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Los jarrones chinos
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Juan Carlos Escudier

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Los jarrones chinos

George W. Bush, que tiene menos peligro como anfitrión que como guardián de la democracia planetaria, ha reunido en torno a una mesa de la Casa

George W. Bush, que tiene menos peligro como anfitrión que como guardián de la democracia planetaria, ha reunido en torno a una mesa de la Casa Blanca al presidente electo y a tres de sus antecesores, con la intención de que el exótico Obama reciba lecciones de cómo se gobierna el mundo o de cómo se le conduce al desastre, materias ambas en las que los comensales son auténticos especialistas. El encuentro ha despertado cierta envidia en España donde, por ejemplo, Zapatero y Aznar llevan más de un año para tomarse el café con pastas que se prometieron cuando el actual inquilino de la Moncloa defendió al empleado de Murdoch de los ataques de Hugo Chávez. Se ve que el café les altera bastante los nervios y por eso lo han evitado.

 

La utilidad de este tipo de encuentros es discutible salvo para que los llamados a la cita debatan acerca de las reformas y cambio de decoración experimentados por el entorno, aunque resulta evidente que la ciudadanía los acoge de buen agrado porque transmiten la idea de que el país está por encima del enfrentamiento político y que sus protagonistas están conjurados en la defensa de un mismo proyecto, interpretado, eso sí, desde diferentes puntos de vista.

La fotografía del repóquer de presidentes compartiendo mantel es aquí imposible por razones obvias, pero ni siquiera a lo largo de los años se ha podido conformar un humilde trío, imagen que, para muchos y con razón, sigue siendo una fantasía. Del buen rollo entre Adolfo Suárez y Felipe González, se pasó al desprecio que el andaluz sintió siempre por Aznar, similar al que éste profesa a Zapatero, posiblemente compartido. Tan obvio como que nada obliga a que un presidente sea amigo de su antecesor es que ninguna ley les impone el odio africano, que es en lo que ha derivado la relación entre algunos de nuestros primeros ministros.

Los afectos, cuando han existido, no han venido determinados por afinidades ideológicas. Suárez jamás experimentó simpatía alguna ni por Aznar ni por su partido, pese a los denodados intentos del marido de Ana Botella en ser designado heredero universal del centrismo en esa época en la que todavía no era amigo de Bush ni sabía que él era de derechas de toda la vida. Lo más que consiguió fue que, ya enfermo, Suárez participara en un mitin del PP para apoyar a su hijo el torero en su faena castellano-manchega, un gesto de padre y no de político.

A Suárez le caía bien González, quizás porque viera en él su mismo carisma, y a éste le repugnaba Aznar, no sólo porque le parecía un tipo mediocre sino también porque no compartía sus métodos para apartarle del poder, incluido el de meterle en la cárcel a cuenta del caso GAL, algo que siempre resulta molesto.

Es de suponer que Aznar se llevaba bien con Calvo Sotelo, a cuyos hijos acogió en su administración, y poco más. Al del PP le cuesta hacer amigos hasta entre los suyos, y además nunca ha dejado de manifestarlo de manera vivísima. Algunos miembros de su Gobierno recuerdan su período de enfrentamiento con Álvarez-Cascos, a quien no soportaba ni en los consejos de ministros, algunos de los cuales concluían a los diez minutos de haberse iniciado para evitar la cercanía de su presencia física.

Con Zapatero empezó bien y tuvo a bien recibirle a los dos días de que fuera elegido secretario general del PSOE. El leonés de Valladolid apreció la llamada y hasta se fue con su jefe de gabinete, Torres Mora, a comprarse un traje a El Corte Inglés para estar guapo y presentable. Pero a partir de esa cita, de la que Zapatero salió diciendo que Aznar no era tan ogro como le pintaban, replicó el mismo desprecio que había sentido de González, quizás como venganza o como simple imitación. Aznar lo negará pero Felipe le obsesionaba hasta el punto de que le hemos visto repetir algunos gestos de su antecesor, como ese jugueteo con las gafas con el que solía adornar sus discursos.

A Zapatero, al menos, hay que reconocerle algún intento de aprovechar experiencias anteriores, y así hay que interpretar su decisión de hacer a los ex presidentes miembros natos del Consejo de Estado, foro en el que nunca llegaron a verse las caras. Suárez y González declinaron el ofrecimiento. Calvo Sotelo dijo primero que no y luego que sí. Sólo Aznar lo aceptó a la primera. Hasta pensó simultanear el cargo con su condición de consejero de Murdoch, algo que impidió el presidente del Consejo, Francisco Rubio, con un expediente de incompatibilidad que fue aprobado por el pleno.

Con todo su talante, ni Zapatero ha podido mantener la relación que le ató durante un tiempo con González, cuyas visitas a Moncloa se distanciaron tanto una de otra que terminaron por cesar. Está visto que a un presidente no le gusta que nadie, ni siquiera un ex presidente, le diga que se equivoca. La metáfora de González, según la cual los ex presidentes son enormes jarrones chinos que resultan molestos hasta en el pasillo menos transitado, se torna tan real como ese síndrome que afecta a quienes ostentan el poder. Dicho de otra forma, es más difícil ver juntos a González, Aznar y Zapatero que darse de baja en el ADSL de Telefónica. Eso que nos ahorramos.

George W. Bush, que tiene menos peligro como anfitrión que como guardián de la democracia planetaria, ha reunido en torno a una mesa de la Casa Blanca al presidente electo y a tres de sus antecesores, con la intención de que el exótico Obama reciba lecciones de cómo se gobierna el mundo o de cómo se le conduce al desastre, materias ambas en las que los comensales son auténticos especialistas. El encuentro ha despertado cierta envidia en España donde, por ejemplo, Zapatero y Aznar llevan más de un año para tomarse el café con pastas que se prometieron cuando el actual inquilino de la Moncloa defendió al empleado de Murdoch de los ataques de Hugo Chávez. Se ve que el café les altera bastante los nervios y por eso lo han evitado.