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Pablo Iglesias, la patria y los cojones
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Juan Soto Ivars

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Pablo Iglesias, la patria y los cojones

Aún no hemos tenido tiempo de vivir en nuestras carnes eso que dijo Marx de que la Historia es cíclica. Lo que sí tenemos comprobado es

Foto: El líder de Podemos, Pablo Iglesias. (AP)
El líder de Podemos, Pablo Iglesias. (AP)

Aún no hemos tenido tiempo de vivir en nuestras carnes eso que dijo Marx de que la Historia se repite. Lo que sí tenemos comprobado es que la Historia da muchas vueltas, porque cuando menos te lo esperas te la clava por detrás. Este sábado ha vuelto a ocurrir. Un tío de izquierdas subió a una tribuna y dijo la palabra patria ante la multitud. Sorpresa: ningún aguilucho sobrevoló el campo semántico de las banderas que lo rodeaban.

En España la patria es una cuestión de cojones. Es la palabra que gritaba el sargento de la mili con la mano en la bragueta, la que salía de la carnuda boca de Juan Echanove en una película donde hacía de facha, la que corean los hombretones en las ceremonias de Falange cada 20 de noviembre... Y de ahí que haya que tener muchos huevos para decirla siendo de izquierdas. Ningún partido español se atrevió a meterla en su discurso hasta que llegó Podemos y tomó la Puerta del Sol, plaza de connotaciones tan rojas que la compró de saldo Vodafone.

La patria es un tabú en España. La derecha no la dice para no sonar franquista y a la izquierda se la robó la corrección política de las autonomías. Los políticos de la transición mamaron tanta patria amarga en las Escuelas Nacionales que montaron un país plural con tabú en el diccionario. Despertaron a una España hecha de Andalucías, Cataluñas, Países Vascos y Galicias, y ni siquiera tenían una bandera a la moda para arroparse en el vendaval de reivindicaciones históricas que sobrevolaba el mapa fragmentado.

La izquierda siempre añoró la bandera con franja morada que pisotearon los nacionales, de manera que reinó en un país sin distintivos. Siempre respetuosa con la tensión identitaria y los idiomas periféricos, la izquierda española abrazó un cosmopolitismo hueco y romántico de ser ciudadanos del mundo. Vieron en la Unión Europea la utopía. Firmaron cuantos pactos fueron necesarios en el Congreso de la Internacional Mundana y la palabra patria se quedó en la boca de los anacoretas que beben vino en ese agujero dimensional que es el bar de carretera Casa Pepe.

Pero cuando un país sufre y sus habitantes sienten que una conspiración internacional les roba sus derechos, la patria se vuelve fundamental. Las elecciones griegas han dado la espalda a lo que consideran una estafa europea, y en Francia asciende la versión derechista del fenómeno. En España, las sucesivas camadas de políticos de izquierdas, desde Anguita al joven Garzón, se las apañaron para sortear el concepto.

Dijeron Estado, Solidaridad, Pluralidad, Proyecto, Pacto y muchos otros eufemismos, porque al final, lo queramos o no, la patria y la izquierda tienen mucho que ver: hay que hermanar a todos esos ciudadanos, a ese pueblo, para que la solidaridad entre pares triunfe, para que el individualismo no nos vuelva a todos neoliberales perdidos.

Pero ha aparecido una nueva fuerza política de izquierdas compuesta por gente demasiado joven para las escuelas nacionales y suficientemente desprejuiciada como para subvertir el vocabulario nacional. Y desde lo alto de una tribuna ante una muchedumbre, han hablado de la patria española y de los traidores a la patria que han vendido el país a pedazos para su enriquecimiento personal. Yo pongo mi pescuezo a disposición de los tahúres: me juego la vida a que esas personas que aplaudían a miles habrían torcido el gesto el día antes si cualquiera les hubiera mentado la patria.

Esto es así. A lo largo de mi vida sólo he conocido a una persona de izquierdas que hablase con orgullo de su patria ante el público. Fue mi profesor de Historia en la universidad, don Ángel Bahamonde, un hombre con tendencia al apasionamiento, que ante un rebaño de alumnos asombrados proclamaba:

- Yo creo en la patria española, y soy español, ¡español!, y lo digo con orgullo. Español como Azaña, como Negrín, como Antonio Machado.

De Antonio Machado tiró Pablo Iglesias para convertirse en orador inolvidable. De su discurso se pueden sacar muchos fallos, y su formación política despierta con justicia innumerables suspicacias. Pero hay algo que tenemos que agradecerle a Pablo Iglesias, y es la transformación conceptual a la que ha sometido los libros de estilo polvorientos de los partidos políticos españoles.

Cuando Iglesias apareció en Cataluña para dar un mitin, muchos le agradecimos que hablase de España sin cuidado de calentar a los nacionalistas periféricos. Iglesias puso a España en Cataluña con un discurso que hablaba de los de arriba y los de abajo. Para él, los de abajo son España, y su concepto de patria es tan dinámico que cabe, incluso, el derecho de los catalanes a formar un país distinto. Hasta el sábado, la izquierda tenía alergia a la patria. Llegó Pablo Iglesias, se subió a una tribuna y con veinte minutos de discurso curó la enfermedad como una especie de santurrón.

Bien: quien escribe esto no es partidario de Podemos. Como dijo Rubén Amón, yo les votaría si estuviera seguro de que no van a ganar. Desconfío de los moralistas sin necesidad de que facturen medio millón de euros de consultoría haciendo triquiñuelas legales para pagar menos impuestos. Pero estoy cansado de los argumentos ad hominem, y pienso que es sano atender a lo que se dice y valorarlo sin tener en cuenta otras consideraciones.

El gesto de Iglesias ha devuelto la patria a las personas de izquierdas. Ahora la izquierda puede aportar sus soluciones apelando a un sentimiento colectivo real, milagrosamente vivo tras décadas de fondo de armario. Esto me parece tan importante, tan histórico, que sentí la necesidad de compartirlo con ustedes.

Aún no hemos tenido tiempo de vivir en nuestras carnes eso que dijo Marx de que la Historia se repite. Lo que sí tenemos comprobado es que la Historia da muchas vueltas, porque cuando menos te lo esperas te la clava por detrás. Este sábado ha vuelto a ocurrir. Un tío de izquierdas subió a una tribuna y dijo la palabra patria ante la multitud. Sorpresa: ningún aguilucho sobrevoló el campo semántico de las banderas que lo rodeaban.