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Aquellos 90 escaños eran una buena cosa, ¿por qué los tiraron?
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Aquellos 90 escaños eran una buena cosa, ¿por qué los tiraron?

Tras el 20-D, el PSOE no podía gobernar, pero nadie podía gobernar sin contar con el PSOE. Los españoles dieron a los socialistas la llave para impulsar y poner su sello en lo importante

Foto: El secretario general y candidato del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE)
El secretario general y candidato del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE)

El 20 de diciembre la lotería se adelantó para el Partido Socialista. No le tocó el gordo de ganar las elecciones porque no estaba a su alcance, pero los astros se alinearon de tal forma a su favor que le otorgaron una posición privilegiada. Fue la segunda vez: ya en las municipales y autonómicas de mayo un resultado pésimo le reportó un fantástico botín en forma de alcaldías y de varias presidencias autonómicas.

El PSOE perdió dos millones y medio de votos y 20 escaños, poco de lo que enorgullecerse. Pero gracias al sectarismo de Pablo Iglesias, retuvo con holgura su condición de primer partido de la izquierda. Si Iglesias y Garzón hubieran unido sus fuerzas en diciembre, el 'sorpasso' habitaría entre nosotros desde hace seis meses. Era obvio que si se presentaba una segunda oportunidad, no la dejarían pasar.

Aquello fue una carambola de churro con un valor político enorme. La fortaleza del Partido Socialista deriva de ser el instrumento de gobierno de la España progresista. Tanto en los períodos en los que efectivamente gobernó como en los que estuvo en la oposición, nunca se pudo imaginar una alternativa progresista de gobierno que no estuviera vertebrada por el PSOE. Esa fue la más valiosa herencia política que Felipe González dejó a su partido, de ella ha vivido hasta ahora.

Era tentador aprovechar la espantada de Rajoy para ocupar el espacio vacío. Solo tenía un defecto: que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible

El resultado del 20-D le permitía mantener, aunque precariamente, esa posición vital. Noventa escaños no daban para formar un gobierno, eso lo veía cualquiera. Pero, segunda carambola, el PP con sus 123 diputados tampoco podía hacerlo. Ni solo ni acompañado por el centroderecha de Ciudadanos.

Así que esos 90 escaños, insuficientes para llegar a la Moncloa, eran imprescindibles para dirigir el país. Con el Parlamento elegido el 20-D, en España no podía aprobarse una ley ni ponerse en marcha una reforma de envergadura sin el consentimiento y la colaboración del PSOE.

Tras el 20-D, el PSOE no podía gobernar, pero nadie podía gobernar sin contar con el PSOE. Los españoles dieron a los socialistas la llave para impulsar y poner su sello en todo lo importante: una política económica para consumar la recuperación, un pacto social para rescatar a las víctimas de la crisis, la reforma constitucional, la vía de solución del conflicto de Cataluña… De alguna forma, el PSOE se encontró en una posición parecida a la que tuvo en el principio de la transición: no estaba en el gobierno, pero era necesario para todo.

Si sus dirigentes hubieran visto las posibilidades del momento y las hubieran aprovechado con la inteligencia política y el sentido patriótico de sus antecesores, en un par de años el Partido Socialista podría haber justificado de nuevo su función como pieza fundamental del equilibrio político e institucional; y quizá habría merecido la absolución de la condena social que aún hoy pesa sobre él.

Pero eso requería más serenidad que osadía. Aquellos 90 escaños con esa precisa distribución parlamentaria eran un tesoro tan valioso como delicado de manejar. Ningún movimiento atolondrado hacia una investidura imposible les permitiría encaramarse al gobierno. Y nada hacía pensar que adentrarse en una segunda vuelta electoral fuera una apuesta sensata.

Ciertamente, era muy tentador aprovechar la espantada de Rajoy para ocupar el espacio vacío, intentar armar una mayoría -aunque compuesta con materiales antagónicos- y de paso colgarse la medalla de haber salvado una crisis institucional. Solo tenía un defecto: que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible. Una cosa es que te toque en la tómbola un buen carné de baile y otra que todos se presten a bailar al son que a ti te conviene.

¿Por qué se lanzó Sánchez a una investidura destinada al fracaso? Estaba bajo la amenaza de un Congreso del PSOE diseñado para echarlo

Primer paso prudente: “Majestad, si quien tiene 123 escaños no puede siquiera intentar formar gobierno, mucho menos puedo yo con 90. Que cada cual asuma su responsabilidad con los votos que le han dado los ciudadanos”. Segundo paso prudente: cuidado con los portazos. Desde el momento en que el PSOE se prohibió a sí mismo cualquier diálogo con el PP, se convirtió en rehén de Podemos. Aunque solo fuera por el principio negociador elemental de que tu interlocutor debe saber que tienes otras opciones.

¿Por qué se lanzó Sánchez a una investidura destinada al fracaso? Además de la ambición que quizá le hizo creer en hadas, estaba bajo la amenaza de un congreso del PSOE diseñado para echarlo. Necesitaba mantener viva la ensoñación de la investidura para bloquear ese congreso, enredar el calendario institucional con el orgánico y mantener atados y bien atados a sus rivales internos. En el peor de los casos, ello le daría -como le ha dado- la 'chance' de una segunda candidatura electoral.

En fin, el PSOE se vio ante un triple conflicto de intereses: el interés del país, el interés del partido y el interés del líder. Por salvar el tercero, sacrificó los otros dos. Y el resultado es que ha dañado a los tres.

El PSOE no quiere nada que incluya al PP y tampoco un Gobierno de coalición con Podemos, mucho menos si hay 'sorpasso' y el presidente es Iglesias

El caso es que hoy, ante una elección cuya única razón de ser es buscar un Gobierno, el Partido Socialista carece de una fórmula de gobierno propia y verosímil, porque se jugó su resto en la partida anterior y ya no le quedan fichas para esta ronda.

Los españoles saben qué Gobierno propone el PP: una gran coalición o, en su defecto, un Gobierno de centroderecha con Ciudadanos. Saben que esas dos fórmulas son también las de Rivera, pero sin Rajoy. Saben perfectamente el Gobierno que busca Podemos: una coalición de izquierdas con Iglesias de presidente y el PSOE de subalterno. Todas esas fórmulas están sobre la mesa y podrían ser aritméticamente viables tras el 26-J.

Pero ¿qué gobierno propone Sánchez? No será un monocolor socialista, eso es soñar. Tampoco repetir la fórmula PSOE-C’s, que probablemente en esta ocasión ni siquiera llegará a los 130 escaños que tuvo. Solo sabemos lo que no quiere:

No quiere nada que incluya al PP en ninguna de sus variantes. No quiere un Gobierno de coalición con Podemos, mucho menos si hay 'sorpasso' y el presidente es Iglesias. No quiere depender de los nacionalistas.

Sumando todas esas negativas, la conclusión es devastadora: o se resigna de antemano a ser el segundo partido de la oposición o nos encamina a unas terceras elecciones. Obviamente, el PSOE no busca ninguna de esas dos cosas. Pero está atrapado por la contradicción que él mismo se ha creado: una campaña que en la publicidad está presidida por la palabra SÍ pero en la propuesta de gobierno solo es capaz de explicar a qué dice NO.

El verdadero drama del PSOE en esta hora es que en unas elecciones en las que se trata únicamente de encontrar un Gobierno, no tiene una fórmula de gobierno viable que presentar. Nada más contrario a la idea de un voto útil. Y un hándicap que le resultará irremontable, para empezar, en el debate del lunes.

¡Ay, aquellos 90 escaños, bien ricos! ¿Por qué los tiraron?

El 20 de diciembre la lotería se adelantó para el Partido Socialista. No le tocó el gordo de ganar las elecciones porque no estaba a su alcance, pero los astros se alinearon de tal forma a su favor que le otorgaron una posición privilegiada. Fue la segunda vez: ya en las municipales y autonómicas de mayo un resultado pésimo le reportó un fantástico botín en forma de alcaldías y de varias presidencias autonómicas.

Moncloa Pedro Sánchez