha, al escuchar por la radio que el presidente había convocado una rueda de prensa imprevista a las 10 de la mañana de ese mismo día. Toalla en mano, le preguntó a su mujer: “¿Tendrá los santos cojones de cesarnos sin decírnoslo antes?”. Pues no, pero casi.