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El científico ruso que metió la cabeza en un acelerador de partículas y vivió para contarlo
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Jordi Pereyra

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El científico ruso que metió la cabeza en un acelerador de partículas y vivió para contarlo

El 13 de julio de 1978, la cabeza de Anatoli Bugorski se interpuso por accidente en el camino de un chorro de partículas con una altísima energía. Dice que vio "un destello más brillante que mil soles"

Foto: Anatoli Bugorski, años después del accidente.
Anatoli Bugorski, años después del accidente.

Hasta 1932 se pensaba que los átomos consistían en un núcleo con carga eléctrica positiva (otorgada por los protones) que estaba rodeada de cargas negativas (los electrones). Ese año se descubrían los neutrones, las partículas con carga neutra que faltaban en el núcleo de los átomos para que su estructura tuviera algún sentido. Estas tres partículas, se creía, servían explicar por fin la naturaleza de la gran variedad de elementos químicos que nos rodean, desde el hidrógeno hasta el uranio. Pero, a finales de los años 60, se habían encontrado indicios de que los protones y los neutrones estaban compuestos por otras partículas aún más pequeñas que, por su carácter indivisible, reciben el nombre de partículas elementales.

¿Cómo se estudian las partículas elementales?

Por desgracia, estudiar estos cuerpos tan minúsculos es una tarea muy difícil porque no puedes partir por la mitad una partícula con un cuchillo muy afilado y ver qué partículas elementales contiene en su interior, pero los físicos dieron con una solución muy elegante que les permitía mirar el interior de las partículas y descubrir de qué están compuestas: estrellarlas unas contra otras con tanta fuerza que estallen en mil pedazos elementales.

Estudiando los restos de estas colisiones no sólo se puede estudiar la estructura fundamental de distintos tipos de partículas, sino que también es posible descubrir otras nuevas. El principio que hay detrás el simple: como la energía ni se crea ni se destruye, la energía de las partículas originales antes de la colisión debe ser la misma que la del conjunto de escombros subatómicos que salgan disparados después de la colisión.

Pero las partículas necesitan colisionar con una energía cinética tremenda para ser reducidas a metralla elemental, y esas energías tan sólo se alcanzan si viajan a velocidades cercanas a la de la luz en el momento del impacto. Ahí es donde entran los aceleradores de partículas que… Bueno, hacen precisamente eso: acelerar partículas a velocidades de hasta casi 300.000 kilómetros por segundo.

El riesgo de trabajar en un acelerador

Los aceleradores de partículas son, básicamente, tubos vacíos muy largos rodeados de imanes. Los campos magnéticos producidos por los imanes confinan las partículas en el centro del tubo y las propulsan a lo largo de él, acelerándolas mientras lo recorren y manteniéndolas concentradas en un fino haz que, en los aceleradores más grandes, tan solo mide un milímetro de diámetro.

Los aceleradores de partículas tienen sus propios riesgos, como todo. Igual que ocurre con cualquier otra tecnología, existe el peligro de que alguna pieza de la maquinaria falle y el chorro de partículas que hay en su interior termine haciendo cosas que no debería hacer… Como pasar a través de la cabeza de uno de los operarios.

Esto es precisamente lo que le ocurrió a Anatoli Bugorski, un investigador que trabajaba en el Instituto de Física de Alta Energía en Protvino, antigua Unión Soviética, en el sincrotrón U-70, un anillo de unos 1.500 metros de perímetro a través del cual pasa un chorro de partículas con una energía de hasta 76 GeV.

Y el 13 de julio de 1978, un día como cualquier otro, su cabeza se interpuso en el camino de ese chorro de partículas.

Bugorski no metió la cabeza en la máquina a propósito. El investigador, de 36 años, estaba comprobando un componente del acelerador que no funcionaba bien cuando uno de los mecanismos de seguridad que falló. Pero, al contrario de las situaciones a las que las películas de Hollywood nos tienen acostumbrados, el chorro de partículas no le dejó un agujero humeante de punta a punta del cráneo. Lo que Bugorski acababa de recibir era simplemente una dosis de radiación muy concentrada, de manera similar a las utilizadas en radioterapia para matar células cancerígenas, aunque con una energía 1.000 veces mayor.

"Un destello más brillante que mil soles"

El chorro de partículas pasó a través de su cabeza y, aunque no sintió ningún dolor, dijo ver “un destello más brillante que mil soles”. Tras el accidente, la parte izquierda de su cara se hinchó hasta quedar irreconocible y, durante las siguientes semanas, se le empezó a caer la piel que rodeaba la zona por donde el haz de partículas había entrado en su cabeza.

Pero, pese a que había recibido una dosis de radiación muy superior a lo que se considera letal, Bugorski sobrevivió sin secuelas graves y pudo continuar ejerciendo su profesión, terminando incluso su doctorado a lo largo de los siguientes años. Eso sí, su vida sufrió varios cambios: perdió la audición en su oído izquierdo y sólo escuchaba un sonido interno molesto, se cansaba más rápido cuando realizaba esfuerzos intelectuales y de vez en cuando le pegaban ataques convulsivos. Su rostro recuperó volumen original, aunque sus nervios habían sido destruidos y la parte izquierda de su cara quedó paralizada. Pero, eh, un chorro de partículas había atravesado su cerebro casi a la velocidad de la luz y había sobrevivido.

En realidad, tampoco se sabe cómo de “sorprendente” porque no está tan claro cómo nos afecta exactamente una dosis de radiación tan alta y sobre una pequeña sección del cuerpo. De hecho, se cree que Bugorski tuvo “suerte” de que el haz de partículas atravesara su cerebro y no algún otro órgano vital, ya que nuestro cerebro tiene una gran capacidad regenerativa.

Sea como sea, a sus 73 años, hoy en día Bugorski sigue vivo y coleando.

¿Qué hubiera pasado exactamente si esto le hubiera ocurrido en el LHC, capaz de alcanzar energías 170 veces superiores que el U-70? Está claro que las cosas hubieran sido diferentes. ¿Cómo de diferentes? La verdad es que parece que no hay una opinión universalmente aceptada aunque, a juzgar por el aspecto de esta placa de metal de 2 milímetros de grosor que fue atravesada por un rayo de partículas con una energía de 450 GeV, 15 veces inferior a lo que es capaz de generar el LHC, mejor no hagáis el experimento en vuestras propias carnes.

Hasta 1932 se pensaba que los átomos consistían en un núcleo con carga eléctrica positiva (otorgada por los protones) que estaba rodeada de cargas negativas (los electrones). Ese año se descubrían los neutrones, las partículas con carga neutra que faltaban en el núcleo de los átomos para que su estructura tuviera algún sentido. Estas tres partículas, se creía, servían explicar por fin la naturaleza de la gran variedad de elementos químicos que nos rodean, desde el hidrógeno hasta el uranio. Pero, a finales de los años 60, se habían encontrado indicios de que los protones y los neutrones estaban compuestos por otras partículas aún más pequeñas que, por su carácter indivisible, reciben el nombre de partículas elementales.

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