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Prohibido prohibir: los límites de la libertad de expresión
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Prohibido prohibir: los límites de la libertad de expresión

En un Estado de derecho no hay libertades ilimitadas. Pero si en alguna de ellas hay que ser militantemente garantista y evitar al máximo las pulsiones restrictivas es en la libertad de expresión

Foto: El presidente de la Asociación Hazteoir.org, Ignacio Arsuaga, atiende a la prensa tras presentar la autocaravana con un nuevo eslogan. (EFE)
El presidente de la Asociación Hazteoir.org, Ignacio Arsuaga, atiende a la prensa tras presentar la autocaravana con un nuevo eslogan. (EFE)

Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Es una de las citas más célebres de la historia. Se atribuye erróneamente a Voltaire, aunque realmente pertenece a una de sus biógrafas, Evelyn Beatrice Hall ('Los amigos de Voltaire', 1906), que trataba de interpretar con esa frase el ideario del gran librepensador. Lo hizo con acierto, el más ilustre de los ilustrados suscribiría sin vacilar esas palabras.

"Aborrezco tus opiniones, pero aborrecería aún más que se te impidiera expresarlas". Todos hemos glosado alguna vez ese principio, pero cada vez lo practicamos menos. Exigimos airadamente libertad para las ideas que coinciden con las nuestras o que se consideran socialmente admisibles y perseguimos con saña a quienes dicen cosas que nos irritan.

Esa traición al espíritu volteriano se extiende como una plaga en el campo progresista, en el que prolifera como los hongos venenosos la palabra "prohibir".

Últimamente se ha puesto de moda sustituir la saludable y sabrosa lucha ideológica de toda la vida por el Código Penal

Antes, las ideas adversas o perniciosas se discutían y combatían. De ahí pasamos a "condenarlas", que es mucho más cómodo. Y últimamente se ha puesto de moda sustituir la saludable y sabrosa lucha ideológica de toda la vida por el Código Penal, y pretendemos que jueces y policías nos den el trabajo hecho. Es demasiado fácil asimilar al pensamiento reaccionario o extremista con el delito o la violencia para evitarse el esfuerzo de desmontarlo con argumentos.

Una asociación de ultramontanos llamada Hazte Oír rotula un autobús con las siguientes frases: "Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo". Y ponen al vehículo así decorado a circular por Madrid, para escándalo de los opinadores bienpensantes.

Los del autobús son ardientes detractores de la transexualidad. Probablemente rechazan todas las formas de libertad sexual (incluso todas las de libertad personal). Lo que el mensaje dice y lo que sugiere me parece estúpido, cavernario, retrógrado e insolvente. Pero por más que lo miro, no encuentro en él nada que se asemeje a un delito. Estoy presto para refutar y combatir a estos torquemadas y a los de su especie, pero que no cuenten conmigo para tratarlos como delincuentes o amordazarlos. Entre otros motivos, porque lo último que deseo es parecerme a ellos.

Todos tenemos derecho a disponer de nuestro cuerpo como nos plazca, lo que incluye elegir nuestra identidad sexual y realizar cualquier práctica que no invada la libertad ajena. Pero ese derecho es una conquista reciente: durante más de veinte siglos –y aún hoy en muchos lugares– la libertad sexual ha sido perseguida y reprimida como un crimen.

Si hay nostálgicos de la Inquisición que quieren escribir sus rancias proclamas en un autobús y echarlo a rodar, la democracia los ampara. Lo importante es que cada vez sean menos y manden menos.

Que no cuenten conmigo para tratarlos como delincuentes. Entre otros motivos, porque lo último que deseo es parecerme a ellos

Segundo caso de esta misma semana: un cavernícola polaco afirma en el Parlamento Europeo que “las mujeres deben ganar menos que los hombres porque son más débiles, más pequeñas y menos inteligentes”. La enormidad adquiere resonancia mundial. Una diputada socialista española se levanta y le responde con firmeza: bien hecho. Lo que me sobra es la algarabía represiva que exige la hoguera para el provocador. Debería preocuparnos más el hecho de que a un tipo así lo votaron medio millón de polacos (entre ellos, me temo, muchas mujeres). Igual que lo grave no es que Trump disparate, sino que 60 millones de personas lo respalden con su voto.

¿Qué es más brutal, pintar un autobús con una arenga anacrónica contra los transexuales o defender la pena de muerte, que para mí es la expresión suprema del salvajismo humano? Sin embargo, ni los abolicionistas más acérrimos –entre los que me cuento- pretendemos prohibir que se argumente a favor de la pena capital. Por cierto, durante el mandato del muy liberal y civilizado Barack Obama más de 300 seres humanos fueron ejecutados en Estados Unidos, lo que no impide a muchos considerar que aquella es una democracia ejemplar.

Hay quienes piensan que el aborto es un asesinato y quienes pensamos que es un derecho de las mujeres. ¿Qué hacemos, nos tapamos la boca unos a otros o proseguimos el debate, defendiendo cada cual su convicción con toda la energía que merece un asunto dramático como ese?

Y por último: ¿se puede defender que la dictadura es preferible a la democracia? Sí, naturalmente que se puede… siempre que estemos en una democracia. A la inversa, sería imposible. La superioridad política y moral de la democracia es justamente que permite expresarse incluso a los que no creen en ella, siempre y cuando sus actos respeten la ley.

Las bibliotecas y hemerotecas están llenas de textos –algunos magistrales– que defienden formas de gobierno aristocráticas o totalitarias. Desde Borges, para quien la democracia era "un abuso de la estadística", hasta Lenin y su dictadura del proletariado. ¿Hay que censurarlos a todos y quemar sus libros porque su pensamiento no responde a lo que hoy se considera “políticamente correcto”?

No, lo que hay que hacer es ejercitar más y con más ganas la lucha ideológica en lugar de seguir comprando borreguilmente la mercancía populista para congraciarse con el soliviantado personal.

Lo que hay que respetar por encima de todo es el derecho de las personas a defender sus ideas en público, aunque nos asqueen

En un Estado de derecho no hay libertades ilimitadas. Pero si en alguna de ellas hay que ser militantemente garantista y evitar al máximo las pulsiones restrictivas, es en la libertad de expresión. Aun odiando lo que algunos dicen, vale la pena luchar para que puedan seguir diciéndolo (incluso a sabiendas de que ellos no harían lo mismo con nosotros).

Lo cual no debe conducirnos a la perezosa y blandengue pasividad del tópico de "respetar todas las ideas". A las ideas dañinas y peligrosas hay que sacudirlas y rebatirlas sin miramientos. Lo que hay que respetar por encima de todo es el derecho de las personas a defenderlas en público, aunque nos asqueen. Por desgracia, con demasiada frecuencia lo hacemos al revés: buscamos el tobillo del contrario y nos desentendemos del balón.

Sería saludable que al menos los progresistas soltaran esa ceñuda vocación censora que les ha entrado en los últimos tiempos y recuperaran algo del espíritu libertario que cantaba Eladia Blázquez en uno de sus preciosos tangos:

Si tuviese el poder de poder decidir…

dictaría una ley: ¡es prohibido prohibir!

Detesto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Autobús Código Penal Parlamento Europeo