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Consejos de un millonario para los repulsivos pobres
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Juan Soto Ivars

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Consejos de un millonario para los repulsivos pobres

Aprendí el valor de las cosas cuando era pobre. Fue cuando yo vagaba pasando hambre por Madrid, esa ciudad que nadie abandona hasta quedar marcado

Foto: Pedro Sánchez, en un partido de baloncesto con el Comité de Representantes de Personas con Discapacidad (EFE)
Pedro Sánchez, en un partido de baloncesto con el Comité de Representantes de Personas con Discapacidad (EFE)

Aprendí el valor de las cosas cuando era pobre. Fue en aquella otra época, cuando yo vagaba pasando hambre por Madrid, esa extraña ciudad que nadie abandona hasta quedar marcado por ella. Sé, por ejemplo, qué estaciones del Metro son más vulnerables al salto de torno. Si esto falla, conozco un truco para darle vidas infinitas a un billete de metrobús. Aprendí que el mejor lugar para afanar un queso del supermercado es el sombrero, y sé que una cucaracha de plástico en el bolsillo de la chaqueta puede proporcionar una cena gratis en un restaurante de postín.

¿Queda ahí mi sabiduría? No: he desarrollado un instinto que me permite encontrar latas de conserva ocultadas por los compañeros de piso más judaicos en los rincones más asombrosos. ¿Algo más? Sí: mi olfato perruno y mi vista de halcón se combinan y puedo seleccionar, en un cenicero abarrotado, las colillas más opulentas cuando no hay otra cosa que fumar.

Nadie que haya sido rico siempre, como lo soy yo ahora, podría aguantar una semana sin este kit Coronel Tapioca de supervivencia urbana. Naturalmente hay muchos más trucos, pero no quiero dar ventaja a los niños bonitos y a los pijos de nacimiento. Cuando España haya quedado por fin totalmente desvalijada, cuando los corruptos hayan dejado los huesos del toro más relucientes que el Jaguar del marido de Ana Mato, entonces nos veremos las caras. Veréis quién manda aquí.

El estrato que la pobreza marca en una vida se nota en la mirada y, sobre todo, en la alacena. Un expobre hace lo que Harpo Marx cuando cobró su primer millón. Se compra una bolsa de 15 kilos de sus caramelos favoritos, pues esa abundancia es todo lo que soñaba cuando no había dinero ni para un regaliz.

¿Por qué digo esto? Porque proliferan los falsos expobres entre los políticos, que creen que así hurgan el voto de la famélica legión. Si el Vaticano pidió perdón por Galileo con unos siglos de retraso, tendremos que santificar ahora a los políticos que nos salen con que fueron autónomos. Ya lo han dicho varios del PP, del PSOE y del resto de partidos. Nos cuentan que trabajaron para ganarse la vida y se oyen aplausos y exclamaciones de júbilo entre los votantes. ¡Hay que beatificarlos como mínimo!

–No sé cómo meter Pdro Snchz en el santoral –me dice el Papa Francisco. Bien: tenemos que convencerlo, pues el socialista se lo ha currado más que nadie. En cuanto se levanta de la silla de ruedas y suelta el balón de basket, dice:

–¡Yo fui autónomo!

La pregunta inmediata del público, que en esos momentos se desmadeja los cabellos, es:

–¿Pero te ganabas la vida con eso, o qué?

Porque autónomo no significa hoy lo mismo que ayer. Si uno fue autónomo en el pasado ha tenido mucho tiempo para dar las gracias a Dios. En la edad (reciente) en la que yo bailé con la pobreza, la autonomía consistía en no plantearse un alquiler en una gran ciudad. Era también quitarse de la cabeza caprichos de marajá como un par de dónuts, una cerveza o un paquete de Camel. Era llevarse de la tienda sólo la leche y los yogures, dejando en caja las galletas porque todo junto subía a 5,10.

También la vergüenza: pedir 150 pavos a un amigo al que se te olvidó felicitar el cumpleaños porque el banco te reclama recibos y tu cuenta está más vacía que el Zara el día posterior a las rebajas.

Así que, ¿cómo de autónomos fueron nuestros políticos? Nuestra sensación es que son personas bastante autónomas y que así lo han sido siempre, es decir, que poco autónomos habrán sido. Por estas suspicacias, mientras ellos presumen de pústulas y piojos, flota entre la marejada ciudadana un odio a los ricos cada vez mayor.

Y esto me preocupa. Y me resulta intolerable los cinco días del mes en que soy millonario yo también. Los ricos no soportamos que vengan los pobres a darnos la murga porque montar en el dólar es muy difícil, se mueve como un toro mecánico. Al fin, hace algún tiempo, lo conseguí. Cuando pago el 50% de mi apartamento todavía me queda pasta, así que tiro de tarjeta de débito y sufrago una parte de los bienes que van del mercado al retrete pasando por la nevera, el fogón, el estómago y el intestino. Visto así el proceso, casi podría considerarme un fordista.

¿Creerán los más menesterosos que es fácil la vida del millonario? No: también conozco la estrechez. No soy el único millonario que lo dice. Incluso ricos a tiempo completo se quejan de lo rápido que vuela el dinero. Un amigo mío pobre me contó, sulfurándose, que hizo un viaje en coche con un rico que se quejó durante 300 kilómetros de autopista de lo caros que van los peajes. Pues bien: como todos los ricos, yo también tengo problemas materiales. Me sale cara cierta tendencia mía a libar Larios en la hostelería, pero no me quejo. Aún después de la copita me podéis envidiar: igual cojo un taxi para volver a casa. ¿Cuántos podéis decir lo mismo? A ver si ponéis los pies en el suelo, peatones.

Cada mes, después de cobrar, voy al cine y al teatro, invito a un amigo, ¡incluso a dos!, y mi mujer saca dinero de mi cuenta para comprarme ropas, toallas y cuchillas de afeitar. Tanto es así que, durante esos cinco días de oro, que pueden llegar a diez si me aprieto el cinturón, tengo tanto dinero que pido en el cajero el extracto de “saldo disponible” y leo esas tres cifras a la vista de todos con la esperanza de hacerlos llorar.

Pero soy una buena persona. ¿Por qué nos odiáis tanto, repugnantes? ¿No os dais cuenta de que así no prosperáis? Os animo a que paséis al bando contrario como hice yo, y os recuerdo las palabras que Fernando Fernán Gómez dejó en el documental de David Trueba: “Yo tenía muy claro que la gente de derechas es rica y la de izquierdas es pobre. Como quería ser rico, me hice de derechas”.

Aprendí el valor de las cosas cuando era pobre. Fue en aquella otra época, cuando yo vagaba pasando hambre por Madrid, esa extraña ciudad que nadie abandona hasta quedar marcado por ella. Sé, por ejemplo, qué estaciones del Metro son más vulnerables al salto de torno. Si esto falla, conozco un truco para darle vidas infinitas a un billete de metrobús. Aprendí que el mejor lugar para afanar un queso del supermercado es el sombrero, y sé que una cucaracha de plástico en el bolsillo de la chaqueta puede proporcionar una cena gratis en un restaurante de postín.

Pedro Sánchez