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Astorga, a la sombra del crimen de León
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Juan Soto Ivars

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Astorga, a la sombra del crimen de León

En Astorga brilla el sol encima de las banderas a media asta del ayuntamiento. La plaza está tomada por mochileros; paran aquí a comprar

Foto: Un coche traslada el féretro de la presidenta de la Diputación de León, el pasado martes. (Efe)
Un coche traslada el féretro de la presidenta de la Diputación de León, el pasado martes. (Efe)

En Astorga brilla el sol encima de las banderas a media asta del ayuntamiento. La plaza está tomada por mochileros; paran aquí a comprar chocolate, mantecadas y hojaldres, husmean monumentos religiosos en su peregrinación hacia Santiago de Compostela, descansan paciendo en las terrazas de las cervecerías. Un viejecito aboinado lee la prensa regional, con escabroso titular en la portada. En el aire se respira cierto tufo a pies pero no procede del sensacionalismo, sino de un inglés que se ha quitado las botas y trata de aliviar sus rozaduras echándose agua de una botella de plástico. Su acompañante se ríe y se tapa delatoramente la nariz.

Astorganos hay, claro, pero los astorganos murmuran. Han pasado tres días del asesinato de la Presidenta de la Diputación, y a estas alturas lo que más duele en el pueblo es la marcha del comisario y la tragedia de su engaño. Pero ésa es una historia de intimidad, cuya dimensión no merece achicarse en la prensa ni enturbiarse de rumor. “Se pasa uno la vida reconociendo delincuentes, pero en casa del herrero...”, dice uno que asegura conocerlo. Y poco más.

O eso parece. Porque en Astorga hay hartazgo de tanta noticia, pero los quiosqueros dicen haber decuplicado la venta de diarios. Aquí nadie sabe nada, nadie conocía a María Montserrat y a su hija Triana, nadie tiene opinión sobre Isabel Carrasco, pero alguno te arrastra a un rincón para confiarte toda la verdad sobre el caso, “to-da-la-ver-dá”, mostrándote un mensaje masivo de Whatsapp como prueba irrefutable. Días de luto oficial con el cielo despejado y la calle a 20º.

Han pasado tres días del asesinato de la Presidenta de la Diputación, y a estas alturas lo que más duele en el pueblo es la marcha del comisario y la tragedia de su engaño. Pero ésa es una historia de intimidad, cuya dimensión no merece achicarse en la prensa

“Qué día cojonudo, ¿eh?”, exclama el camarero. Un cartel en el bar: Se puede pagar en denarios, moneda romana. Los astorganos son aficionados a la Historia porque acusan cierto ensimismamiento. Las ruinas antiguas brotan como patatas de entre las casas. “No se puede cavar una zanja sin que te aparezca un emperador”. Y claro, se recuerdan los cercos y las batallas en placas y en las charlas de los guías turísticos: astures contra romanos, españoles contra el invasor napoleónico y, en los últimos días, astorganos contra periodistas.

La asesina y su hija no eran de aquí, aquí no hacían vida, la madre muchos días se quedaba en León”. El testimonio se repite por todo el pueblo como se repiten las piedras de la muralla a su alrededor. “Si los periodistas quieren noticias que hablen de las mantecadas, que son cojonudas”.

Un hombrecillo casi sepultado por su chaqueta gruesa, su sombrero y sus gafas, se cachondea y luego cuenta que anteayer se habían instalado unos reporteros de televisión en la calle transitada. Él se divertía viendo cómo huían los astorganos despavoridos.

Ni ‘puesque’ ni hostias

El comisario jefe de Astorga ya marchó a su nuevo destino: Gijón. Se sabe que antes visitó a su mujer y a su hija en los calabozos, nadie puede imaginar esa escena ni lo que se dijo allí, todo eso queda fuera de la comprensión humana porque es digno de una película de Haneke. Los criminólogos no se explican cómo es posible que ni la madre ni la hija echase el freno durante dos años de maquinación. Han dicho que aquello fue una “espiral de paranoia”, que queda muy bien en los periódicos, pero nadie en su sano juicio se hará cargo de lo que quiere decir.

En el runrún astorgano se pueden encontrar vetas sutiles que anuncian depósitos de conciencia. Se habla de la muerta con cautela. Con el endulzamiento que se puede esperar para una asesinada, se escapan palabras recurrentes: carácter, corajuda, cabezona, ambiciosa. Formas de pincelar leonas. Nadie quiere que sus palabras recuerden a las de Trinidad Martínez.

-“Era difícil, yo la traté en León, no le tosía ni Cristo”.

-“¿Y qué más da, coño”, tercia un viejo.

-“Pues que...”.

-“Ni puesque ni hostias”.

-“No, si lleva usted razón”.

Son ciudadanos normales y corrientes que hablan de Carrasco como un madrileño de Esperanza Aguirre o un manchego de Cospedal. Profesionalmente, caía mal a quien no estaba bajo su protección

Son ciudadanos normales y corrientes que hablan de Carrasco como un madrileño de Esperanza Aguirre o un manchego de Cospedal. Profesionalmente, caía mal a quien no estaba bajo su protección. “Buenas palabras cuando estaba delante, cuchilladas por detrás,” me explica una militante del PP en conversación telefónica. No se ha percatado del riesgo de su metáfora.

Paralelismos

En la calle Leopoldo Panero de Astorga está la casa de Leopoldo Panero, recién restaurada tras unas obras que han durado veinte años. En el jardincito, entre la broza y junto a una palmera postapocalíptica, toma el sol la estatua del poeta. En El desencanto siempre aparece cubierta y ahora es el único vestigio de la saga familiar, muertos los tres hijos en el fin de raza que vaticinó el menor. La casa está abierta y dentro hay un hombre con El mundo de ayer de Stefan Zweig en la mano.

-“¿Viene mucha gente?”

-“Tras la muerte de Leopoldo María sí, esta Semana Santa hasta setenta de una vez. Si quieres pasar a la exposición de pintura, es ahí. También puedes subir al piso de arriba, pero está vacío”.

-“¿Vacío? ¿No hay fantasmas?”

-“Seguro que hay. Michi cuenta que jugaba aquí entre muertos y no era una de sus exageraciones. Esta casa está construida sobre un cementerio romano y en el jardín aparecían lápidas”.

La casa es grande y está casi totalmente vacía, recién pintada, con los cables de la luz brotando de las paredes. El piso de arriba es una sucesión fantasmagórica de habitaciones impregnadas de luz y de mitología. La vidriera con las siglas MP sigue en su sitio. Comentamos una escena de El mundo de ayer que recuerda a la situación en Astorga en los días siguientes al crimen:

La asesina y su hija no eran de aquí, aquí no hacían vida, la madre muchos días se quedaba en León. El testimonio se repite por todo el pueblo como se repiten las piedras de la muralla a su alrededor

“Yo estuve en Viena aquellos tres días de la revolución y, por consiguiente, fui testigo de ese decisivo combate. Pero, como quiero ser un testigo honrado, debo ante todo subrayar el hecho, aparentemente paradójico, de que no vi nada en absoluto de la mencionada revolución. Quien se propone presentar un cuadro de su época lo más claro y sincero posible, también debe tener el valor para defraudar las ideas románticas. Cualquier lector de un periódico de Nueva York, Londres o París estaba mejor enterado de los hechos que nosotros, que aparentemente fuimos testigos de los mismos. Y este sorprendente fenómeno de estar menos al corriente de hechos decisivos que ocurren a diez calles de casa que otros que viven a miles de kilómetros de distancia, lo he visto confirmado muchas veces después”.

Moraleja

Astorga está sembrada de iglesias, de fábricas de chocolate, triunfa el dulce y la religión como en un convento enorme y el pueblo entero parece un cuento con moraleja. No encaja el crimen ni encajan muchas otras cosas. Un hombre de más de metro ochenta, con bigote de minero jubilado, se cruje los nudillos. Habla sin ningún respeto al acobardado gacetillero:

-“¿Tú has visto a la abuela de Triana en la tele? ¿La has visto? Me cagüen...”

Se refiere a la entrevista que un equipo de televisión mantuvo con la abuela de la ingeniera. Consistió en ir con una cámara de televisión a la puerta de la mujer para recoger este valioso testimonio: “Estoy mal, muy mal, voy a ir al médico”. Hablaba una anciana deshecha.

-“¿Qué esperabais encontrar ahí? O, si no, preguntando a las vecinas aquí en Astorga (imitación de voz femenina): muy normales, corteses, gente normal. Me cagüen. ¿Iban a tener empalados en el balcón?”

Habla de la entrevista que un equipo de televisión mantuvo con la abuela de la ingeniera. Consistió en ir con una cámara de televisión a la puerta de la mujer para recoger este valioso testimonio: 'Estoy mal, muy mal, voy a ir al médico'

Pero las moscas van a la sangre. El descorazonado dueño de La Goleta, donde desayunaba el comisario todos los días, no quiere hablar con periodistas, está harto de periodistas. Este patrón se repite en cada punto del itinerario del comisario y, en León, en los lugares frecuentados por la madre y la hija.

Poco antes de marchar llega el momento de la filosofía: un astorgano se pregunta cómo afectará la historia del comisario a la gente de la localidad.

-“Somos un pueblo cerrado, tú lo habrás podido observar si llevas aquí desde ayer. Yo no conozco a los implicados pero te puedo decir que el comisario deja una enseñanza: no te puedes fiar ni de quien tienes al lado. Su mujer y su hija confabulando, comprándole pistolas a un drogadicto por dos mil euros la pieza, y el hombre sin saber, sin poder imaginárselo. Pues ahí está la cosa. Si no nos volvemos más desconfiadinos por aquí, me va a extrañar mucho”.

Al pedirle permiso para reproducir su nombre, se le amustia la cara.

-“Pon que me llamo César”.

-“¿Se llama César?”

-“Me hubiera gustado”.

En Astorga brilla el sol encima de las banderas a media asta del ayuntamiento. La plaza está tomada por mochileros; paran aquí a comprar chocolate, mantecadas y hojaldres, husmean monumentos religiosos en su peregrinación hacia Santiago de Compostela, descansan paciendo en las terrazas de las cervecerías. Un viejecito aboinado lee la prensa regional, con escabroso titular en la portada. En el aire se respira cierto tufo a pies pero no procede del sensacionalismo, sino de un inglés que se ha quitado las botas y trata de aliviar sus rozaduras echándose agua de una botella de plástico. Su acompañante se ríe y se tapa delatoramente la nariz.

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