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Abuelo, quiero ser político
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Rafael Martínez-Campillo*

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Abuelo, quiero ser político

Hoy tenemos, gracias a vosotros, los útiles e instrumentos democráticos para enfrentarnos juntos a nuevos problemas sin la carga del miedo y la desconfianza

Foto: Jornada de puertas abiertas en el Congreso de los Diputados. (EFE)
Jornada de puertas abiertas en el Congreso de los Diputados. (EFE)

Se han cumplido 40 años desde que en España se pudieron celebrar las primeras elecciones democráticas en libertad, después de 36 años sin otra manifestación de naturaleza política que no fuera la exaltación y el vasallaje a un dictador. En este clima de silencio y miedo no tenía cabida la política, entendida en su noble sentido de la participación del pueblo en los asuntos que le son propios a través de sus representantes, ni tampoco era imaginable un Estado de derecho que asegurara la libertad de pensamiento, de palabra, de manifestación, de reunión, de igualdad ante la ley, de libertad ideológica, religiosa y de culto y tantas otras que se recogen en la Constitución de 1978.

Una vida en libertad, como la de nuestro entorno, estaba desterrada y parecía inalcanzable para un pueblo bueno al que habían convencido de que política y libertad eran sinónimos de odio y lucha, ya que nuestra genética social nos predestinaba al odio entre hermanos y, por tanto, a la división y a las luchas fratricidas. Y encima nuestra historia reciente se empeñaba en dar la razón a los enemigos de la libertad, siendo más frecuente encontrar, en los dos últimos siglos, a los españoles enfrentados entre sí que unidos en un proyecto común.

Excepcionalmente, el orgullo del pueblo español estalló, tras la invasión francesa de Napoleón, después fuimos capaces de elaborar en 1812 la primera Constitución española, donde se consagró para todos los pueblos el concepto y el término liberal. Sin embargo, ese falso determinismo histórico que nos perseguía aparecerá de nuevo con reyes felones y monarcas absolutos, y si se producían breves periodos de aparente estabilidad política, aunque no en lo social, nos arruinábamos con los restos del imperio de los siglos XVII y XVIII, no faltando nunca pronunciamientos militares, asonadas y dictaduras.

La II República fue un intento fallido de encumbrar a España en su época junto a los países libres, pero —mal planteada— desembocó en un golpe de Estado y en la dictadura del general Franco, consagrando la división entre españoles vencedores y vencidos y trasladando a la sociedad el odio por la política, la libertad y la democracia.

Por tanto, la transición de la dictadura a la democracia, mediante la recuperación de las libertades, es parecida a un gran armisticio que firman todos los españoles, a través del esfuerzo colectivo que dirigen un puñado de valientes (no solo políticos, sino también líderes sociales, universitarios, docentes, periodistas, etc.), donde se mezclan españoles reformistas del franquismo que quieren la democracia y aman la libertad y españoles que, de una forma u otra, exiliados o no, han militado contra la dictadura porque aman la democracia y la libertad.

En ese clima se inició otra de las grandes conquistas de los conceptos políticos, que es el llamado consenso (aquella concordia política de la que hablaba Cicerón). Los reformistas hacen un llamamiento a las élites sociales y económicas españolas de ese momento para que también ayuden a que construyamos una sociedad libre y para que sustituyamos para siempre la idea de un país representado por Goya en el 'Duelo a garrotazos' por otro moderno que repita 'Libertad sin ira'.

La sociedad española los secunda y se manifiesta a favor de la democracia, la libertad y, ante todo, a favor del perdón mutuo por las afrentas recíprocas que ambos bandos se han infringido durante 200 años y, particularmente, durante y desde la guerra civil de 1936. La política que se realiza en aquellos momentos, también por exigencia social, se caracteriza por el principio de “unos con otros” frente a la nefasta, que hoy volvemos a vivir, de “unos contra otros”.

La mejor Constitución es aquella que no satisface ni disgusta a todos plenamente

Las claves para construir juntos la Constitución y todo el entramado del Estado de derecho son la renuncia y el respeto, a los que acompaña inevitablemente la tolerancia, de tal suerte que hicimos buena la idea de Maurice Duverger, en el sentido de que la mejor Constitución es aquella que no satisface ni disgusta a todos, plenamente. Con el paso del tiempo, algunos llegarán a decir que esta tolerancia y respeto eran el fruto de la tutela del proceso por parte de los poderes fácticos y militares, afirmación insostenible cuando en la Constitución, día a día, se incorporaban la libertad religiosa, la facultad del divorcio, la supremacía del poder civil y tantos otros derechos, hoy habituales pero entonces inaceptables para los intolerantes del régimen.

Los españoles, por primera vez y con el único antecedente de la Reconquista, apoyamos juntos un sugestivo proyecto común para España (Ortega y Gasset), cada uno desde su posición ideológica, pero fundamentado en la concordia y en el consenso para conseguir la libertad y vivir en democracia, elementos esenciales del progreso para una sociedad moderna.

Por este motivo, además del protagonismo de cada uno en aquella obra inmensa colectiva, muchos nos consideramos, además, verdaderos admiradores de la Transición y de sus valores. Curiosamente, no para mitificar aquella época, porque si se produce es debido a que antes hubo una guerra fratricida, sino para poder decir a las nuevas generaciones que los autores y protagonistas de aquella inmensa lucha por la dignidad no vamos a transferir a nuestros hijos y nietos el miedo a la libertad y mucho menos el odio que nuestros antepasados acumularon como consecuencia de la larga existencia de dos Españas antagónicas y de unos dirigentes que les convencieron de su fracaso e ineptitud como sociedad.

A partir de la Transición, las nuevas generaciones se enfrentarán a todos los nuevos problemas que podamos imaginar, pero ya no vendrán condicionadas por el silencio obligado y la falta de libertades que genera una guerra o una dictadura. Lucharán contra los problemas en el seno de una sociedad libre, conquistada por sus padres y abuelos, y junto a un entorno internacional de países libres, lejos de aquel país, aislado y apestado, que nadie quería en la comunidad internacional.

Por tanto, los valores de la Transición son bastante sencillos y consisten, primero, en el deseo de vivir en democracia; segundo, en hacer posible el sincero perdón de las vetustas dos Españas, y, en tercer lugar, en la pasión por la libertad, propia y colectiva, que nadie puede arrebatarnos. A partir de estos valores, se genera el entendimiento, o sea, el respeto a la opinión de los demás, de ahí el pacto y, al final, el clima de consenso como el único camino capaz de conducirnos al logro de aquellos deseados objetivos.

Nadie piense que el consenso es una práctica democrática fácil, porque implica la renuncia, pero cuando las personas están seguras de sus objetivos, cuando saben separar lo esencial de lo accesorio, se convierte en el único método para construir algo valioso. Y, como colofón, este entendimiento con renuncias es continuamente exigido y valorado por la sociedad. Nadie mejor que el pueblo español sabe que la libertad y el pacto han sido la puerta de la democracia, porque es imposible vivir en libertad y en democracia sin el caldo del consenso.

Cuando las personas saben separar lo esencial de lo accesorio, el consenso se convierte en el único método para construir algo valioso

En cada aniversario de estas primeras elecciones libres (15-J), parecía suficiente con la mera celebración y recuerdo, pero empiezo a intuir que son varias las generaciones que nacen despegadas de una explicación objetiva de aquellos valores de la Transición y su contexto histórico, al tiempo que surgen intérpretes de la voluntad de los demás, esos que se atreven a pronunciarse en nombre del pueblo, lo que me lleva a pensar en la necesidad nacional de no dejar que la historia de la conquista del pueblo español de la libertad y la democracia se oculte, se simplifique o se malverse.

Es necesario un ejercicio de saneamiento social de la mejor historia de los españoles. No unamos a la desgracia de haber nacido sin libertades, y con el autoritarismo a flor de piel, el oprobio de que se invalide la lucha por la libertad y la democracia, una de las grandes páginas de todo el pueblo español, por otras interpretaciones que solo anidan en cabezas con problemas y desequilibrios.

Algunos jóvenes de varias generaciones no pudimos exclamar, ¡quiero ser político!, nos habríamos encontrado, en el mejor de los casos, con la indiferencia y la animadversión inyectada a padres y abuelos y una retahíla sobre las maldades de ese impío oficio vocacional. Y, sin embargo, fue apasionante la lucha por nuestras libertades y por las de las nuevas generaciones, para que podáis exclamar orgullosos, ¡abuelo, quiero ser político!, desde los valores de la Transición, tal y como los han relatado aquellos que contribuyeron al entendimiento entre los españoles, porque hoy tenemos, gracias a vosotros, los útiles e instrumentos democráticos para enfrentarnos juntos a nuevos problemas sin la carga del miedo y la desconfianza, que habéis desterrado para siempre de la sociedad española.

*Rafael Martínez-Campillo, exdiputado de las Cortes Generales por Alicante y ex secretario nacional de Organización del CDS.

Se han cumplido 40 años desde que en España se pudieron celebrar las primeras elecciones democráticas en libertad, después de 36 años sin otra manifestación de naturaleza política que no fuera la exaltación y el vasallaje a un dictador. En este clima de silencio y miedo no tenía cabida la política, entendida en su noble sentido de la participación del pueblo en los asuntos que le son propios a través de sus representantes, ni tampoco era imaginable un Estado de derecho que asegurara la libertad de pensamiento, de palabra, de manifestación, de reunión, de igualdad ante la ley, de libertad ideológica, religiosa y de culto y tantas otras que se recogen en la Constitución de 1978.

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