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¿De verdad necesitamos una televisión pública?
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Alberto Roldán

El Inversor Inteligente

Por
Alberto Roldán

¿De verdad necesitamos una televisión pública?

El reciente bofetón que Eurostat le dio a las cuentas españolas debería reabrir con fuerza el análisis detallado del gasto público, teniendo en cuenta que la

El reciente bofetón que Eurostat le dio a las cuentas españolas debería reabrir con fuerza el análisis detallado del gasto público, teniendo en cuenta que la necesidad implícita de recortarlo es, además de obligada, urgente. Casi de extrema necesidad.

Las reflexiones que habitualmente se leen, por lo menos las que yo leo, casi siempre van en la misma dirección. Todos sabemos que hay que ajustar el gasto, pero lo que a mí me gustaría saber es a quién recortárselo. Hay algunas voces gratificantes que se mojan, que personalmente son las que me gustan, pero la mayoría diserta sobre la masa del gasto en su conjunto y rara vez entran en detalles específicos. 

Sí, es cierto que todos se quejan de ciertas instituciones, ministerios, agregados, puestos de confianza, flotas de vehículos, y otros bienes enquistados en la cultura funcionarial que en la práctica son difíciles de erradicar, como la realidad demuestra, pero nadie dice que fulanito o un ente determinado deje de estar bajo el paraguas del dispendio público.

En mi caso particular no tengo inconveniente en decirlo abiertamente, pues mi condición de contribuyente me da el derecho a título totalmente personal a poder opinar libremente sobre el destino de mis impuestos. Otra cosa es el empleo que se haga de los mismos, pero opinar es diferente. Por eso, y porque ya no caben más experimentos, creo que si el modelo que se quiere mantener es el actual, las televisiones públicas deberían desaparecer de una vez por todas.

¿Por qué la televisión y no otra sociedad estatal? No hay una razón específica. Esa misma reflexión se podría hacer sobre cualquier otro modelo, no hay nada en particular. Bueno sí, porque creo que es un modelo difícilmente defendible, de supervivencia cuestionable y desde luego nada rentable.

Sirve como ejemplo de lo anterior los telediarios. Los fines de semana me obligo a ver el informativo de TVE, básicamente porque hace tiempo que descarté la oferta privada cuando optó por alterar sus formatos y horarios para convertirse en un descarado desfile publicitario. Los informativos son muy sintomáticos del tratamiento que tiene la función pública en su labor informativa. Sólo la manera en cómo abren siempre da pistas de dónde está la realidad y dónde la ficción. Que mucha de la información que se trata carece de los niveles mínimos esperados de independencia es tan evidente que casi resulta insultante debatir lo contrario.

Y ya no son los telediarios. Es el conjunto de la programación, su diseño, su contenido, su mensaje lo que chirría. Mingote dijo una vez que “la televisión ha acabado con el cine, el teatro, las tertulias y la lectura". Ahora tantos canales terminan con la unidad familiar. Si la televisión pública es incapaz de cumplir con la función requerida más elemental, la pregunta de para qué la queremos es evidente, pero más aún la de porqué pagar por ella.

El grado de interés por sostener su existencia es directamente proporcional al nivel de dependencia o de necesidad que se tenga del bodrio de turno. Por ejemplo, si uno quiere ver pintorescos personajes mal llamados celebrities, haciendo el ridículo en bañador es su problema, pues es la cadena la que asume el riesgo de equivocarse. Lo he dicho muchas veces, las cadenas privadas no tienen interés en su audiencia más allá de la rentabilidad comercial que puedan obtener. Pero que sea la televisión pública la que lo haga ya no da igual.

Y no da igual porque la televisión pública contabiliza un déficit anual promedio en los últimos dos años de unos 70 millones de euros. Y eso la corporación estatal. Según un estudio de Deloitte, las televisiones autonómicas apenas cubren el 15% del gasto con publicidad y ventas, lo que les lleva a acumular unos déficits terroríficos y unas pérdidas que se han movido entre los 1.000 y 2.000 millones de euros en los últimos años.

Por cierto, viendo esas cifras y después de oír hablar a Rubalcaba este fin de semana sobre la creación de un fondo público para pobres de 1.000 millones de euros, al que pauper per capita le corresponderían unos 100 euros, a un servidor le entra la risa por la ligereza con la que la demagogia política trata los fondos públicos.

Da igual la titularidad pública o la comunidad de la que se trate, en todos los casos siempre ocurre lo mismo, el equipo gestor saliente es el culpable del déficit heredado. Lo que no da igual es que, a pesar de recortes y de congelaciones en la dirección, los costes de personal en TVE vienen del umbral del 50% de los ingresos nada menos, que por cierto se han movido a la baja más rápido de lo que lo han hecho los costes.

La cuestión es que el penúltimo experimento de pasar de un sistema semi-subvencionado, como era el anterior, a uno plenamente sustentado por fondos públicos, pone de manifiesto que si no hay manera de dar con la gestión correcta lo mejor es desistir de la búsqueda y frenar en seco la hemorragia del gasto.

La primera dirección democrática de TVE decidió allá por 1983, que la cadena se financiase con ingresos publicitarios. La llegada de la competencia a principios de la década de los 90, alteró las reglas del juego permitiendo que un ente público entrase a competir con lo privado con el erróneo modelo que alimentó la burbuja de deuda que hoy nos ahoga. 

De esa manera, la adquisición de costosos y poco rentables contenidos más la producción propia, se financiaban con deuda recogida en los PGE y con el aval del Estado. Así, la colosal burbuja fue engordando hasta los algo más de ¡¡7.800 millones de euros!!, que como no podía ser de otra manera, acabó asumiendo el Estado y éste la repercutió en los ciudadanos vía impuestos.

Como el modelo del endeudamiento era el peor de todos, se decidió hace unos años cambiar la norma prohibiendo a la corporación recurrir a la deuda, lo cual no es del todo cierto porque todavía se le posibilitaba una línea de crédito para solventar problemas de caja hasta un límite, buscando un modelo sostenible (¿?) y auto financiable (¿¿??). Mismos interrogantes que me planteo cuando leí en un comunicado de la corporación en el que se autocatalogaban como “un medio de  comunicación público de referencia en el resto del mundo”. Mire usted, no.

Uno no sabe en qué cajón están esos casi 8.000 millones de euros, que en términos relativos suponen poco sobre el PIB. El caso es que si la cadena no es la que más gusta y pierde la batalla por las audiencias, cosa lógica pues su objetivo no debería ser liderar ranking alguno, si poco a poco debería dejar de competir por adquirir costosos derechos, lo cual nunca termina de cumplirse, y si está a años luz de ser una verdadera cadena de contenido de interés social, informativo y cultural, yo es que no paro de hacerme la misma pregunta ¿por qué sigue funcionando?

El reciente bofetón que Eurostat le dio a las cuentas españolas debería reabrir con fuerza el análisis detallado del gasto público, teniendo en cuenta que la necesidad implícita de recortarlo es, además de obligada, urgente. Casi de extrema necesidad.