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Penar las descargas en internet es una medida equivocada e inútil (II)
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Penar las descargas en internet es una medida equivocada e inútil (II)

En vías de extinciónPero hay otros que han perdido con los cambios. Los principales perjudicados han sido, sin duda, las discográficas y las tiendas de discos.

En vías de extinción

Pero hay otros que han perdido con los cambios. Los principales perjudicados han sido, sin duda, las discográficas y las tiendas de discos. Las tiendas “físicas” están en vías de extinción, pero las virtuales florecen: las ventas on-line han pasado en España  de 1,4 millones de euros en 2004 a 19,8 millones en 2008 (Ministerio de Industria, 2009). Y la discográficas se reinventan. Warner, una de las grandes, tiene ya a la mitad de los artistas bajo el sistema de contrato 360º: es decir, contratos en los que la empresa discográfica obtiene ingresos de todas las actividades que realice artista (merchandising, derechos de imagen, tours, etcétera). No resulta absurdo pensar en un futuro en el que no haya grandes discográficas, al menos como las hemos conocido, como detentadoras de los “derechos de propiedad” de sus artistas y que nos encontremos un mundo poblado de decenas de miles creadores independientes. Pero volvamos al asunto principal. 

Otras formas de comercializar música están surgiendo: los pagos por acceso a grandes catálogos de música, como tiene por ejemplo Vodafone; o el acceso a esos grandes catálogos con anuncios o pagando por cuenta premium, como es el caso de Spotify o de la Radio Pandora. Estas nuevas vías, junto a las bibliotecas digitales (de Amazon o de itunes) y las actuaciones en vivo, demuestran que un mercado de la música sin “antidescargas” no sólo puede ser rentable, sino que de hecho lo es; y que meter en un proceso judicial a los internautas que se dediquen a bajar música no va a resolver el problema. 

Tal vez, todavía hay algunos lectores que a estas alturas del capítulo – y si no han pasado al siguiente – piensan que lo anterior es cierto (que lo es), pero que resulta inevitable perseguir a los que se descargan música para defender la creatividad; aunque impidamos el acceso a la gran mayoría mediante derechos de exclusiva, argumentan, lo hacemos por una buena causa, por asegurar que habrá música en el futuro. Si no protegemos a los grandes artistas, concluyen, nadie tendrá interés en salir a cantar. ¿Es cierta esta conclusión? Boldrin y Levine, por ejemplo, en los Proceedings de la National Academy of Science (2005) han investigado esta cuestión con bastante detalle, llegando a la conclusión de que simplemente, es falsa. Ellos, junto con otros muchos economistas, coinciden en destacar que no existe ninguna evidencia que ligue el incremento progresivo y la ampliación de los derechos de copyright con una subida, cuantitativa o hasta cualitativa, en la producción de música, libros y películas

El argumento - menor protección de copyright  = menor producción artística – sobre el que descansa la normativa en trámite de aprobarse, es sencillamente equivocado. Los 600 artistas que, de acuerdo con la SGAE, cobran el 75% de los derechos por reproducir su música (informe de la CNC, 2010), son precisamente los que no necesitan derechos de exclusiva: pueden, es más, deberían regalar su música, porque tienen otras muchas formas de ganar dinero. Y precisamente el hecho de hacer accesible su música a cualquiera alimenta su popularidad y les hace más atractivos en otras actividades. Eliminar los derechos de propiedad sobre los CDs de Madonna, Beyoncé o Radiohead no es solo una forma de mejorar la vida de todos; es una forma de popularizar sus figuras, convertirlas en más estrellas y añadirles valor. Se gana no con la exclusiva, sino con lo contrario.

¿Una fantasía de economistas?

El copyright debería estar diseñado para crear incentivos al artista marginal (los de menor éxito) no a los inframarginales (los de mayor éxito)

Este argumento no es una fantasía de economistas teóricos. De hecho, se encuentra en el origen de la legislación de la propiedad intelectual, y del copyright en particular. El argumento es sencillo: cuando Alejandro Sanz y el último cantante de rumba escogen su futuro, el coste de oportunidad de dedicarse a la música no es muy distinto. Las grandes estrellas y los pocos conocidos no tienen alternativas laborales muy distintas fuera del mercado musical. Por tanto, si le redujéramos los beneficios un 10% a la superestrella X, seguiría haciendo lo que ahora hace ya que la alternativa fuera de la música (trabajar por ejemplo en la construcción como ocurría con ese célebre artista de OT) es sustancialmente peor. La sociedad no necesita sobre-proteger con unos derechos de exclusiva a los mega-artistas para que se dediquen a la música. Lo van a hacer con seguridad dada las posibles alternativas. A quien debe proteger el copyright es al último que ha llegado, a ése que si pierde el 90% de sus beneficios probablemente abandonará la profesión y se dedicará a limpiar mesas. En términos técnicos, el copyright debería estar diseñado para crear incentivos al artista marginal (los de menor éxito) no a los inframarginales (los de mayor éxito). Pero a los artistas marginales muy poca gente les pirateas, así que a estos también el copyright no le ayuda mucho.

Este es el centro del argumento: la piratería no hace daño al que acaba de llegar o al último cantante de rumba, porque no es negocio copiarle y distribuirle fuera de copyright. Una reducción de la sobreprotección del copyright no les afecta a estos miles de artistas; de hecho es lo contrario: un acceso sin persecución permite que sean conocidos y escuchados a bajo coste -que al menos es lo que quieren estos grupos- ganándose así unos pequeños segmentos de mercado y, posiblemente, una audiencia por conciertos en vivo y otras performances. Si para escuchar a un grupo algo desconocido tengo que pagar 18 euros, es bastante probable que no lo haga: si está accesible en la red, aumentan significativamente las posibilidades. El éxito de myspace, la web más visitada de nuestro país, es una buena muestra de esto.

Además, desde el punto de vista del conjunto de la sociedad, la cuestión no es y no debe ser encontrar una legislación que permita a los productores de música, libros, o películas ganar más dinero posible. Al contrario, desde el punto de vista del bienestar social, la pregunta apropiada es: ¿qué regulación facilita que se genere la mayor cantidad de creaciones artísticas que puedan ser disfrutadas por más personas (es decir, al menor precio posible)?  En otras palabras, la definición de los derechos de propiedad intelectual no debería mirar únicamente a proteger los intereses de algunos productores sino que deberían buscar maximizar la producción y el consumo bajo la restricción que productores y consumidores hagan lo que hacen de manera libre y voluntaria. Es bastante evidente que la actual regulación del sistema de copyright, y la ulterior protección que los procedimientos contenidos en la LES implican, favorecerán las grandes casas discográficas y las grandes estrellas (los 600 artistas que mencionaba la SGAE) a costa de los usuarios y de los artistas menores.

Conclusión

Concluyendo, la disposición final primera de la LES, por fuerte que sean las presiones del sector, no es una buena idea. No lo es porque no va a aportar nada al cambio de modelo y probablemente lo haga más difícil, haciendo menos atractiva el uso de una herramienta que sí es esencial en este cambio de paradigma; y porque además es equivocada e inútil. Equivocada porque es una ineficaz forma de defender a los artistas e inútil porque cuando se lleve al juez al primer internauta, lo más probable es que mucha gente habrá encontrado otras fórmulas de escuchar música. Sería preferible, por el contrario,  que se aprovechara ese texto legal para incorporar las recomendaciones que ha realizado hace pocas semanas la Comisión Nacional de Competencia acerca de nuestra ley de propiedad intelectual y que ponen en cuestión el grado de competencia de algunos de los elementos de este sector. 

*Michele Boldrin es catedrático de la Washington University en St. Louis

*Pablo Vázquez es director ejecutivo de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea)

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Propiedad intelectual