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José A. Pérez

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Sacrifiquemos políticos, no tiburones

Un político australiano ha surgido con una oferta populista para acabar con los tiburones. Exactamente igual del pánico que describió Spielberg en su película

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“Una perfecta máquina de matar”. Así definía al gran tiburón blanco el personaje interpretado por Richard Dreyfuss en la obra maestra de Steven Spielberg. El enorme éxito de la película, basada a su vez en un best seller, globalizó una paranoia playera que, gracias a la televisión, al VHS y al DVD, ha llegado hasta nuestros días sin el menor síntoma de agotamiento.

Lo saben bien los australianos, que comparten con este gigantesco pez los casi 26.000 kilómetros de costa de su país. Una convivencia que, como todas, tiene sus altibajos y que últimamente no está pasando por su mejor momento. En pasado noviembre un surfista australiano moría en las fauces de un gran tiburón blanco. Cuatro días después, otro surfista fallecía de un ataque al corazón tras sobrevivir a un encontronazo con un escualo.

La situación, ya ven, se parece mucho a la trama de 'Tiburón', donde la autoridad competente, aterrorizada por el posible fracaso de la campaña veraniega, ofrece una jugosa recompensa a quien sea capaz de cargarse al tiburón asesino

La amenaza no es nueva; los australianos llevan registrando estos ataques desde 1791, contabilizando 892 en total. Seis de ellos se han producido en los últimos dos años, lo que ha provocado dos fenómenos. El primero, una ola de pánico entre la población (particularmente entre la población que vive del turismo) que ha llevado al gobierno de Australia Occidental a declarar la guerra al escualo. La segunda, reacción a la anterior, un movimiento en defensa de estos peces.

La guerra al escualo, abanderada por el premier Collin Barnett, consiste en establecer un paréntesis en la ley que protege al gran tiburón blanco y llenar las costas de trampas submarinas. La situación, ya ven, se parece mucho a la trama de la película de Spielberg, donde la autoridad competente, aterrorizada por el posible fracaso de la campaña veraniega, ofrece una jugosa recompensa a quien sea capaz de cargarse al tiburón asesino.

Pero en Australia Occidental, a diferencia de lo que ocurría en la tranquila y conformista Amity Island, muchos ciudadanos han decidido mostrar su rechazo a la política gubernamental. En las últimas semanas, miles de personas se están manifestando en las playas con eslóganes como “Great whites have rights” (“El gran blanco tiene derechos”) o “Cull politicians, not sharks” (“Sacrifiquemos políticos, no tiburones”).

Nadie sabe con certeza cuántos especímenes de gran tiburón blanco quedan en el mundo, pero se cree que son pocos. Se la considera, de hecho, una especie amenazada, que es la fase anterior al peligro de extinción. Algunos medios de comunicación australianos ya han dado la voz de alarma: esta campaña de caza y captura del gran blanco puede provocar una irreparable merma en su población.

Es una historia más sobre la tensa relación entre la industria, la que sea, y la conservación natural. Una historia cuyo final depende, como suele ocurrir, de una autoridad política con bajeza de miras. En la película de Spielberg, el tiburón acababa reventando en mil pedazosy los paletos viven felices para siempre. Veremos qué final alternativo nos ofrece la realidad.

“Una perfecta máquina de matar”. Así definía al gran tiburón blanco el personaje interpretado por Richard Dreyfuss en la obra maestra de Steven Spielberg. El enorme éxito de la película, basada a su vez en un best seller, globalizó una paranoia playera que, gracias a la televisión, al VHS y al DVD, ha llegado hasta nuestros días sin el menor síntoma de agotamiento.

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