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El ébola es menos contagioso que la paranoia
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Juan Soto Ivars

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El ébola es menos contagioso que la paranoia

Tras el contagio de la auxiliar de enfermería, la confianza de los ciudadanos en el Ministerio de Sanidad es mínima y, de rebote, desconfiamos de las

Foto: Vivienda de la auxiliar infectada por el ébola (EFE)
Vivienda de la auxiliar infectada por el ébola (EFE)

Tras el contagio de la enfermera, la confianza de los ciudadanos en el Ministerio de Sanidad es mínima y, de rebote, desconfiamos de las posibilidades de contener la enfermedad para un hospital castigado por los recortes, la cutrez y la tacañería. En esta situación, el contagio de la enfermera no es sólo una desgracia: es un crimen cuyos culpables últimos no paran de repetir, allá donde les calzan un micrófono, que los protocolos de seguridad se han cumplido en todo momento.

Ellos quieren achacar a un fallo humano el contagio, pese a que la enfermera advirtió que tenía fiebre después de tratar al cura infectado y aun así la mandaron de vacaciones. Como en el accidente del Alvia, la versión oficial será que la fatalidad se encuentra en el eslabón más bajo de la cadena, el trabajador. Pero ni aquel accidente ni este contagio habrían sucedido si el sistema garantizase la seguridad. Vías de tren a medio hacer o un hospital que agoniza de austeridad son dos caras de la misma moneda.

La ministra Ana Mato invoca a la Organización Mundial de la Salud para teñir de glamour internacional una cutrez típicamente española. Habla de protocolos, y recuerdo también, porque viene al caso, la tragedia de una familia con un hijo tetrapléjico a la que desahuciaron porque no cumplían uno de los requisitos legales para frenar el proceso. Cualquiera habría entendido la necesidad de mantener en casa a esa gente pero, desde los tiempos de Larra, en España pesa más una casilla del formulario que el sentido común. Y el contagio y posteriores vacaciones de la enfermera tienen mucho de esto: tenía una fiebre inferior a los 38ºC de la casilla.

Yo no me opuse a que los misioneros vinieran a España, y me harté de decirlo en las redes sociales. Me parecía que personas tan valiosas y sacrificadas debían recibir la mejor atención médica y había visto cómo están los hospitales de Liberia. Yo confiaba en que los dirigentes sabían lo que estaban haciendo, y me equivoqué. Ayer, tras el contagio de la enfermera, leí muchos testimonios de trabajadores del hospital Carlos III de Madrid que se quejaban de la escasísima formación que han recibido.

Descubrí a qué se refiere un político español cuando se llena la boca con protocolos de seguridad: enfermeros tomándose unos a otros la temperatura, trajes de protección por debajo del estándar recomendado y un sinfín de fotos de la famosa planta desmantelada del hospital, con biombos y cinta americana a modo de presas de contención.

Los medios internacionales se muestran estupefactos. Médicos y enfermeros del Carlos III llevaban semanas advirtiendo de estas deficiencias que se encuentran en su trabajo. Pajares se fue sin contagiar a nadie. No me cabe duda de que los trabajadores sanitarios tuvieron un cuidado exquisito con el segundo misionero, pero es común que a la segunda se baje la guardia.

Ahora estoy asustado. No por el ébola, una enfermedad con una tasa de contagio relativamente baja, sino por el pánico popular, que se expande a toda velocidad. Desde ayer, las redes sociales se han llenado de alarmas, de susto y, lo más peligroso, de informaciones poco contrastables.

Voy a poner un ejemplo y estoy seguro de que usted lo entenderá: yo abro mi nevera de casa, coloco en un estante un par de tuppers como los que la gente lleva al trabajo y pongo al lado unos tubos de ensayo llenos de kétchup. Hago una foto, la subo a Twitter y escribo: “Así es como ‘aíslan’ las muestras de sangre de los misioneros en la planta desmantelada del Carlos III”. Después de ver las fotos que estamos viendo, ¿qué credibilidad tendría la mía? Sospecho que demasiada. En pocos minutos, el retuiteo la mandaría a todas partes y quien la viera quedaría contagiado.

Otro ejemplo: cojo la foto de una mujer de 45 años (la edad de una enfermera) en la discoteca de un pueblo costero. Le pixelo la cara y digo: “La enfermera, a los tres días del contagio, bailando en una discoteca abarrotada”. En Twitter, como dice la canción, dinamita pa’ los pollos.

Por más que las autoridades desmintieran estas fotos, las imágenes seguirían contagiando a cuantos internautas las vieran. La culpa sería mía, por cabrón, por bromista, pero la responsabilidad final, como en el caso de la enfermera contagiada, sería de las autoridades. Porque, pese a sus mensajes tranquilizadores y sus invocaciones a la Organización Mundial de la Salud, sabemos que todo se ha hecho a matacaballo, de cualquier manera, sin medios, sin preparación y sin sentido común, y ya no nos creemos casi nada de lo que diga la ministra.

Por el contrario, cualquier información con una pinta independiente, es decir, cualquier cosa que no pase por los medios, que nos llegue por la ventana abierta de las redes sociales, nos parecerá mucho más fiable. “Esto es lo que no quieren que sepamos.”

Así que quiero aprovechar este espacio para llamar a los lectores a que tengan mucho cuidado con lo que retuitean. Los trabajadores de los hospitales están publicando testimonios sobre lo mal que se han hecho las cosas. Ellos merecen toda la credibilidad que no se han ganado Ana Mato y su camarilla. Pero ojo: en este momento estamos suficientemente paranoicos como para que nos la cuelen por todas partes los desaprensivos de la red. En estas condiciones, el contagio del ébola es menor que el de los bulos, y hay que andar con traje de protección de nivel 4 cuando se abre el ordenador.

Al mismo tiempo, animo a los compañeros de los medios de comunicación a que reproduzcan los testimonios contrastados de los trabajadores. Hay que combatir el alarmismo, pero esto ya no se puede hacer alineándose con los mensajes tranquilizadores y vacíos de los responsables de este contagio. Si los medios no respaldan la visión de los trabajadores del hospital, perderán su credibilidad y abrirán las puertas a la oleada mentirosa de blogs, fotos de Twitter y demás focos de contagio de la paranoia.

Tras el contagio de la enfermera, la confianza de los ciudadanos en el Ministerio de Sanidad es mínima y, de rebote, desconfiamos de las posibilidades de contener la enfermedad para un hospital castigado por los recortes, la cutrez y la tacañería. En esta situación, el contagio de la enfermera no es sólo una desgracia: es un crimen cuyos culpables últimos no paran de repetir, allá donde les calzan un micrófono, que los protocolos de seguridad se han cumplido en todo momento.

Ministerio de Sanidad