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España, estado de corrupción: lo que va de Pujol a Podemos
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Alberto Artero

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España, estado de corrupción: lo que va de Pujol a Podemos

Nada ha cambiado. Casi cinco años después de haber escrito ‘España, estado de corrupción’ en esta columna, los titulares de la prensa siguen trufados de escándalos

Nada ha cambiado. Casi cinco años después de haber escrito "España, estado de corrupción" en esta misma columna, los principales titulares de la prensa española continúan trufados de escándalos, de latrocinios cometidos por politicastros de uno u otro signo que ahora ven la luz. Los ERE, Matas, Pujol… No hay día en que no nos desayunemos con una nueva mala a sumar a todas las anteriores. Tal es su proliferación que correríamos el riesgo de curarnos de espanto, algo que sería nuestro fin definitivo como sociedad. Menos mal que cada vez la calle habla más alto y, sobre todo, más claro a través del mejor instrumento a su alcance, el voto. Mientras este sea el panorama predominante en la política nacional, que se olviden las grandes formaciones de recuperar su hegemonía. Lo llevan claro.

Dicho esto, el nuestro sigue siendo un país sorprendente capaz de centrar el foco en los instructores (caso de la juez Alaya) y no en los imputados o condenados o, mejor aún, en aquellos que inevitablemente habían de conocer sus actividades y siguen en los despachos; de tolerar que el defraudador confeso, como el expresident de la Generalitat, sea a día de hoy demandante que no demandado, el mundo al revés; que una consejera autonómica denuncie presiones para adjudicar casi 700 millones de euros de un hospital a una constructora y nadie hable de esta compañía, ni se pregunte si es así como ha llegado a donde está, forrando a sus accionistas. Es tal la proliferación de noticias que escasea la reflexión y faltan las preguntas esenciales. Prima la forma sobre el fondo. Así nos va.

De hecho, seguimos anestesiados, incapaces de discriminar cuándo nos la quieren meter doblada.

Lo que nos lleva necesariamente a ese otro tipo de corrupción más sibilina que también apuntábamos en 2009 al referirnos entonces a Zapatero y Rajoy y que seguimos tolerando alegremente: la intelectual, la que persigue distorsionar la realidad en beneficio propio, a veces de una manera tan chusca que da casi risa, o simplemente prometer lo imposible. De ambas manifestaciones tenemos experiencia extensa en estos años de profesionalización de la política española. Basta mirar en qué se quedan los programas electorales una vez concluidos los comicios para los que se elaboran, papel mojado convertido, en el mejor de los casos, en arma arrojadiza. Es lo que tiene votar partido y no persona a la que exigir cuentas.

Desgraciadamente, a este vicio no son ajenas las nuevas formaciones que han ido apareciendo y han capitalizado en forma de votos buena parte del descontento social. Si bien en su génesis se podía justificar, debido a su modelo de construcción de ideario, la agregación aleatoria de una serie de iniciativas en la mayoría de los ámbitos, sencillamente, inviables, dicha bula desaparece cuando sus dirigentes renuncian al necesario filtro a la hora de presentarlas como propuesta al conjunto de la sociedad. Una dejación que los iguala con los actuales gobernantes de uno y otro signo en el "cualquier cosa vale para conseguir una papeleta". Con un agravante adicional, ellos sí juegan con la esperanza de muchos.

Desde estas mismas líneas hemos propugnado recurrentemente la reacción ciudadana a través de las urnas como única vía para revertir la peligrosa dinámica en la que ha entrado nuestra democracia y que lleva inexorablemente al desapego ciudadano y a la creación de paraestados legales o ilegales como en Italia. Los constantes casos de corrupción convierten ese llamamiento aún más perentorio. De hecho, los ciudadanos ya están reaccionando, como ha quedado probado en las últimas elecciones europeas. Para que el cambio logre los objetivos que todos perseguimos, cada uno con su anhelo particular, la honestidad del elegido es imprescindible. En sus actos y en sus ideas. Si ninguno está libre de pecado, ni el aparentemente puro, apaga y vámonos.

Buena semana a todos.

Nada ha cambiado. Casi cinco años después de haber escrito "España, estado de corrupción" en esta misma columna, los principales titulares de la prensa española continúan trufados de escándalos, de latrocinios cometidos por politicastros de uno u otro signo que ahora ven la luz. Los ERE, Matas, Pujol… No hay día en que no nos desayunemos con una nueva mala a sumar a todas las anteriores. Tal es su proliferación que correríamos el riesgo de curarnos de espanto, algo que sería nuestro fin definitivo como sociedad. Menos mal que cada vez la calle habla más alto y, sobre todo, más claro a través del mejor instrumento a su alcance, el voto. Mientras este sea el panorama predominante en la política nacional, que se olviden las grandes formaciones de recuperar su hegemonía. Lo llevan claro.

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