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Las falacias más comunes, en versión tertuliana
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Las falacias más comunes, en versión tertuliana

Esta palabra salta y se clava en el corazón del oponente. Ocurre en cualquier debate, en cualquier momento, motivada por el comentario más trivial. Es una

Foto: Cara a cara de Eduardo Inda y Pablo Iglesias en laSexta.
Cara a cara de Eduardo Inda y Pablo Iglesias en laSexta.

Esta palabra salta y se clava en el corazón del oponente. Ocurre en cualquier debate, en cualquier momento, motivada por el comentario más trivial. Es una palabra como un dardo narcótico, puntiaguda, siempre incómoda, venenosa: falacia. La suelta tu cuñado y mi cuñado, la dispara el presidente del Gobierno y el de la comunidad de vecinos, la dices tú y la digo yo: falacia.

A veces la gritamos: ¡falacia, eso es una falacia!, y la acompañamos de su prima hermana: ¡demagogia, es usted un demagogo! Y así, con este juego ambiguo de retórica, zanjamos la cuestión. Somos unos auténticos señores.

En un debate de esta semana, el filósofo sagaz Ernesto Castro me acusaba de emplear la falacia del espantapájaros con toda razón. Él lo hacía empleando la falacia ad hominem, la misma que usaron contra Darwin al caricaturizarlo como un mono en la revista Hornet, y así se lo hice saber. El peligro de las falacias que es que, a poco que acusemos a alguien de usar una, podemos estar usando otra también. ¡Espadas de doble filo!

La falacia es el truco argumental propio de los sofistas, es decir, de todos nosotros, los opinadores de sofá: la usamos sin darnos cuenta y con frecuencia sin que nadie nos la descubra. La falacia prolifera con furor conejero en los secarrales del debate. He querido adaptar los nombres de las más frecuentes en la idiosincrasia española. Y quien esté libre de demagogia, que tire la primera falacia.

Argumento ad populum: entender que un argumento es válido sólo porque la mayoría lo cree así. Sin duda, un verdadero caramelo para los partidos mayoritarios, especialmente el que gobierna actualmente en mayoría absoluta, que tiene las narices de decir que lo que hace está legitimado por la muchedumbre que les votó, independientemente de que incumplan el programa electoral con que engatusaron a esa gente.

Ejemplo: la mayoría de los españoles nos votaron, así que no estamos jodiendo vivos a la mayoría de los españoles, sino que nos dan la razón. Queda, pues, rebautizada como “argumento ad PPlum”.

Falacia del hombre de paja: ridiculizar la posición del oponente para desacreditar sus argumentos. En la actualidad, destaca el empleo que hace Pablo Iglesias con la palabra “casta”, que dirige a cualquier político de un partido tradicional, incluido Izquierda Unida, y con la que nos está persuadiendo de que no creamos nada de lo que digan.

Ejemplo: un ‘centrista’ como él, siempre tan moderado, tan cuidadoso, está bailando el agua a los que arrebatan a los pobres lo poco que tienen. Por tanto, con nuestra denominación de origen, o demonización de origen, será la “falacia del hombre de la coleta”.

Argumento ad nauseam: el clásico del publicista alemán Joseph Goebbels, una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Tan populosa como las cigarras en los pinares del verano. Quizás sea la falacia más peligrosa, porque el hastío que nos provoca estar expuestos siempre a las mismas repeticiones puede hacernos creer que una mentira es verdad. Los mantras repetidos ad nauseam en España son frecuentes y numerosos, pero uno que me gusta mucho es este: lo privado siempre funciona mejor que lo público.

La mentira está en el “siempre”, queda claro cuando llamamos al servicio de Atención al Cliente de nuestra compañía de telefonía o cuando vemos bailar los precios de la luz en el mercado de bucaneros de las hidroeléctricas. Para facilitar su delación en el contexto celtíbero, proponemos el término “ad Noria”.

Argumento ad verecundiam: usar argumentos de autoridad para dar a entender que lo que se dice es verdad, aunque no lo sea. Aquí nos provocan más respeto las encuestas y los economistas que los filósofos y los escritores. ¿Quién no ha inventado una encuesta en una discusión? Da igual que uno diga una barbaridad o una invención, las encuestas siembran dudas, emanan autoridad: el setenta por ciento de los paraguayos come alpiste, el noventa y seis por ciento de los españoles se considera un grupo mayoritario, ¡da lo mismo! Las encuestas son el veneno, casi tanto como los economistas. Alguien dijo que Dios creó a los economistas para que el hombre del tiempo nos pareciera más fiable, y a mí me hace gracia que liberales racionales se vuelvan beatos cuando un economista entra en la conversación.

Pasa cuando el columnista de El Confidencial Daniel Lacalle habla en el programa La Sexta Noche: los racionalistas más ateos oyen al gurú y exclaman: ¡lo que diga va a misa! (aunque a veces se equivoquen los economistas). Es una nueva clase de pedantería. Llámese en España, pues, “argumento ad pedanturiam”.

Argumento ad hominem: consiste en rebatir el argumento atacando a la persona que lo realiza y es mi falacia favorita, la más guerracivilista, la más autóctona. Causa furor entre los fanáticos de la izquierda y la derecha, entre los defensores fundamentalistas de cualquier causa, que se niegan a escuchar a quien diga algo que no les gusta. Se ha convertido en el estribillo de los enemigos de Toni Cantó, que no puede decir nada sin que le recuerden lo malvado que es.

Por ejemplo: este tío es un Sostres, no le escuchéis. Salvador Sostres lleva tanto tiempo polemizando que su nombre se utiliza para emitir argumentos ad hominem, así que propongo llamar a la variedad española “argumento ad Sostres”.

Esta palabra salta y se clava en el corazón del oponente. Ocurre en cualquier debate, en cualquier momento, motivada por el comentario más trivial. Es una palabra como un dardo narcótico, puntiaguda, siempre incómoda, venenosa: falacia. La suelta tu cuñado y mi cuñado, la dispara el presidente del Gobierno y el de la comunidad de vecinos, la dices tú y la digo yo: falacia.

Daniel Lacalle Salvador Sostres