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El espacio de centro y la dignidad de la persona
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El espacio de centro y la dignidad de la persona

El centro de la acción política es la persona. La dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales se erigen en centro de la acción pública.

El centro de la acción política es la persona. La dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales se erigen en centro de la acción pública. Desde este principio básico de actuación es posible establecer algunas de las líneas fundamentales que, desde una perspectiva que podríamos denominar –de un modo genérico– ética, configuran el centro político.

La persona, el individuo humano, no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones políticas. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida política. Aquella perspectiva desde la cual se consideraba que el ciudadano debía esperarlo todo del Estado renunciando a la iniciativa y a la responsabilidad hoy está superada. Efectivamente, la persona no puede ser un objeto sin vida al que los poderes públicos, y los tecnócratas que los representan, den cuerda periódicamente para colocarlos en el escenario vital.

Esta afirmación realizada en los más variados tonos, y con los acentos más diversos, en situaciones políticas incluso a veces contrapuestas, tiene desde el centro político un significado propio. Afirmar el protagonismo de la persona no quiere decir darle a cada individuo un papel absoluto, ni supone propugnar un desplazamiento del protagonismo ineludible y propio de los gestores democráticos de la cosa pública. Afirmar el protagonismo del individuo, de la persona, es poner el acento en su libertad, en su participación en los asuntos públicos, y en la solidaridad.

Se ha dicho que el progreso de la humanidad puede expresarse como una larga marcha hacia cotas cada vez más elevadas de libertad. Aunque el camino ha sido muy sinuoso –tal vez demasiado– y los tropiezos frecuentes –y a veces muy graves–, podemos admitir como principio que así ha sido. De modo que el camino de progreso es un camino hacia la libertad.

Desde un punto de vista moral entiendo que la libertad, la capacidad de elección –limitada, pero real– del hombre es consustancial a su propia condición, y por tanto inseparable del ser mismo del hombre y plenamente realizable en el proyecto personal de cualquier ser humano de cualquier época. Pero desde un punto de vista social y político, es indudable un efectivo progreso en nuestra concepción de lo que significa la libertad real de los ciudadanos.

Sin embargo, en el orden político, se ha entendido en muchas ocasiones la libertad como libertad formal. Siendo así que sin libertades formales difícilmente podemos imaginar una sociedad libre y justa, también es verdad que es perfectamente imaginable una sociedad formalmente libre, pero sometida de hecho al dictado de los poderosos, vestidos con los ropajes más variopintos del folklore político.

Las sociedades realmente libres son las sociedades de personas libres. El fundamento de una sociedad libre no se encuentra en los principios constituyentes, formales, sobre los que se asienta su estructuración política. El fundamento de una sociedad libre está en los hombres y en las mujeres libres, con aptitud real de decisión política, que son capaces de llenar cotidianamente de contenidos de libertad la vida pública de una sociedad. Ninguna tiranía será capaz de sojuzgar jamás un pueblo de mujeres y hombres auténticamente libres. Pero la libertad –en este sentido– no es un estatus, una condición lograda o establecida, sino que es una conquista moral que debe actualizarse constantemente, cotidianamente, en el esfuerzo personal de cada uno para el ejercicio de su libertad, en medio de sus propias circunstancias.

Las libertades públicas formales son un test negativo sobre la libre constitución de la sociedad. No podrá haber libertad real sin libertades formales. Pero la piedra de toque de una sociedad libre está en la capacidad real de elección de sus ciudadanos.

Afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, pues, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el estado de derecho como marco de libertades. Pero en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentre a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar –libremente– su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad solidaria depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano.

*Jaime Rodríguez-Arana, catedrático de Derecho Administrativo

El centro de la acción política es la persona. La dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales se erigen en centro de la acción pública. Desde este principio básico de actuación es posible establecer algunas de las líneas fundamentales que, desde una perspectiva que podríamos denominar –de un modo genérico– ética, configuran el centro político.

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