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Israel, Groucho Marx, la línea invisible y los nazis de hoy
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José Zorrilla

Las tres voces

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Israel, Groucho Marx, la línea invisible y los nazis de hoy

Israel y Estado de Israel ya no son lo mismo. Nunca lo fueron. Pero a partir de estos años, semitismo y sionismo son visible y perceptiblemente distintos, sino opuestos, y lo van siendo cada vez más

Foto: Un hombre sostiene una bandera israelí durante el Remembrace Day, que conmemora el Holocausto, en Jerusalén (Reuters).
Un hombre sostiene una bandera israelí durante el Remembrace Day, que conmemora el Holocausto, en Jerusalén (Reuters).

Todos recordamos la ocurrencia de Groucho Marx: "Yo nunca pertenecería a un club que me admitiese como socio". Pero lo que no se conoce es la ocasión y la causa del chiste. Los judíos de Hollywood pretendían abrir su propio Club de Golf porque los gentiles no les admitían en los suyos y, entre otros, solicitaron el concurso de los Marx. Los mandamases de Hollywood eran todos judíos: Jack Warner, Carl Laemmle, Sam Goldwyn, Joseph Schenck, Darryl F. Zanuck... pero no podían entrar ni en los clubs privados ni en muchos hoteles. Había una barrera invisible, como se tituló en español el clásico de Elia Kazan y Gregory Peck sobre la materia (Oscar 1947). Todavía después de la II Guerra Mundial, un judío no podía enseñar en Harvard. En Canadá no se les dejaba estudiar medicina.

Todo esto llevó a los judíos americanos a los brazos de Franklin Delano Roosevelt, es decir, al Partido Demócrata, en cuanto que eran una minoría perseguida. Y ese contrato social se renovó con motivo de la fundación del Estado de Israel, ya en el mandato de Truman, contra el parecer de todos los arabistas del Departamento de Estado y del propio General George C. Marshall, que predijo generaciones de guerra si aquello llegaba a realizarse. Pero Truman necesitaba el voto judío de Illinois y de California. Y pasó por ello.

Así que ser pro-israelí y pro-judío fue no solo la misma cosa, sino también progre durante muchos años. John F. Kennedy, por ejemplo, fue quien le dijo a Golda Meir que la relación entre sus dos países era “especial”. Bobby Darin, el cantante meloso converso luego al progrerío, enunció así el canon liberal: “Soy partidario del derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, de los derechos civiles, estoy contra la guerra de Vietnam y a favor del Estado de Israel por ser la única democracia en la zona”.

Pero ya lo decían los romanos: “Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos”. Empezó a declinar la primera generación sionista en la que chicos y chicas se duchaban juntos en los kibutz y los fueron sustituyendo judíos ortodoxos que minutan el tiempo de la ducha (segregada), no sea que la desnudez incite a actos solitarios impuros. La tierra dejó de ser la recibida por la ONU para convertirse en legado sagrado del Pacto Originario entre Abraham y el Dios del Sinaí. Y Jerusalén, capital única del pueblo elegido.

Si los EEUU no hubiesen cambiado, es posible que tal relato hubiese roto la cordialidad la relación. Pero el cambio llegaba también al Partido Republicano, al que se le agotaba el relato WASP y de las Hijas de la Revolución Americana, lo que les hizo rebañar en caladeros insólitos para el conservadurismo clásico, tales como evangelistas, apocalípticos y demás. Esta combinación tuvo efectos graves con motivo de los acuerdos de Oslo de 1993. Una parte importante del Estado de Israel lo rechazó y otra parte importante de la clase política americana, también. Así que se produjo una colusión entre los israelíes anti-Oslo y los republicanos; y, en paralelo, entre los israelíes pro-Oslo y los demócratas. Es decir, empezó a romperse el acuerdo transversal pro-Israel.

El lobby israelí, la todopoderosa AIPAC, despidió al demócrata Thomas Dine para sustituirlo por el republicano Howard Kohr, que sigue al timón. Vino la campaña electoral de 1995 y Clinton apoyó a Peres, mientras que los Republicanos prefirieron a Netanyahu. En 1999 se repitió el evento. Los demócratas ficharon por Barak, los republicanos otra vez por Netanyahu. En 2006 Jimmy Carter subrayó este divorcio con su libro Palestine Peace, not Apartheid, de título significativo porque iba marcando una tendencia cada vez más clara en favor de los palestinos.

En 2008 se produjo la inflexión con un libro de Waltz y Mearsheimer que se ha hecho famoso: The Israel Lobby. Recomiendo el acta del debate que siguió en la LSE entre Tony Judt, Schlomo Ben Ami y el propio Mearsheimer entre otros.

Y llegó el 9/11. En lugar de unir a todas las fuerzas políticas, lo que hizo fue dividirlas. Los republicanos -ya con un importante componente bíblico fundamentalista- vieron en el ataque la mano de Dios y la imperativa necesidad de derrotar al Islam. Pero, para algunos políticos, por ejemplo Ron Paul, el evento era la consecuencia de intervenir donde nadie llamaba a los USA. La palabra “blowback”, retribución, se puso de moda. Con la Universidad pasó algo parecido. El intelectual Stepehn Waltz lo dijo de esta manera: “Con el paso del tiempo fui haciéndome más crítico del Estado de Israel y de los costes de la ‘relación especial’ para los EEUU. Las consecuencias de esa política quedaron cada vez más claras tras el 9/11” (Foreign Policy 13-3-2015).

Quizás lo más sorprendente de todo es que fueron los propios judíos los que se dividieron. A la AIPAC le salió un contrapeso en J. Street, coalición de judíos demócratas en favor de la paz. Algunas cifras ilustrarán estos desacuerdos, tanto americanos como judíos. Encuesta Gallup: el 83% de los republicanos simpatizan más con el Estado de Israel que con los palestinos. Sin embargo, solo el 48% de los demócratas simpatizan más con los israelíes que con los palestinos. Encuesta Pew de 2013: el 44% de los judíos creen que la política de los asentamientos hace más daño que bien al Estado de Israel. A favor de esa política están solo el 17% de los entrevistados. Y es que los judíos americanos no han olvidado la “línea invisible” que conocieron sus abuelos y siguen estando a favor de las minorías perseguidas.

Israel y Estado de Israel ya no son lo mismo. Nunca lo fueron. Pero a partir de estos años, semitismo y sionismo son visible y perceptiblemente distintos, sino opuestos, y lo van siendo cada vez más.

A la luz de este apretadísimo resumen se entiende la polvareda que ha levantado la comparecencia de Netanyahu en el Congreso para denunciar un posible acuerdo con Irán, en un contexto en el que los demócratas están dispuestos a plantearse incluso el apoyo al Estado de Israel en la ONU, donde Tel Aviv ha disfrutado siempre del derecho de veto de EEUU (41 veces), mientras que los republicanos defienden un Estado judío con capital en Jerusalén.

No ayudó nada a acercar posiciones la tercera Guerra de Gaza, de la que el CEO de Foreign Policy, David Rothkopf (judío), dijo: “Las tácticas israelíes no pasan los más básicos tests de juicio, que son moralidad, proporcionalidad y efectividad”. Tras estos sucesos, hay ya importantes personalidades políticas israelíes que no pueden poner pie en países europeos y se está extendiendo el boicot a productos de Israel, al provenir muchos de ellos de asentamientos ilegales.

La ola de antisemitismo

En fin, lo que empezó siendo la solución razonable para una minoría perseguida y exterminada en Europa Central, está produciendo, tanto en EEUU como en el propio pueblo judío como en la relación transatlántica, un destrozo considerable. Por otra parte, EEUU tiene prioridades estratégicas incompatibles con tanta atención a un país de ocho millones de habitantes: concentrarse en el Pacífico/China, derrotar al Estado Islámico, dejar una apariencia de orden en AfPak, atender al laberinto ruso y atraer a India, lo que visto así, en su totalidad, parece fuera del alcance de cualquier superpotencia, incluida la americana.

Hay un efecto colateral, sin embargo, que está terminando por convertir la línea invisible en cepo visible. Me refiero a la ola de antisemitismo que empieza a inundar el mundo, como si Israel y el Estado de Israel fuesen lo mismo. Es un antisemitismo de doble origen. Uno, islámico, que trae causa del pueblo palestino. Otro, cristiano, exacerbado, que revive para profanar cementerios y quemar sinagogas. Pero hay un tercero y más grave, el político, a cargo de algunos estados soberanos que forman parte de Occidente.

Este pasado 12 de enero, Letonia ha prohibido en la UNESCO una exposición fotográfica sobre el lager de Salaspils, en las afueras de Riga, so pretexto de que daña su imagen de país. Lo que de verdad daña la imagen de Letonia es que todos los 16 de marzo los antiguos SS se reúnan vestidos con sus uniformes de verdugos nazis para poner flores a sus “héroes” y desfilar como si no hubiesen tenido nada que ver en los horrores del Holocausto.

Si quieren ver la crueldad original letona, vean este corte a partir del minuto 5:30. Riga se defiende diciendo que es un país libre. Alemania también lo es, y esos actos no se consienten. En fin, no entiendo cómo a Bruselas le preocupa tanto un 2% o un 3% de déficit cuando, para déficit de verdad, el que se está extendiendo por los países bálticos y de Visegrado, con Ucrania como última adición. Déficit de civilización y de decencia que nos interpela a todos y que no merece la impunidad con la que se le gratifica.

Todos recordamos la ocurrencia de Groucho Marx: "Yo nunca pertenecería a un club que me admitiese como socio". Pero lo que no se conoce es la ocasión y la causa del chiste. Los judíos de Hollywood pretendían abrir su propio Club de Golf porque los gentiles no les admitían en los suyos y, entre otros, solicitaron el concurso de los Marx. Los mandamases de Hollywood eran todos judíos: Jack Warner, Carl Laemmle, Sam Goldwyn, Joseph Schenck, Darryl F. Zanuck... pero no podían entrar ni en los clubs privados ni en muchos hoteles. Había una barrera invisible, como se tituló en español el clásico de Elia Kazan y Gregory Peck sobre la materia (Oscar 1947). Todavía después de la II Guerra Mundial, un judío no podía enseñar en Harvard. En Canadá no se les dejaba estudiar medicina.

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