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Drones contra Al Qaeda

Raro es el día que el New York Times no ofrece una noticia, una editorial o un artículo de opinión sobre los ataques llevados a cabo

Raro es el día que el New York Times no ofrece una noticia, una editorial o un artículo de opinión sobre los ataques llevados a cabo por aviones no tripulados (conocidos coloquialmente como drones) contra Al Qaeda en Pakistán y Yemen. En España esta cuestión ha tenido hasta el momento un eco limitado. Los drones que emplea el Ejército de Tierra en Afganistán, el Raven y el Searcher II, realizan misiones exclusivamente de inteligencia. Y aunque la Guardia Civil estudia la adquisición de drones Predator, estos pertenecen a una versión de vigilancia marítima no armada, similar a los que utiliza el servicio de guardacostas estadounidense.

La campaña de ataques norteamericana -dirigida en Pakistán por la CIA y en Yemen por la CIA y el JSOC, el mando militar conjunto de operaciones especiales- es objeto de un intenso debate en la opinión pública al otro lado del Atlántico. Las razones para la controversia son variadas: la presunta ilegalidad de realizar ataques aéreos en países donde Estados Unidos no está en guerra; la práctica de ejecuciones extrajudiciales, pues en numerosos casos se busca y mata a personas concretas; la falta de transparencia en el proceso de selección y aprobación de los objetivos; el riesgo de que la Casa Blanca recurra con mayor facilidad al uso de la fuerza por la aparente seguridad que ofrecen los bombardeos teledirigidos; y el elevado número de víctimas civiles que de manera indirecta están provocando unos ataques supuestamente precisos.

Todas esas cuestiones son sustantivas y merecen un debate profundo y sereno. Sin embargo, hay un aspecto que ha recibido menor atención. Y es si la campaña de los drones está perjudicando gravemente a Al Qaeda Central; si en efecto -al margen de otras consideraciones necesarias- constituye un instrumento antiterrorista eficaz.

Para responder a este interrogante conviene contextualizar, de entrada, la campaña en Pakistán. Desde junio de 2004 Estados Unidos ha llevado a cabo 355 ataques con drones, en la mayor parte de los casos no directamente contra Al Qaeda, sino contra líderes y militantes de los talibanes afganos y pakistaníes. Los drones empleados son el Predator, armado con dos misiles Hellfire, y el Reaper, una versión mejorada del Predator, con mayor autonomía y capacidad de carga bélica, lo que además de por los misiles Hellfire le permite lanzar bombas guiadas por láser y por GPS. Los aparatos despegan desde bases norteamericanas en Afganistán -que muy previsiblemente se mantendrán tras la retirada de 2014- y son pilotados vía satélite desde Estados Unidos.

Hasta el momento, los ataques de los drones han acabado con la vida de unos 60 cuadros de nivel alto e intermedio de Al Qaeda, más un número indeterminado de militantes de a pie que han sido objeto de los llamados signature strikes, ataques basados en determinadas pautas de conducta como, por ejemplo, adiestrarse en un campo de entrenamiento (este es un aspecto muy controvertido de la campaña, pues al no conocer la identidad de las víctimas existe un margen de error difícil de establecer). Si tenemos en cuenta que en 2008 Al Qaeda contaba con unos 450 miembros en las áreas tribales de Pakistán, el número de efectivos abatidos por los drones constituye una porción nada desdeñable, más aún por el hecho de que se trata de cuadros de mando, muchos de ellos veteranos difíciles de reemplazar.

Al Qaeda ha perdido su refugio

Hay un aspecto que ha recibido menor atención: si la campaña de los drones está perjudicando gravemente a Al Qaeda Central, si en efecto -al margen de otras consideraciones necesarias- constituye un instrumento antiterrorista eficazPero los efectos de la campaña trascienden la simple ‘decapitación’ de la organización terrorista. Sus consecuencias son sistémicas. Para ser eficaz, Al Qaeda necesita tres elementos claves: 1) estructura de mando y control, 2) recursos humanos cualificados, y 3) recursos materiales en forma de dinero, refugio, campos de entrenamiento y armas. Los tres se encuentran interrelacionados y la campaña de ataques con drones, al estar basada en informantes sobre el terreno que permiten localizar y matar a los líderes de Al Qaeda, y al prolongarse en el tiempo (dura ya casi nueve años con un incremento importante en el ritmo de operaciones desde que Obama ocupa la presidencia), ha logrado meter un palo en la rueda de la organización fundada por Bin Laden.

La amenaza de los drones obliga a que los cuadros de mando de Al Qaeda dediquen más atención y energías a velar por su propia seguridad que a dirigir la organización. Las minuciosas medidas de seguridad de sus comunicaciones internas imponen un ritmo muy poco operativo. Y el miedo a admitir a voluntarios que en realidad sean informantes ha vuelto enormemente reticente a una organización que años atrás recibía con gusto a potenciales terroristas con pasaporte europeo o norteamericano. En definitiva, tal como reconocía Bin Laden en una de sus cartas capturadas en Abbottabad, Waziristán Norte (que se encuentra fuera del alcance del as fuerzas de seguridad pakistaníes) ha dejado de ser un refugio seguro y no les resulta fácil encontrar lugares alternativos.

Todo ello se ha traducido en que, a pesar de intentarlo repetidamente en los últimos años, desde los ataques de Londres de julio de 2005, Al Qaeda Central ha sido incapaz de ejecutar un nuevo atentado en territorio de Occidente. Y en las condiciones actuales un ataque terrorista tan complejo y sofisticado como el del 11-S escapa por completo a sus posibilidades. Se mantiene por supuesto el riesgo de que se repitan ataques como el de Boston por parte de individuos o pequeños grupos radicalizados, o que una célula vinculada Al Qaeda o a otra gran organización lleve a cabo una acción aislada. Pero ya no estamos ante un nivel de amenaza estratégica contra la seguridad nacional similar al que se vivió en los años inmediatamente posteriores a los atentados de Washington y Nueva York.

Ciertamente a esto también ha contribuido la mejora de los sistemas de inteligencia internos y de las fuerzas policiales en Europa y Estados Unidos, que han abortado a tiempo decenas de complots. Pero la relación entre los ataques con drones en Pakistán y el incremento de la eficacia policial es complementaria, no excluyente. Al combinarse, ambos han conseguido relegar a un segundo plano la amenaza que hasta hace no mucho representaba Al Qaeda.

Por tanto, el éxito de la campaña de los drones augura su continuidad y ello obliga a que se someta a los necesarios controles jurídicos, morales y democráticos (el sistema actual escapa a la rendición de cuentas); de modo que resulte conforme con el derecho a la legítima defensa y sea proporcional evitando escrupulosamente y en todo lo posible la muerte de inocentes. De lo contrario, a pesar de su eficacia a corto plazo, la operación de la CIA puede acabar convirtiéndose en un caso más de blowback, de aventura paramilitar con consecuencias imprevistas y desastrosas.

*Javier Jordán es profesor titular y director del Máster en Estudios Estratégicos de la Universidad de Granada.

Raro es el día que el New York Times no ofrece una noticia, una editorial o un artículo de opinión sobre los ataques llevados a cabo por aviones no tripulados (conocidos coloquialmente como drones) contra Al Qaeda en Pakistán y Yemen. En España esta cuestión ha tenido hasta el momento un eco limitado. Los drones que emplea el Ejército de Tierra en Afganistán, el Raven y el Searcher II, realizan misiones exclusivamente de inteligencia. Y aunque la Guardia Civil estudia la adquisición de drones Predator, estos pertenecen a una versión de vigilancia marítima no armada, similar a los que utiliza el servicio de guardacostas estadounidense.

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