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La exhumación más urgente del Valle de los Caídos es la de Franco
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Juan Carlos Escudier

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La exhumación más urgente del Valle de los Caídos es la de Franco

Pasadas las once de la mañana del 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la “victoria”, Franco descendió del helicóptero y se detuvo a contemplar

Pasadas las once de la mañana del 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la “victoria”, Franco descendió del helicóptero y se detuvo a contemplar al pie de la escalinata la cruz de hormigón de 152 metros que coronaba su pirámide. Ya en el interior de la abadía, a la que llegó bajo palio como era su costumbre, presidió un solemne funeral, antes de dirigirse a los congregados del exterior con un discurso de inauguración que resumía lo que el dictador entendía por reconciliación: “Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra Liberación para que pueda ser olvidada; pero la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos. La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta”.

Lo cierto es que miles de representantes de esa anti-España a la que se refería no sólo estaban muertos sino que sus restos habían empezado a ser trasladados a esta faraónica mastaba, toda vez que su deseo de exhumar a combatientes del bando nacional para que reposaran a su lado y al de José Antonio Primo de Rivera tropezó con la oposición de ayuntamientos y familiares. Fue el ministro de Gobernación de entonces, Camilo Alonso Vega, quien resolvió la controversia ordenando a los gobernadores civiles que incluyeran en los envíos a los republicanos a los que se había dado el paseíllo. Nótese el hecho de que fuera Franco el primero en empeñarse en desenterrar a estos muertos de las cunetas.

El trajín de huesos de uno y otro bando no se detuvo hasta la llegada al poder de Felipe González. Todavía en 1981, tal y como reseña el periodista Luis Díez en cuartopoder.es, se entregaron a los benedictinos del Valle de los Caídos los restos de 297 personas procedentes del cementerio pacense de Torremejía. Hasta ese momento, se habían registrado 26.701 remesas desde todos los puntos de España. De los cerca de 80.000 cadáveres que se acumulan en el columbario del Valle de los Caídos, alrededor de 20.000 corresponden a franquistas, perfectamente identificados, mientras que los 60.000 restantes son combatientes republicanos, en su mayoría desenterrados de fosas comunes o de las tapias de los cementerios donde se les daba matarile, cuyos esqueletos se apilaron en cajas para su traslado.

Al Valle de los Caídos hay que darle una solución definitiva, que cuando menos ha de respetar la ley y asegurar que sea posible honrar la memoria de todos los fallecidos en la Guerra Civil

En esas tapias y cunetas no quedaba ningún muerto del bando nacional porque, a diferencia de lo que ocurre ahora, el Régimen no sólo había creado un Registro Central de Ausentes sino que había asumido la responsabilidad de los desenterramientos. Una orden del 1 de mayo de 1940 sobre exhumaciones e inhumaciones “de cadáveres de asesinados por rojos” establecía que toda persona que deseara “exhumar el cadáver de alguno de sus deudos que fueron asesinados por la horda roja para inhumarlos de nuevo en el cementerio” debía solicitarlo al gobernador civil de la provincia correspondiente.

Desde 1983, los osarios habían permanecido sellados hasta el pasado mes de mayo, cuando el Gobierno encargó a un equipo de forenses y biólogos que comprobará su estado para dar cumplimiento tanto a la ley de Memoria Histórica como a una proposición no de ley del Congreso en la que se instaba al Ejecutivo a buscar, identificar y exhumar los restos de los depositados en Cuelgamuros reclamados por sus familias. Las prospecciones, realizadas en presencia del  abad de los Caídos, Fray Anselmo Álvarez, y finalizadas en septiembre, han confirmado que el pupurrí de huesos de la cripta convierte la identificación en un costosísimo trabajo de chinos.

Más allá de evitar que alguno de los evangelistas de 532 toneladas de Juan de Ávalos se desprenda e incremente la nómina de muertos del recinto, motivo éste por la que la basílica permanece desde hace meses cerrada al público, al Valle de los Caídos hay que darle una solución definitiva, que cuando menos ha de respetar la ley y asegurar, tal y como se ha establecido, que sea posible honrar la memoria de todos los fallecidos en la Guerra Civil y de la cruel represión política que le siguió.

Este objetivo, obviamente, es incompatible no sólo con las imágenes que todavía hoy siguen glorificando a Franco y a José Antonio sino con la existencia misma de sus sepulturas en el suelo del templo. Lo que dicta el sentido común es que los restos del dictador y del fundador de la Falange sean entregados a sus familias, porque lo que no se puede pretender es hacer de la abadía un lugar de exaltación de la paz y de los valores democráticos con esa ominosa presencia. A diferencia de otros muchos miles, ellos sí que están perfectamente identificados.

Pasadas las once de la mañana del 1 de abril de 1959, vigésimo aniversario de la “victoria”, Franco descendió del helicóptero y se detuvo a contemplar al pie de la escalinata la cruz de hormigón de 152 metros que coronaba su pirámide. Ya en el interior de la abadía, a la que llegó bajo palio como era su costumbre, presidió un solemne funeral, antes de dirigirse a los congregados del exterior con un discurso de inauguración que resumía lo que el dictador entendía por reconciliación: “Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra Liberación para que pueda ser olvidada; pero la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos. La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta”.

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