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Un arma para talar cabrones
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Un arma para talar cabrones

Unas navidades descubrí que, entre la población que odia estas fechas, hay un alto contenido de cabrones. Yo soy laico perdido, me abruma la conversión de

Unas Navidades descubrí que, entre la población que odia estas fechas, hay un alto contenido de cabrones. Yo soy laico perdido, me abruma la conversión de familia en multitud vociferante y además detesto la cursilería. ¿Por qué me gustan las Navidades, entonces? Porque los cabrones acentúan su amargura. Les voy a explicar una teoría que tengo bastante comprobada a base de experimentación en este inmenso laboratorio, donde millones de cabrones se convierten en ratas a disposición de nuestra curiosidad científica.

- Hagamos una incisión por aquí.

Es divertido tratar con dulzura a la gente que te trata mal. Con dulzura verdadera. A la gente de ventanilla, impreso o cierto poder burocrático bajo la que tienes que pasar, esos que piensan que el peón es el rey, y también a particulares. Tratar con cariño verdadero al mamón que se otorga el derecho a hablarte con desdén o altivez. Al señor que es todo cejas y emplea el bufido como saludo y el resoplido como despedida. A la diosa de la gestoría que te dice que lo haces todo mal, que se reserva esa cuota de propina y trata de cobrársela con tu amor propio, mientras te hace cualquier gestión. Al taxista que perora sobre la falta de honestidad de los políticos a medida que culmina su rodeo y prepara la clavada del siglo. Al que dice:

- ¡A esos los ponía yo a cavar zanjas!

Y al vecino. Al eterno vecino que relincha al verte aparcar tu coche nuevo:

Lo de ser amable con los malasombras lo digo por joder. La dulzura es un arma demoledora, demoníaca

- ¿Cuánto te ha costao? ¡Anormal, mi amigo te lo saca por la mitad! ¡Haber hablao conmigo!

Hay que tratarlos muy bien. Amabilidad es poco: dulzura. Hay que preguntarles por sus hijos, por sus familias, contarles anécdotas.

- Se nos ha vuelto new age.

Y un cuerno, new age. Tengo una mala follá que no cabe en este mundo, pero, a diferencia de los mencionados, no pago con el resto de la humanidad mi sentido nihilista de la existencia. Lo de ser amable con los malasombras lo digo por joder. La dulzura es un arma demoledora, demoníaca. Los aturde, los cabrea más todavía. Se sienten como Mike Tyson intentando derribar a puñetazos a un ectoplasma sonriente. Para que esto funcione, hay que entrenarse para quitar a la dulzura todo grado de cinismo o de servilismo. Un ejemplo, el de hoy, que me ha empujado a escribir este artículo:

- Buenos días, aquí le traigo los papeles.

Después de una espera tan larga como innecesaria y sin mirarme a la cara:

- ¿Y el formulario 243?

- Anda, pues no sabía que tenía que traerlo.

Con cara de estar oliéndole los sobacos a Pau Gasol entre la cancha y la ducha:

- Bufff...

- Qué guapa es usted. Lo digo en serio. Cuando ha bufado. Supongo que se lo dirán mucho.

Ella trata de encontrarle la ironía al comentario, pero mi cara de pan no deja lugar a dudas.

- A ver, falta el 243 y esto está mal.

- Si es que soy un desastre total. Admiro su sentido del orden, tiene esto muy ordenado.

Practico esta técnica de kárate psicológico desde hace más de tres años. No crean que he hecho nuevos amigos con ella. Ni una sola vez he conseguido poner de mi parte a la víctima de mi tiroteo de piropos. Primero les sobreviene una cara como de ictus y después, a medida que le siguen cayendo encomios, se les ve turbados, desorientados, perdidos sin las referencias básicas que necesitan para vivir. Desvían la mirada de la franca sonrisa que tienen delante. Quieren huir, pero están encerrados en su ventanilla. Como cuando Rorschach, en Watchmen, va a la cárcel y acaba dándole una paliza al recluso que intenta acuchillarlo:

- No estoy encerrado con vosotros. Vosotros estáis encerrados conmigo.

Unas Navidades descubrí que, entre la población que odia estas fechas, hay un alto contenido de cabrones. Yo soy laico perdido, me abruma la conversión de familia en multitud vociferante y además detesto la cursilería. ¿Por qué me gustan las Navidades, entonces? Porque los cabrones acentúan su amargura. Les voy a explicar una teoría que tengo bastante comprobada a base de experimentación en este inmenso laboratorio, donde millones de cabrones se convierten en ratas a disposición de nuestra curiosidad científica.