Es noticia
11 de septiembre. La extraña alegría de celebrar una derrota
  1. Sociedad
  2. España is not Spain
Juan Soto Ivars

España is not Spain

Por

11 de septiembre. La extraña alegría de celebrar una derrota

Y llegó la hora. A las 17:14, una mujer echó una papeleta simbólica en una urna vacía, colocada en el vértice de una multitud fragorosa y

Foto: Un hombre apoya la reivindicación de la Diada desde el balcón de su casa. (Reuters)
Un hombre apoya la reivindicación de la Diada desde el balcón de su casa. (Reuters)

Y llegó la hora. A las 17:14, una mujer echó una papeleta simbólica en una urna vacía, colocada en el vértice de una multitud fragorosa y encendida de banderas y de caras pintadas. El aire olía a algo. No sé si a Historia o a la historia de siempre, pero olía, vaya si olía. Era un perfume aparatoso y aplastante el que flotaba sobre la ciudad en la que vivo. Yo miraba a un hombre que hacía ondear su bandera y a los otros que le aplaudían. ¿La ondeaba muy bien? ¿La ondeaba con arte? Si las cosas siguen por donde van, en Cataluña habrá verdaderos acróbatas de la bandera.

Y luego me pregunto: ¿qué está pasando aquí? La sensación compartida por tantas personas adultas y contagiada a tantos niños guapos es indefinible para alguien como yo, que no tengo células nacionalistas más que cuando la Selección gana el Mundial. Pero es evidente que en Barcelona está pasando algo muy gordo, y se está expresando con una contundencia brutal y honesta. No se puede uno tapar las orejas ante este ruido atronador, porque tampoco sirve de nada.

Así que se abren mucho los ojos y se observa. ¿Qué se ve a pie de calle? ¿Qué se ve más allá de lo que usted habrá visto ya en las fotos que abarrotan la prensa? Una multitud como un río de aspiraciones, chorreando con un frenesí que no se acaba nunca, como no se acaban los problemas entre el Gobierno y la Generalitat. Hay caras desencajadas y serias. Un viejo me muestra una foto en su teléfono móvil: en un faro de Menorca, allende los mares, los vecinos han hecho una V pequeñita, cogidos de las manos. Y me confirma lo que suponía: la muchedumbre sigue, quizás hay otra V bajo las olas del mar.

¿Y qué se oye? Cánticos y sardanas, y una reivindicación repetida hasta la ronquera por muchas gargantas que el día de mañana serán muchos votos: "¡Dignidad, independencia!". A mí, la verdad, me parece que a los catalanes no les falta dignidad. Se la arrebató Franco, pero diría que esa dignidad ya la hemos devuelto todos, en pago por los excesos de aquel gallego demencial. Aun así, ellos celebran su nación y emiten al mundo las consignas: "¡Somos un estado oprimido!". Me pregunto qué otro estado oprimido puede expresarse así. Qué otro estado oprimido vive en paz e impone las reglas del juego.

–Queremos celebrar la consulta a toda costa– decía el capitán de fortuna Artur Mas.

Y sí, el pueblo lo corea, quieren celebrar una consulta. Me digo: que la celebren. No porque sea yo proclive a la separación del estado o al levantamiento de fronteras, sino porque lo que he visto hoy me confunde. Toda esta gente del sí, pidiendo independencia en la calle, ¿cuánta gente es realmente? El Gobierno debe permitir una consulta no vinculante. Quiero saber cuántos hay en realidad. Y cuántos estaban hoy en sus casas, lejos de esta V, meneando la cabeza con la televisión apagada.

Sí ha habido en las calles de Barcelona una manifestación contra la V. Los anarquistas propusieron hace unos días en las redes sociales convertirla en una A. Para ello, sólo había que unir la muchedumbre de Gran Vía y la de Diagonal con un palito de gente. Y lo han logrado. Entre los ríos vociferantes de la independencia, un cordón discreto de unas dos mil personas a todo lo largo de la calle Bruc. Había punkis y anarquistas, pero también señoras de toda la vida. Muchos iban vestidos de blanco y en la cabeza llevaban gorros de papel albal.

–¿Para que os vean desde el helicóptero?

–No, porque la puta Generalitat y el puto Gobierno nos quieren freír el cerebro con ondas.

Esto es lo que me pasa por preguntar. Aquí, en el palito de la A, la gente ha venido a reírse y a tomarse la gravedad independentista a pitorreo. Son los que están hartos de que les mangoneen los políticos, sin importar su nacionalidad o su nacionalismo.

“¡Rahola es española! ¡La Moreneta es de la ETA!”, cantaban estos situacionistas.

Pero más allá, la fiesta de la mañana había adquirido una densa gravedad. En un tenderete instalado en el Arco del Triunfo me dan un panfleto sobre el etiquetado de las grandes marcas en Cataluña. Se quejan de que las aspirinas, los condones y los cereales estén etiquetados en español. ¿No ve usted esta opresión?, me preguntan. Y yo digo que sí, por no afearles la queja. Este asunto de los etiquetados me induce a pensar que en Cataluña es más importante el honor que el entendimiento. Porque el español, por lo menos, lo entienden todos, ¿no?

–¡No se trata de eso!

En Cataluña se celebran las derrotas y se hace fiesta con ellas. Salen a la calle a pedir una consulta soberanista, pero la voz suena más a queja que a exigencia. Conmemoran la caída de la ciudad bajo las tropas borbónicas y a esto le llaman festividad. Aquí y allá, pancartas con nombres de muertos y represaliados por el franquismo. Hay una luz en las caras, como si la tristeza, pasada por el tamiz del nacionalismo, se convirtiera en la alegría más resplandeciente.

La fuerza de la queja catalana es tan poderosa que aquí y allá hay otras banderas distintas: han venido nacionalistas de Escocia, flamencos de Bélgica, independentistas del Quebec y hasta una delegación de negros. Al preguntarle a uno de qué nación era su bandera, me ha respondido, ofendido, que del Biafra.

Pero juro que había alegría en esa ofensa. Un brillo histórico en los ojos y una alzarse del pecho, con los puños apretados. Era esa misma alegría la que he detectado en la inmensa ofensa que mostraba hoy Cataluña. Eso era lo indistinguible, lo que al principio de este artículo no sabía explicar. Eso que se oye y se ve durante la Diada, metido entre tantas banderas y tantos gritos. El júbilo extraño de la derrota.

Y llegó la hora. A las 17:14, una mujer echó una papeleta simbólica en una urna vacía, colocada en el vértice de una multitud fragorosa y encendida de banderas y de caras pintadas. El aire olía a algo. No sé si a Historia o a la historia de siempre, pero olía, vaya si olía. Era un perfume aparatoso y aplastante el que flotaba sobre la ciudad en la que vivo. Yo miraba a un hombre que hacía ondear su bandera y a los otros que le aplaudían. ¿La ondeaba muy bien? ¿La ondeaba con arte? Si las cosas siguen por donde van, en Cataluña habrá verdaderos acróbatas de la bandera.