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Más nevadas, por favor

El viernes nueve de enero nos regaló la mejor foto posible de una realidad silenciada sistemáticamente: la que le toca asumir a una sociedad anestesiada que

El viernes nueve de enero nos regaló la mejor foto posible de una realidad silenciada sistemáticamente: la que le toca asumir a una sociedad anestesiada que sólo es capaz de despertar ocasionalmente a la cruda realidad por mediación de algún suceso. En este caso, ha sido un temporal que a su paso dejó hombres y mujeres atrapados en carreteras, calles, colegios y casas; abandonados a su suerte, dependientes únicamente de su propia iniciativa y limitados medios. A decir verdad, nada nuevo. Lo importante es la reflexión a la que esta nítida imagen nos lleva, porque más allá del tratamiento informativo que esta esplendida foto invernal ha merecido, absolutamente frívolo como es costumbre, la metáfora que de ella se deriva debería calar profundamente en nuestro consciente colectivo y obrar el paradójico efecto de deshelar nuestros corazones.

 

La gran verdad que hay que superponer a la norma suprema de nuestro tiempo: la mentira, no es que todo funcione mal, nada de eso. La realidad es más aterradora. Detrás del sistemático expolio económico al que este Estado, sus desbocados 17 miniestados asociados y centenares de ayuntamientos nos someten, hay infinidad de cosas que es imposible que funcionen sencillamente porque no existen. Y las carencias se suplantan con la interesada ilusión de que ocasionalmente las cosas funcionan mal. Lo cual, además de percibirse como menos grave, resulta más tranquilizador. Y me explico ¿Alguien ha visto en perfecto estado de revista el reluciente ejército de quitanieves que debería habernos salvado del caos? Sí, me refiero a ese material ingente que, como todo lo demás, pagamos a precio de oro año tras año, concesión tras concesión, mordida tras mordida.

A propósito de ello, el otro día en la radio, mi amigo Enrique de Diego sacó a colación esos espléndidos carteles informativos de las autovías, los mismos que ponen a trabajar al servicio de las incesantes campañas de tráfico, hasta que sus leds echan humo, reproduciendo mensajes coactivos y paternalistas a partes iguales. Sí, esas mismas pantallas que en ocasiones, las menos, también informan de determinados peligros u obstáculos en la carretera, reales o ficticios. Quién no ha leído en ellas en alguna ocasión la leyenda “Peligro: máquina quitanieves trabajando” y, a renglón seguido, obediente y crédulo, ha reducido la velocidad ostensiblemente al tiempo que aguzaba la vista en previsión de toparse de un momento a otro con la máquina emergiendo en un cambio de rasante ¿Y quién, tras estar vigilante kilómetros y kilómetros, finalmente se ha topado con alguna?

Pero no se confundan. No digo que no existan máquinas quitanieves. Existen las suficientes para adornar las entradas de las principales autovías el día después del caos. Pero, para garantizar el curso de la vida durante un temporal de nieve en un territorio de la extensión del nuestro, es seguro que el número de máquinas necesarias ha de superar el millar. Y, pese a que pagamos dinero más que suficiente, lo cierto es que bastan siete centímetros de nieve para demostrar que no disponemos ni de lejos de tal número de quitanieves. Dicho esto, volvamos al principio, es decir: a la costumbre de sustituir la realidad por la mentira. La versión oficial es que disponemos de un ejército de máquinas pero éstas no han podido hacer su trabajo por una mala previsión, descoordinación entre las diferentes administraciones o lo que toque ¿Con qué nos quedamos entonces? Es sencillo. Para la casta política resulta preferible parecer incompetente que tener que explicar a los ciudadanos en qué se ha gastado el dinero, cuando a cambio no hay máquinas ni, por supuesto, recibo alguno que mostrar al contribuyente.

Esta es la metáfora de un Estado hipertrofiado, cuya prueba de vida es anunciarse por todas partes, incluidos los carteles informativos de las autovías, y su compulsión a inmiscuirse en nuestras vidas, sumada a la fruición con la que absorbe todos los recursos y nos esquilma. Sin embargo, este voraz e insaciable gigante se desvanece apenas se precipitan sobre todos nosotros unos copos de nieve. Es el lado bueno que tiene una nevada en este país anonadado, que amplifica la luz y limpia todo aquello sobre lo que se deposita. El lado malo, que el efecto dura poco. Ahora, este Estado, que se expande sin freno y se vuelve evanescente ante cualquier contingencia, destinará 9.000 millones de euros a los ayuntamientos para nuevas concesiones y concursos a base de generarnos aún más deuda. Cabe preguntarse si no es hora ya de que empecemos a pedir los recibos o, por el contrario, habrá que esperar otros 30 años a que caigan siete centímetros de nieve. En cualquier caso, si ustedes, como yo, el pasado viernes nueve de enero vivieron algo más que una simple nevada, es que al menos el clima está siendo benévolo. Y no es ninguna contradicción.

*Javier Benegas es autor de “Sociedad terminal: la comunicación como arma de destrucción masiva”.

El viernes nueve de enero nos regaló la mejor foto posible de una realidad silenciada sistemáticamente: la que le toca asumir a una sociedad anestesiada que sólo es capaz de despertar ocasionalmente a la cruda realidad por mediación de algún suceso. En este caso, ha sido un temporal que a su paso dejó hombres y mujeres atrapados en carreteras, calles, colegios y casas; abandonados a su suerte, dependientes únicamente de su propia iniciativa y limitados medios. A decir verdad, nada nuevo. Lo importante es la reflexión a la que esta nítida imagen nos lleva, porque más allá del tratamiento informativo que esta esplendida foto invernal ha merecido, absolutamente frívolo como es costumbre, la metáfora que de ella se deriva debería calar profundamente en nuestro consciente colectivo y obrar el paradójico efecto de deshelar nuestros corazones.

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