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China, el país de la tos naciente
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Juan Soto Ivars

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China, el país de la tos naciente

Antes de empezar con la diatriba chinesca, una pregunta para mis queridos lectores. Esas cafeteras de bar enormes sostenidas sobre cuatro tazas mugrientas puestas del revés,

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Antes de empezar con la diatriba chinesca, una pregunta para mis queridos lectores. Esas cafeteras de bar enormes sostenidas sobre cuatro tazas mugrientas puestas del revés, ¿existen realmente o lo he soñado?

– Anda, pues ahora que lo dice...

Es una imagen que me ha perturbado cuando me disponía a escribir sobre otra imagen bastante más perturbadora, aunque también relacionada con la tecnología y el progreso. El mes pasado pudimos ver una foto apocalíptica que dio pie a una interpretación equivocada: en Pekín, ciudad inflamada, ciudad pestilente, coloso deforme de la prosperidad china, se proyectaba la puesta de sol en pantallas gigantes porque el cielo ya no puede verse debido a la contaminación. Así, se dijo, los que iban al trabajo o volvían a casa podían ver el astro, oculto tras el manto de gases opacos y venenosos que vomitan las fábricas en la ciudad.

La foto de las pantallas en medio del humo tóxico era una coincidencia: se trataba de un fotograma de un spot turístico. Yo me lo tragué hasta el fondo y esto no es descabellado: las noticias sobre la polución en China no dejan de dar pie a relaciones mentales a lo Blade Runner. Y lo cierto es que, muchos días, la contaminación es tan espesa que no puede verse el cielo sobre Pekín.

Hace cien años, los chinos manchúes adoraban al Dios Celestial. En el ideario del imperio Quing se juntaba el budismo con una aleación confuciana de pequeñas religiones antiguas en las que el cielo se tenía por la principal sucursal del poder sobrenatural. Al fin y al cabo, del cielo venían las inundaciones y las sequías que destruían las cosechas, provocando millones de muertos. Era mejor tenerlo contento.

La estrategia conciliadora hizo a los chinos dignos de admiración por parte de los misioneros franceses que se atrevían a desafiar a la ley y construían sus templos en el país. Les llamaba la atención a estos viajeros, por ejemplo, que cuando alguien enfermaba de viruela se le diera la enhorabuena. A la “dama de las llagas”, como llamaban a la enfermedad, se la peloteaba para que dejase en paz al enfermo. Una diplomacia que los chinos no tenían con Occidente, tierra de demonios.

En España tenemos una expresión que es 'me suena a chino' porque los problemas de aquella tierra nos son muy ajenos. China nos provoca cierto recelo, cierta desconfianza y una fascinación morbosa

Binchun. Así se llamaba el primer diplomático chino tras cien años de autarquía. Viajó como enviado de la emperatriz regenteCixía Gran Bretaña y otros países durante la década de 1860, con la misión de explorar el terreno para una posible apertura china. Sus anotaciones de viaje divierten y conmueven. Algunos ejemplos: hizo 42 veces el mismo trayecto en tren, alucinando con la velocidad, como quien repite en la montaña rusa; asistió a sesiones del parlamento inglés y le impresionó que la reina acatase lo que la cámara decidía; le emocionó ver que hombres y mujeres iban cogidos del brazo por la calle; le asombró el funcionamiento de las fábricas de Londres, aunque le molestó el humo que brotaba de las torvas chimeneas.

Pero no tuvo ninguna premonición, no fueron las chimeneas lo que le dieron más disgusto. Cuando vio que los ingleses usaban los periódicos para limpiar y para limpiarse, se echó a llorar. La palabra impresa sobre papel tenía más valor que el oro en la mentalidad confuciana.

Regresó a la corte con ideas para modernizar su país y la emperatriz empezó una lucha que duró más de treinta años. La cruzada para implantar el tren como eje industrializador iba a ser dura por un problema que hoy nos parecerá inverosímil. Cada familia tenía su propio camposanto, de manera que el gran territorio chino era como un campo de minas de lugares sagrados. Los conservadores se negaban a poner vías férreas y enviar ruidosas locomotoras por las zonas de descanso eterno de los muertos. Fue un escrúpulo que contuvo la industrialización más de veinte años, hasta el punto de que Cixí, para probar el tren, tuvo que obligar a una legión de eunucos a tirar de su vagón lujoso, atados con cintas de seda.

Sin embargo, el afán de Cixí fue dando resultado y, al final de su reinado, China había avanzado una centuria y se había abierto al progreso. Toda esta historia podrá leerse en marzo en el libro Cixí, la emperatriz. La concubina que creó la China Moderna. Cuando llegó la revolución de Mao, las semillas estaban plantadas. Pero un pueblo tan concienzudo como el chino no conoce la mesura. Ni la revolución de Mao les llevó al paraíso campesino ni el progreso respetó el sueño de los espíritus ancestrales.

Fue leyendo sobre los tiempos de Cixí que vi las fotos de las puestas de sol emitidas en pantallas y envueltas en la neblina tóxica. En España tenemos una expresión que es “me suena a chino” porque los problemas de aquella tierra nos son muy ajenos. China nos provoca cierto recelo, cierta desconfianza y una fascinación morbosa.

Me acerco al bar de Li Chun, en Barcelona. Antes era el bar de Manolo Gómez. Le pregunto al sonriente dueño por qué tiene la cafetera puesta sobre cuatro tazas colocadas al revés. Se ríe, dice que no lo sabe:

Costumble española!

A veces es más fácil entender a los chinos que a nosotros mismos.

Antes de empezar con la diatriba chinesca, una pregunta para mis queridos lectores. Esas cafeteras de bar enormes sostenidas sobre cuatro tazas mugrientas puestas del revés, ¿existen realmente o lo he soñado?