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Los peligros de ceder el paso a una dama
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Juan Soto Ivars

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Los peligros de ceder el paso a una dama

Cruzó por mi mente un artículo y recordé que algunos entienden que la vida es una guerra en la que cualquier gesto intrascendente puede condenarte al bando contrario

Foto: Un hombre sujeta la puerta para cederle el paso a una mujer cargada de libros. (iStock)
Un hombre sujeta la puerta para cederle el paso a una mujer cargada de libros. (iStock)

Tengo la mala costumbre de abrir la puerta y esperar, componiendo un ademán afable, a que entre a la tienda el desconocido de turno. No hago demasiadas distinciones entre hombres y mujeres, entre viejos y jóvenes, aunque a las mujeres les cedo el paso con un punto de timidez, vaya que piensen que, además de ser un carca, estoy solo en esta vida. Les cedo también el asiento en el bus, y hasta puede que les permita birlarme un taxi. Mi costumbre, claro, genera algunos embrollos.

Transcurrieron los cinco primeros segundos y se activaron todas las alarmas. Ella, irremediablemente mujer de cuarenta delgada y rubia, de aspecto inteligente, y yo, ridículo, casposo en la puerta de un estanco, como dos personajes de Kafka ante las puertas de la Ley. El destino nos había colocado allí al mismo tiempo y no había vuelta atrás: yo sostenía la maciza puerta de cristal y aluminio y animaba a la mujer a abrirse paso con ligeros empellones de barbilla. La mujer me miró a mí y miró la puerta como si la cosa no fuera con ella.

Aunque me preocupaba de mostrarle una sonrisa plácida y natural, comprendí que la naturalidad había desparecido ya, y temí que pronto lo hiciera también la sonrisa: la entereza se derrumbaba como un viejo hospital en desuso mientras ella me observaba con una expresión de gato en la que se volvían indistinguibles el humor y la crueldad, quieta como una araña. La puerta se volvía más y más pesada en el extremo huesudo de mi brazo. “Por favor”, supliqué, pero ella negó tajante con la cabeza.

La caballerosidad y la cortesía, cargadas de reminiscencias anticuadas, pueden ser interpretadas como el saludo romano

Cruzó por mi mente un artículo, leído días antes en una revista de feminismo combativo, y recordé que algunos entienden que la vida es una guerra en la que cualquier gesto intrascendente puede condenarte al bando contrario. La caballerosidad y la cortesía, cargadas de reminiscencias anticuadas, pueden ser interpretadas como el saludo romano y el cara al sol. De pronto examiné a esta mujer con miedo y desconfianza. ¿Consideraba que mi amabilidad era un vestigio del heteropatriarcado, veía a este tipejo amable que les escribe como un violador en potencia? Volví a rogarle que entrara al estanco con una mirada de inocencia desconsolada y di un paso atrás sin dejar de sostener el peso de la puerta, pero ella no se movió. Volvió a negar con el gesto aburrido de quien escucha las excusas de un niño.

Como en los combates más encarnizados de boxeo, fue el árbitro quien puso paz y fin en el combate y declaró la victoria por puntos. La puerta tenía un piloto sonoro para avisar al estanquero cuando entrara alguien, y el aparato pitaba y pitaba, asombrado en lo alto de la puerta. Reuniendo mis últimas fuerzas hice con el brazo izquierdo un ademán ampuloso, versallesco, y tuve la sensación de proponer a una dama fría y distante que me acompañase en el último vals del Palacio de Luis XIV.

El estanquero esperaba sus órdenes atemorizado por su voluntad de hierro, pero entonces ella me señaló y dijo: “Él va primero”

Molesta por los pitidos, la mujer cedió displicentemente. Se deslizó al interior del estanco con un movimiento ofídico y se cuadró ante el mostrador, desde donde echó un vistazo a los expositores repletos de fotos de traqueotomías y pulmones podridos. Empecé a saborear mi victoria. Una sonrisa ingenua empezó a dibujarse en mi cara agotada por el esfuerzo. El estanquero esperaba sus órdenes atemorizado por su voluntad de hierro, pero entonces ella me señaló con su mano derecha y dijo: “Él va primero”.

Humillado, ridículo, pedí un paquete de Camel. El estanquero se reía entre dientes cuando me dio el tabaco. La mujer contemplaba las dimensiones del campo de batalla y celebraba su anexión de nuevos territorios. Fue la primera vez que me planteé seriamente dejar de fumar.

Tengo la mala costumbre de abrir la puerta y esperar, componiendo un ademán afable, a que entre a la tienda el desconocido de turno. No hago demasiadas distinciones entre hombres y mujeres, entre viejos y jóvenes, aunque a las mujeres les cedo el paso con un punto de timidez, vaya que piensen que, además de ser un carca, estoy solo en esta vida. Les cedo también el asiento en el bus, y hasta puede que les permita birlarme un taxi. Mi costumbre, claro, genera algunos embrollos.

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