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Ricos y enchufados: ¿de verdad existe la meritocracia en España?
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Carlos Otto

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Ricos y enchufados: ¿de verdad existe la meritocracia en España?

¿Funciona de verdad el ascensor social en España? ¿O estamos rodeados de enchufados y de chavalitos que no saben hacer la O con un canuto?

Foto: Sobre el papel, cualquier persona con talento debería poder aspirar a un gran puesto de trabajo, pero la realidad es mucho más dura. (Foto: Ryan McGuire.)
Sobre el papel, cualquier persona con talento debería poder aspirar a un gran puesto de trabajo, pero la realidad es mucho más dura. (Foto: Ryan McGuire.)

Hace poco, este periódico publicó un documento interno de Deloitte en el que 117 personas entraban a trabajar en la compañía apareciendo como 'recomendados' por altos cargos y por algunos de sus socios más importantes.

El documento, además de provocar un tremendo terremoto dentro de la compañía (y el descojone generalizado de la competencia), ponía de manifiesto una realidad más que evidente: la abundancia de enchufados en según qué empresas (no sólo Deloitte, ni mucho menos).

Porque sí, oiga, es evidente que ante la necesidad de contratar nuevos empleados es muy eficaz pedir recomendaciones a tus trabajadores, y no hay nada de malo en ello. Pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que cuando ciertos 'recomendados' tienen ciertos apellidos o son familia de ciertas personas, el recomendado no es más que un enchufado. Y negar eso es tan absurdo como negar la ley de la gravedad.

El ascensor social no funciona

Y todo esto no es casual, evidentemente. Pero, además de que no sea casual la aparición de ciertos apellidos o ciertas conexiones empresariales, tampoco lo es que, al observar las plantillas de ciertas empresas, observemos no sólo un (aparente) despliegue de cualidades laborales, sino también una formación académica (MBA, sobre todo) que no todos se pueden pagar.

Y, ¿es intrínsecamente criticable que una persona con mayores posibilidades económicas pueda optar a un mejor puesto de trabajo? En absoluto, por supuesto, ya que muchas de estas empresas seguramente necesiten de verdad un perfil de trabajador con un nivel académico verdaderamente alto. Y las que no lo necesiten, no dejan de ser empresas privadas, con lo que, si quieren, están en su perfecto derecho de fichar a un tío más idiota que una vaca y ponerlo de director general.

Pero que no sea (o no tenga por qué ser) intrínsecamente injusto no implica que el retrato no sea evidente: cuanto más dinero tengas, más posibilidades tendrás de optar a una formación de alto nivel y más robusta será la escalera que uses para optar a un trabajo (muy) bien remunerado.

Emprender también es (muy) caro

Pero esto no sólo pasa cuando buscas trabajo, ni mucho menos; también cuando quieres emprender. Hace dos décadas, cuando internet no era más que un reducto servicios minoritarios y casi nadie era consciente de la tremenda industria que se acabaría generando, los mayores emprendedores digitales no eran gente bien que había estudiado un MBA, precisamente.

Por aquel entonces los grandes triunfadores eran personas que, con mayor o menor formación, habían descubierto que eso de internet podía convertirse en un reguero de miles de millones de dólares. Eran los más listos de la clase, personas de clase media que, ante el seguro escepticismo de sus padres –que no veían con buenos ojos tal adicción al ordenador–, se colaron por el agujero del nepotismo y, haciendo suyo (esta vez sí) el ascensor meritocrático, se convirtieron en los reyes de una industria multimillonaria.

Sin embargo, esto ahora ya no pasa. La posibilidad de montarte un negocio millonario en internet sin tener un duro y empezando en un garaje ya sólo pertenece al cansino discurso del emprendimiento tecnológico. A día de hoy, salvo rarísimas excepciones, si quieres montar algo en internet necesitas mucho dinero, tanto en la cuenta de tu empresa como debajo de tu colchón familiar.

Si echamos un ojo a varias de las startups más exitosas de nuestro país, veremos que gran parte de sus fundadores no han salido de un garaje, precisamente. Un altísimo porcentaje de ellos son personas que han pasado por varias de las mejores escuelas de negocios del mundo. Y tachar eso de casualidad, amigos, es querer ponerse una venda delante de los ojos.

¿Debemos criticar al que tiene dinero?

Ahora bien, ¿debe ser eso motivo de crítica? ¿Debemos señalarles con el dedo mientras les echamos en cara las posibilidades que les han caído? Parece evidente que no, por dos motivos. En primer lugar, porque oye, si han nacido con ese colchón y esas posibilidades económicas, tontos serían si no las aprovechasen. Cualquiera en su posición haría exactamente lo mismo.

Y en segundo lugar, porque el dinero es un factor clave (incluso básico) en toda esta carrera hacia el éxito, pero no es –ni mucho menos– el único elemento de la ecuación.

Cuando entrevisté a Alejandro Cremades, CEO de Onevest, no fueron pocos los que le quitaron todo mérito al aludir a sus apellidos. Algo parecido ha pasado alguna vez con La Nevera Roja, una startup vendida por 80 millones de euros pero cuyos críticos desmerecen el éxito al señalar que sus dos fundadores son el hijo del CEO de Telepizza y el nieto del fundador de Pescapuerta, respectivamente.

"Con ese dinero también triunfo yo"

Es entonces cuando salen a la luz ciertos discursos que, por pecar de radicalismo, recurren al tópico de "con ese dinero también triunfo yo". Es entonces cuando me imagino a estos emprendedores, con bastante razón, pensando: "Pues ale, chato, toma 20 millones y monta algo, a ver cuánto tardas en pegarte la hostia de tu vida".

Todos conocemos a algún hijo de papá con más dinero que neuronas y que no sabe hacer la O con un canuto.

Porque no nos engañemos: el dinero en esta carrera es básico, pero el talento también. Porque todos conocemos a algún hijo de papá que, con más dinero que neuronas, ha estudiado en las mejores escuelas de negocio del mundo y, a pesar de ello, sigue sin saber hacer la O con un canuto.

Inútiles andantes –con la inteligencia justa para pasar el día– que, pese a contar con los mejores recursos económicos, lo máximo a lo que pueden aspirar es a que les enchufen en una gran empresa para, básicamente, quedarse sentados y que nadie se dé cuenta de que no saben ni encender un ordenador.

No, no todos pueden

Entonces, ¿debemos quitarles mérito a los que nacieron con esas posibilidades y triunfaron? ¿Debemos exigirles que prescindan de sus posibilidades y se pongan a intentar crecer desde abajo, como todo hijo de vecino? Es evidente que no.

Pero hay algo que quizá sí podamos pedirles: sensatez y cabeza fría. Sobre todo, a la hora de hablar públicamente del ascensor social, al mencionar el maldito 'si quieres puedes' y, más que nada, a la hora de reconocer que, al comenzar una carrera profesional, no todo el mundo tiene las mismas posibilidades.

Y es que, al final, esto de reconocer las posibilidades de unos y las dificultades de otros es algo que nos atañe a todos (casi) sin excepción. Yo mismo me he reconocido alguna vez en una de estas posturas críticas –más propias del cuñadismo que de la envidia– contra el que ha tenido más posibilidades, cuando también debería reflexionar sobre las que tuve yo.

"Yo soy periodista gracias a mi madre"

Y es que siempre que alguien me pregunta por qué soy periodista, digo lo mismo: "Yo soy periodista gracias a mi madre". Pero no porque mi madre sea periodista (que no lo es), ni porque en mi familia haya habido algún antecedente periodístico (ni por asomo, vamos).

Me explico. Yo nunca estudié Periodismo, sino Filología Hispánica, una carrera que me provocó tanto entusiasmo en los primeros años como insufrible aburrimiento en los últimos. Una mañana, tras saltarme la enésima clase y disponerme a evaluar el porcentaje de trigo que tenía la cerveza de la cafetería, descubrí que en mi facultad ofrecían unas becas para el gabinete de comunicación de la Universidad de Castilla-La Mancha. Y para allá que me fui, sin ninguna certeza más allá de que eso no podría superar el nivel de coñazo de mi carrera.

Tras dos meses de beca (sin cobrar), descubrí que aquello me encantaba. Y pensé: "Si me gusta un gabinete de comunicación, que es la cosa más aburrida del mundo, ¡trabajar en un periódico tiene que ser la hostia!". Así que ese verano comencé a hacer prácticas en un periódico local (300 euros/mes), luego me contrataron para fin de semana (400 euros/mes), luego a jornada completa (1.000 euros/mes) y, poco a poco, nueve años después, aquí ando (¡mira, mamá, escribo en prensa nacional!).

Podría decir que haberme construido una (cierta) carrera como periodista se debe exclusivamente a mi talento y mi meritocracia, pero estaría cayendo en un error: el de ser un imbécil.

¿Y eso por qué? Porque en mi clase de la facultad, el 80-90% de mis compañeros tenía un perfil muy similar: hijo/a de familia numerosa, de humildísima clase trabajadora, con padres sin estudios y siendo el primer miembro de la familia que pisaba la universidad. Gracias a la comprensión y el esfuerzo de sus padres, sí, pero con bastantes dificultades.

Y es que, cuando llegaba el mediodía del viernes, mis compañeros cogían un autobús, se iban a su pueblo y trabajaban todo el fin de semana. Y en verano, el trabajo de fin de semana se convertía en uno a jornada completa para sacarse un sueldo entero. Y más les valía sacar tiempo para estudiar porque, si perdían la beca, su sueño universitario se iría al garete.

Es evidente que casi ninguno de mis compañeros podría haber hecho lo que yo, que descubrí mi vocación muy poco a poco y ganando un dinero testimonial. Pero, por suerte, mi madre nunca me pidió que contribuyese a la economía familiar. Si lo hubiera hecho, mi camino habría sido muy distinto. Por eso soy periodista: gracias a mi madre.

En contra del enchufado agresivo

Decíamos antes que muchos directivos y emprendedores de éxito deberían ser sensatos y reconocer las posibilidades que tuvieron. Y muchos de ellos lo hacen (los tres mencionados antes son un buen ejemplo de emprendedores sensatos), ya que saben de sobra que no todo es fácil y que el ascensor social no es todo lo meritocrático que puede parecer.

Pero, por desgracia, los sensatos suelen ser clara minoría. Porque a diario vemos a chavalitos que, con un discurso tremendamente agresivo, señalan con el dedo al que no 'prospera' y lo miran con condescendencia desde su empleo de enchufado.

El más tonto de la clase es el que más se empeña en reivindicar su esfuerzo y su (cuestionable) talento.

Un empleo que consiguieron gracias a lo que todos sabemos y en el que no se les pide ningún talento, porque sus jefes saben que esa no es precisamente su mejor virtud. En definitiva, un empleo en el que sólo se les pide, básicamente, que se estén quietecitos y no rompan nada.

Y lo peor de todo es que, casi siempre, la agresividad del discurso es inversamente proporcional al mérito del sujeto. Es decir, que el más tonto de la clase es el que más suele empeñarse en reivindicar su esfuerzo y su (cuestionable) talento. Y por algo será.

Hace poco, este periódico publicó un documento interno de Deloitte en el que 117 personas entraban a trabajar en la compañía apareciendo como 'recomendados' por altos cargos y por algunos de sus socios más importantes.

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