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El plan de estudios de Literatura es perfecto para destruir lectores
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Juan Soto Ivars

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El plan de estudios de Literatura es perfecto para destruir lectores

Uno quisiera pensar que se enseña hoy mejor la literatura que cuando éramos críos, en aquellos tiempos en que los dinosaurios se aburrían en las tardes

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Uno quisiera pensar que se enseña hoy mejor la literatura que cuando éramos críos, en aquellos tiempos en que los dinosaurios se aburrían en las tardes pardas y frías de invierno, monotonía de lluvia tras los cristales, mientras el profesor explicaba con voz pastosa las características épicas del Cantar del Mio Cid y cualquier alumno avispado suponía que Rodrigo Díaz de Vivar echó a los moros de aburrimiento.

Pero no. Las reformas educativas con que los ministros han asolado el cerebelo de varias generaciones no han enderezado la nave literaria hasta poner la proa apuntando al vicio lector. No se lee un pijo en España, se desprecia la literatura, no sólo española sino también universal, y los planes educativos siguen oliendo a ropero viejo. Voy a los programas educativos desde 1º de ESO hasta 2º de Bachillerato de un par de comunidades autónomas (Madrid y Murcia), y compruebo que nadie aplacó al mester de clerecía. Que sigue entrando a clase cuando los críos son brotes tiernos y maleables. Lengua y literatura es hoy como en los tiempos de Adolfo Suárez. El diseño de los programas parece pensado para que los críos hagan todo lo posible para no leer.

Se enseña la historia de la literatura española en estricto orden cronológico, desde la Edad Media, en los cursos más bajos, hasta la Transición en cuarto de ESO. Después, en bachillerato, se repite la jugada: de la Edad Media a lo contemporáneo, esta vez con más complejidades. Me preocupa lo primero y me ha preocupado desde que fui consciente del peligro que corrí durante la secundaria: a los chicos y chicas en edad de engancharse a la lectura (o aborrecerla para siempre) se los somete a los rigores crípticos del medievo, las virguerías semánticas del barroco y el tufo naftalino del romanticismo español. No me entiendan mal: todas estas corrientes tienen obras fabulosas, pero no son, ni mucho menos, aptas para personas con un bajo nivel de lectura. Y no son lo más idóneo para demostrarle a un crío que la literatura vale la pena.

Tenemos uno de los índices de comprensión lectora más bajos del mundo desarrollado y, visto lo que se enseña, me parece comprensible. Desde que se inventó la caspa, la obsesión del sistema es que los alumnos aprendan la historia de la literatura española, como si la educación sirviera para ganar partidas del Trivial. El resultado es que los críos, pasados unos años de la graduación, ni se acuerdan de lo que son las jarchas ni tienen el más mínimo interés por la última novela de Jonathan Franzen.

¿De qué sirve entonces concentrar todos los esfuerzos de los profesores en meter con calzador a alumnos de trece años obras densas y complejas? Yo recuerdo a un profesor especialmente espeso que nos hablaba en tono monocorde de lo divertido que era Quevedo y del humor en los textos de Mihura. Nosotros le llamábamos el Madaleno y nos preguntábamos si aquel señor de gafa y peluquín que hablaba tan serio de lo tronchante que es Cela se habría reído una sola vez en su vida.

Cuando mi padre era crío y se quedaba solo, una de las pocas distracciones que tenía era la lectura, lapidación de gatos aparte. Así, los niños en blanco y negro alternaban libritos del oeste de Lafuente Estefanía, sembrados de tiros, con los tebeos del Capitán Trueno. La siguiente generación, ya seducida por la televisión, disfrutó con las aventuras de los Cinco y los Siete Secretos, y más tarde llegaría el detective Flanagan, y después las Pesadillas de R.L. Stine, el Barco de Vapor o la serie Leo-Leo. Cuando los videojuegos ya dominaban la tierra, apareció el diosecillo redentor Manolito Gafotas, y poco después llegó Harry Potter, capaz de apagar una PlayStation con un rayo de su varita mágica.

Sin embargo, los niños que leen hoy son pocos, y además son unos rebeldes. Tienen seguramente padres lectores, y ya sabemos cuánto escasea la lectura entre los adultos. Pero cuando estos afortunados entran a clase de Lengua, comparten su tedio con el de los borricos. Porque los versos de Vicente Aleixandre no entran a los trece años. A veces no entran ni a los treinta y tres.

¿Cómo vencer al videojuego con esta manera de enseñar literatura? El videojuego es fenomenal. Pero por más que este octavo arte evoluciona y mejora, todavía no ha conseguido lo que un buen libro: desarrollar la parte abstracta del cerebro, donde se fraguan las ideas y los razonamientos; ejercitar la memoria, que les vendrá bien a los futuros adultos en este mundo con Google y alzhéimer; estimular la imaginación y el sentido crítico y afinar la capacidad de concentración.

Los enciclopedistas franceses y los tiranos saben que la lectura forma ciudadanos críticos y prevenidos contra el engaño. Me pregunto a qué grupo pertenecen los que diseñan los planes de estudio de literatura en los ministerios españoles, porque, aunque sé que es importante que los críos adquieran una idea de la riqueza literaria que ha producido España, para que puedan valorar el tesoro primero tienen que adquirir la herramienta.

Vendría muy bien que los planes de estudios emplearan esos años cruciales de la secundaria en regar a los chicos con lecturas capaces de engancharlos a los libros en lugar de echarles encima toneladas del polvo de nuestras bibliotecas. Si no, estas acabarán evocando las primeras estrofas del Cantar de Mio Cid. Estrofas que yo no disfruté hasta mucho después de abandonar el instituto, donde las odié intensamente, y que dicen así:

Con sus ojos muy grandemente llorando

tornaba la cabeza y estábalos mirando:

vio las puertas abiertas, los postigos sin candado,

las perchas vacías sin pieles y sin mantos

y sin halcones y sin azores mudados.

Uno quisiera pensar que se enseña hoy mejor la literatura que cuando éramos críos, en aquellos tiempos en que los dinosaurios se aburrían en las tardes pardas y frías de invierno, monotonía de lluvia tras los cristales, mientras el profesor explicaba con voz pastosa las características épicas del Cantar del Mio Cid y cualquier alumno avispado suponía que Rodrigo Díaz de Vivar echó a los moros de aburrimiento.

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