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Día Siete: Una jornada de terror en manos de la mafia húngara
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Pilar Cebrián

En ruta con los refugiados sirios

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Día Siete: Una jornada de terror en manos de la mafia húngara

Caemos en manos de la mafia cuando entramos en el país. El grupo prefiere arriesgar la vida a quedarse en un campamento de acogida. Saben que, si les fichan en Hungría, Alemania les deportará

El sonido del avión obliga a los trece amigos a mirar hacia el cielo. Una aeronave sobrevuela las calles del centro de Belgrado. “Ojalá pudiéramos coger uno de esos”, bromea Malaz, “todo sería tan fácil…”. Hoy ha vuelto a salir el sol. Malaz, Sana, Gigi, Alaa, Duah… todos parecen estar más animados. Han logrado descansar durante un día y estamos en mitad del camino. Por delante solo queda el trayecto final, tres fronteras; esta noche, la más difícil de cruzar: Hungría.

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El autobús se detiene en la ciudad serbia de Kikinda, próxima al límite con Rumanía. Sirios e iraquíes completan la tanda de los cincuenta pasajeros. El conductor ofrece acercar al grupo hasta un punto más próximo a la frontera con Hungría, el único espacio abierto en la nueva valla “anti inmigrantes”. “Dadme 5 euros cada uno”, le ordena a Firaz. Gigi recoge el dinero del resto de viajeros (un total de 250 euros). “No importa lo que haga el resto”, explica Firaz cuando bajamos del autocar, “nosotros nos colaremos por la noche”.

El conjunto de refugiados emprende la marcha siguiendo las vías del tren. Quedan tres kilómetros para llegar al punto fronterizo. El camino está repleto de restos de comida, ropa, sacos de dormir, juguetes... incluso fotografías. Abatidos, los refugiados se despojan de parte del equipaje durante la travesía. A los pocos minutos, vuelve a suceder. Duah tiene el tobillo lesionado y es incapaz de continuar. Entre los chicos, la colocan sobre un saco e intentan transportarla en una especie de camilla.

Llegamos a la alambrada, donde un vehículo y varios agentes húngaros controlan la entrada. “No podemos pasar por aquí”, explica Firaz, agobiado, “nos llevarán a alguno de los campamentos”. Sentados tras un matorral, unos y otros buscan una solución. Su mayor temor es que la policía les conduzca hasta los campamenos de refugiados y ahí registren sus huellas dactilares. Si lo hacen, podrían ser deportados a Hungría una vez que logren entrar en Alemania. Mientras tratamos a Duah con una crema para la inflamación, una trabajadora humanitaria se acerca a examinarla: “Tiene que ver a un médico urgentemente. Su tobillo está roto”, nos dice. “No tengáis miedo, tenemos un puesto nada más pasar la frontera donde no está la policía”, asegura.

Tras una larga conversación, decidimos pasar en fila mientras somos observados por los agentes. “Salam Aleikum (La paz sea con vosotros, en árabe)", nos saluda uno de los policías. En la oscuridad, llegamos a unas tiendas de campaña que ha instalado el Ministerio de Asuntos Exteriores austriaco (Europa Integration Ausseres), donde tres médicos tratan a Duah. “Tenéis que llevarla al campamento, está a pocos metros, pero tienen que ingresarla”, repiten. Todos se ponen nerviosos. “No queremos ir ahí”, repite Firaz a los sanitarios. Saben que si entran se quedarán atrapados durante semanas.

placeholder Horgos, el último pueblo serbio antes de la frontera con Hungría (Foto: P.C.).

Firaz da la orden de continuar, mientras carga con Duah, y volvemos a las vías de tren. De pronto, nuestro líder gira a la izquierda, toma un camino de tierra y nos mete en unos maizales. Caminamos en fila durante varios minutos, atravesando huertos y una plantación de girasoles. Empiezo a entender que no nos dirigimos al campamento de refugiados: estamos escapando para no ser detenidos por la policía. “Sentaos”, nos dice Firaz mientras recuesta a Duah. “Vamos a atravesar este prado agachados hasta que lleguemos a la carretera. Allí buscaremos un taxi, ¿de acuerdo? Nada de luces ni de teléfonos y todo el mundo callado”, ordena.

Caemos en manos de la mafia

En un extremo de la pradera, vemos un coche de policía que controla el tránsito ilegal de refugiados. Al otro lado, hay un enorme campamento de acogida. Desde ahí, salen varias luces de linterna, la seguridad controla una y otra vez el terreno que atravesamos. “¡Vamos!”, susurra Firaz en la penumbra y todos le seguimos agazapados. De pronto, un húngaro vestido con una chaquetilla de chandal surge de entre la plantación. “¿Taxi, taxi?”, nos pregunta. Nuestro líder le explica que somos catorce y que nuestro destino es la estación de Budapest. “¿Cuál es el precio?”.

Estamos en manos de una de las mafias de tráfico de refugiados. Le digo a Firaz que no quiero viajar así. Al escucharme, uno de los cuatro hombres me sujeta y me empuja hacia el interior del vehículo

Cruzamos el resto del campo con nuestro nuevo 'conductor' y, cuando parece que hemos escapado de la policía, otros cuatro hombres húngaros salen de entre los árboles. Están compinchados con el anterior y nos dirigen hacia unas furgonetas negras tintadas. Al echar la vista atrás, veo que la policía no está a más de 300 metros y que los faros de sus coches iluminan perfectamente el camino por el que pasamos. Comienzo a pensar que estamos cayendo en manos de una de las mafias de tráfico ilegal de refugiados y le digo a Firaz que yo no quiero viajar así. Al escucharme, uno de los cuatro hombres me sujeta del brazo y me empuja hacia el interior del vehículo.

Los mafiosos cierran con ímpetu la puerta de la furgoneta y Malaz, Sana, Alaa y Duah comienzan a rezar. Yo le digo a Gigi que esto es una locura, que es mejor pasar varias semanas en los campamentos antes que morir asesinados en la carretera. “No tenemos otra opción”, me abronca Gigi; dice que no solo las autoridades nos delatarán, también la población húngara. Esta la única forma de atravesar Hungría, escondidos en una furgoneta de carga. Firaz se sienta en la parte delantera mientras discute los precios con el conductor. “¡3.000 euros hasta Budapest! (cerca de 170 km.)”, concluye uno de ellos y cierra bruscamente la puerta delantera.

Me giro y observo a todos los que viajamos en la parte de carga. No hay espacio suficiente y unos estamos sentados sobre otros. Compruebo las caras de miedo y angustia de mis compañeros. “¿Queréis cocaína, marihuana, éxtasis?”, pregunta el húngaro en un inglés rudimentario. Examino su cara por el retrovisor y deduzco que, tras él, hay una importante mafia húngara, normalmente dedicada al tráfico de drogas o mujeres y que ahora se ha pasado al tráfico de refugiados.

"Nadie se va si no pagáis 4.000 euros más"

Según comprobamos en el GPS de Abdallah, otro joven sirio que se ha colado en la furgoneta, son casi dos horas de trayecto hasta Budapest. El conductor se niega a abrir la ventanilla. “Hace calor”, comentamos. Firaz se gira y nos pide que nos callemos con la mirada. El húngaro ordena que apaguemos los teléfonos móviles y que nos agachemos. No quiere que seamos descubiertos durante el recorrido en carretera. Sin embargo, puedo ver ligeramente que dos coches nos escoltan por delante y por detrás. Uno de ellos nos adelanta y el conductor le pasa una riñonera con la mitad de nuestro dinero.

Llegamos a la periferia de Budapest, la furgoneta se detiene en una gasolinera a 10 kilómetros de la ciudad. “¿Podéis llevarnos hasta Viena?”, pregunta Firaz. “Un momento, ahora viene mi jefe”, le responde. De pronto, sale de un coche negro el capo de la organización. Es el arquetipo de mafioso de los Balcanes: cabeza rapada, complexión grande y brazos musculosos. “Good moorning, my friend! (¡Buenos días, amigo!), le grita a Firaz cuando se acerca a su ventanilla. “Queremos ir a Viena, ¿cuánto cuesta?”. El jefe asoma su cabeza en el interior: “4.000 euros más”. “No, no, no podemos pagar más de 3.000”, responde Firaz, asustado.

Durante la negociación, le digo a Gigi que tenemos que bajarnos. “No vale la pena”, le susurro, “hay trenes de Budapest hasta Viena y no hay control de la policía”. “Calla, calla, no tenemos otra forma”, me replica. “Gigi, creo que me voy a bajar”, insisto. En ese momento, Gigi le dice algo a Firaz y habla con el jefe y el conductor. Todos me miran y les explico que mi familia está en Budapest y que no tengo más dinero para pagar el resto del viaje. “Nadie sale de aquí hasta que no me paguéis 4.000 euros más”, repite el capo. Abdullah, que está sentado a mi derecha, también se quiere bajar.

Firaz discute valientemente con ellos hasta que, finalmente, aceptan. “Cuando salgáis de la furgoneta, tumbaos en el suelo. No os levantéis hasta que no nos marchemos, ¿entendido?”, nos gritan. Asentimos. Miro a todos, les pido que vengan conmigo pero niegan con la cabeza. Abren las puertas, le doy un beso a Gigi y nos tumbamos sobre el asfalto de la gasolinera. Acto seguido, aceleran a la vez cinco coches que estaban en el aparcamiento. Les sigue el jefe y, tras él, la furgoneta.

Abdullah y yo vamos corriendo, traumatizados, hasta la cafetería. “Por favor, ¿podría llamarnos a un taxi para ir al centro de Budapest?, le preguntamos a la camarera. “No, largaos de aquí ya”, nos espeta.

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El sonido del avión obliga a los trece amigos a mirar hacia el cielo. Una aeronave sobrevuela las calles del centro de Belgrado. “Ojalá pudiéramos coger uno de esos”, bromea Malaz, “todo sería tan fácil…”. Hoy ha vuelto a salir el sol. Malaz, Sana, Gigi, Alaa, Duah… todos parecen estar más animados. Han logrado descansar durante un día y estamos en mitad del camino. Por delante solo queda el trayecto final, tres fronteras; esta noche, la más difícil de cruzar: Hungría.

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