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Mientras Occidente se emociona con Lady Gaga, China comienza el año del buey
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Luján Artola

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Mientras Occidente se emociona con Lady Gaga, China comienza el año del buey

Hablar de los cien días de gracia hoy es como pedir un día de asuntos propios en medio de una trinchera de la Segunda Guerra Mundial

Foto: La cantante Lady Gaga y el presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters)
La cantante Lady Gaga y el presidente de EEUU, Joe Biden. (Reuters)

Las ceremonias de toma de posesión de los presidentes de Estados Unidos siempre han sido una exhibición (civilizada) de la aniquilación en las urnas del contrario y una puesta en escena de la nueva era que comienza con el ganador. Como estábamos acostumbrados a mandatos de ocho años, la entrega del poder se materializaba en una exhibición de la alternancia pactada entre republicanos y demócratas para repartirse (civilizadamente) el poder del pueblo. La Casa Blanca pasaba de unos a otros, porque era de todos los americanos.

Esta suerte de ciclo de la vida al estilo 'Rey León' lleva protagonizando la vida política de este país prácticamente desde George Washington hasta hoy. Hubo excepciones con los federalistas y los independientes; y la ha habido, por todo lo alto, con Donald Trump. No haber cumplido dos mandatos (por culpa de los votantes) es una botella de ricino bastante amarga de digerir siempre; pero en estos tiempos tan retorcidos, más. Y llegó el día; y en medio de las demandas de fraude y apelaciones a las Cortes, las escalinatas de ese escenario que dio la vuelta al mundo este pasado miércoles –lleva más de dos meses montada y con un equipo de demócratas al mando– diseñaron el espectáculo civil más religioso que se ha visto en la historia moderna de Estados Unidos.

Siempre ha habido actuaciones estelares, actores, cantantes y, por supuesto, líderes espirituales, pero este año ha faltado solo la presencia del Dalai Lama para reunir a todas las fuerzas celestiales: desde la oración (impecable) del jesuita Leo O´Donovan (amigo de la familia Biden) hasta el pastor afroamericano, pasando por la niña poeta, que parecía una reencarnación de Gloria Fuertes y el gato maúlla pero en inglés. La salida estelar de Lady Gaga con la falda mesa camilla para cantar el himno nacional fue sin duda uno de los primeros momentos emotivos, aunque la trenza al estilo ruso desconcentraba y desviaba las lágrimas. Jennifer López y su grito en español fue impresionante, tanto o más que el soldado que la acompañaba a la entrada y la salida. Garth Brooks, el conocido cantante de country y declarado republicano, se marcó también un tema apelando a la unidad. Todos los expresidentes de los últimos cuarenta y cuatro años allí reunidos (Jimmy Carter en modo zoom, Bush padre de manera póstuma), Mike Pence como el superviviente cerrando los ojos, Bernie Sanders con sus guantes de lana de la abuela, hasta la enviada por el Gobierno de Taiwan (por primera vez desde 1979) convirtieron esas casi dos horas de frío polar en un cruce entre el Concilio de Nicea y una cumbre de la ONU.

Foto: Lady Gaga sonríe orgullosa a Kamala Harris. (Reuters)

Aparco por unos minutos el sarcasmo para afirmar que soy totalmente partidaria de las solemnidades, banderas, himnos y todo el desfile de simbolismos que este país se ha preocupado por cuidar hasta el extremo. La imagen (como si fuera la noche oscura del alma) de los jardines del National Mall representando a los americanos que no pudieron estar presentes por la pandemia, del silencio y de miles de banderas fue estremecedora. Una de las explanadas más famosas del mundo, que siempre ha sido la encargada de albergar los actos de toma de toma de posesión y ha protagonizado momentos históricos de esta nación. El homenaje a los caídos, incluso el momento de los discursos del presidente y la vicepresidenta estuvieron a la altura de una situación tan extrema como peligrosa. La cristalera que protegía a todos los presentes en la grada superior se blindó como siempre, pero se añadieron más de 12 centímetros de grosor. Entre la Guardia Nacional, policías, tiradores de élite y agentes de paisano, se calcula que cuidaron de esas dos horas más de 40.000 efectivos. Y esto quizá es lo que defina, más que nada, por qué no fue una fiesta de la democracia como dicen y repiten los cursis: fue un acto blindado por tierra, mar y aire, abrazado a la Biblia y con cantos que elevaran el ánimo de un país destrozado por la crisis, hundido por el coronavirus y enfrentado a uno de los años más críticos de su historia.

Que por primera vez una mujer y negra sea la vicepresidenta de este país fue tan solo un espejismo de una emoción que supuestamente tenía que inspirar a las nuevas generaciones, las cuales ven más lejos que nunca precisamente llegar a ese puesto. No por la raza o el sexo, sino por la falta de recursos, algo de lo que este país siempre ha fardado ante el mundo. Fue un acto simbólico de unidad, pero a la desesperada. Un país que mira de reojo, con escepticismo y descosido al futuro inmediato. Una jornada que, aunque han pasado solo tres días, parece ya historia. Hoy solo se habla de China, las vacunas y la nueva cepa mortal. No se ha desmontado el escenario y el nuevo presidente no va a tener ni una semana de gracia, porque hablar de cien días, hoy, enero de 2021, es como pedir un día de asuntos propios en medio de una trinchera de la Segunda Guerra Mundial.

Entramos esta semana en el año del buey dentro del calendario chino. Dicen que son animales conocidos por su diligencia, confiabilidad, fortaleza y determinación; y los nacidos en tiempos de "bueyes" son fuertemente patrióticos, tienen ideales llenos de ambiciones para la vida. Pero lo más interesante, según las creencias orientales, es que se prevé que industriales, farmacéuticos e ingenieros sean los que más prosperen durante los próximos doce meses. Aquí es donde las emociones del pasado miércoles se convierten en cánticos y plegarias, porque en 2020 Estados Unidos ganó la primera mano de esta partida; pero este año nos jugamos todo Occidente la segunda y definitiva. Hagan apuestas y recen lo que sepan.

Las ceremonias de toma de posesión de los presidentes de Estados Unidos siempre han sido una exhibición (civilizada) de la aniquilación en las urnas del contrario y una puesta en escena de la nueva era que comienza con el ganador. Como estábamos acostumbrados a mandatos de ocho años, la entrega del poder se materializaba en una exhibición de la alternancia pactada entre republicanos y demócratas para repartirse (civilizadamente) el poder del pueblo. La Casa Blanca pasaba de unos a otros, porque era de todos los americanos.

Jennifer López