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La vibración de una gota de lluvia
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Ramón Peco

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La vibración de una gota de lluvia

Paseando junto a mi antiguo colegio pude ver mi primera clase por una ventana que permaneció varios días rota. Aunque no soy muy melancólico observar ese espacio me puso el vello de punta

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La Ferroviaria es el colegio en el que estudié cuando era crío. Los niños que ahora estudian allí ya no corren por los pasillos del viejo edificio abandonado. Van a clase en unas nuevas instalaciones que le dan la espalda. En ocasiones paso junto a la antigua Ferroviaria e intento observar su interior. Un día pude ver mi primera clase por una ventana que permaneció varios días rota. Aunque no soy muy melancólico observar ese espacio me puso el vello de punta. Tenía seis años cuando veía el mundo al otro lado de aquella ventana.

El otro día, estresado, salí a tomar un poco de aire. Me senté en un banco cerca de la Ferroviaria e intenté desentenderme durante un rato de los problemas. Embelesado en mis pensamientos no percibí el alboroto de los chicos que estaban en el nuevo patio del colegio. Al cabo de un rato escuché a un montón de niños que me gritaban al otro lado de una enorme valla: — ¡Señor, señor! Me levanté y les pregunté qué era lo querían. Huyeron espantados como una bandada de gorriones. Me volví a sentar sin darle importancia a lo que había pasado. Pero un grupo de ellos regresó y me gritaron: — El balón, denos el balón. Me dirigí hacia dónde estaba el balón que habían lanzado al otro lado de la valla. Lo cogí y lo mandé de vuelta al patio. Una profesora les pidió que me dieran las gracias y todos lo hicieron al unísono.

De repente descubrí que yo mismo había protagonizado esa escena hace muchos años, aunque a la inversa

Me sentí bastante emocionado y extrañado por lo que acaba de pasar, pues de repente descubrí que yo mismo había protagonizado esa escena hace muchos años. Aunque a la inversa. Cuando estudiaba en la Ferroviaria el sitio donde ayer me encontraba no era un parque, era una huerta que cuidaban los ferroviarios de la cercana estación de tren, hoy desaparecida. De vez en cuando mis compañeros y yo lanzábamos demasiado alto el balón y se colaba en aquella huerta. No nos quedaba más remedio que pedirle con cierto temor a aquellos hombres que nos lo devolvieran.

Al volver a casa llamé por teléfono a un amigo. Le conté la experiencia y le expliqué que aquello me había hecho recordar la historia de la carpa del estanque, con la que el físico Michio Kaku cuenta cómo podemos percibir otras dimensiones: Un día en el que visitó el jardín de té de San Francisco observó una carpa en un estanque mientras llovía. Pensó que aunque esta no pudiese ver el mundo que hay por encima de ella si podía sentir las ondas que se forman en el agua cuando caen gotas de lluvia. Gracias a esas ondas quizá intuía la existencia de un mundo exterior.

Dice Michio Kaku que nos tiramos la vida pensando que las tres dimensiones que captamos con telescopios como el Hubble nos muestran todo el universo. Pero por muy remotas que sean las regiones del cosmos que nos enseñan, sólo son capaces de captar tres dimensiones. Las demás quedan fuera de su alcance.

Paradójicamente el instrumento que quizá nos muestre que hay más de cuatro dimensiones se encuentra bajo tierra. El gran colisionador de hadrones hace unas semanas que ha vuelto a estar activo. Entre otras cosas para buscar nuevas dimensiones. Para lograrlo este monstruoso complejo tecnológico que yace bajo las profundidades de la frontera entre Francia y Suiza buscará nuevas partículas cuya existencia sólo tendría sentido en otras dimensiones.

Tim Turban es el autor del artículo La paradoja de Fermi: ¿dónde está todo el mundo? En él pretende explicar cómo es posible que aún no hayamos localizado señales de vida inteligente fuera de la Tierra. Para hacernos comprender que quizá seamos incapaces de detectar civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra utiliza otro símil de Michio Kaku:

Digamos que hay un hormiguero en medio del bosque. Y justo al lado del hormiguero construyen una superautopista de diez carriles. Y la pregunta es “¿Serían las hormigas capaces de entender qué es una superautopista de diez carriles? ¿Serían capaces las hormigas de entender la tecnología y las intenciones de los seres que construyen la autopista a su lado?”.

¿Serían capaces las hormigas de entender la tecnología y las intenciones de los seres que construyen la autopista a su lado?

Mi amigo, que es filólogo, durante nuestra charla me puso un ejemplo sobre lo torpe que es nuestra percepción del tiempo. El vocabulario con el que nos referimos a él es idéntico al que usamos para hablar del espacio: Ha pasado muy rápido esta semana, que larga se me está haciendo la espera, fue como volver a la infancia…

Eso me ha hecho entender mejor la extraña sensación que experimenté el otro día. La vibración de una gota de lluvia en el estanque del tiempo me ha hecho comprender que yo era a la vez uno de los niños que pedía el balón y la persona que se lo devolvía. La escena pertenecía por igual al presente y al pasado. Era como si una hormiga por un momento intuyese que estaba junto a una inmensa autopista.

La Ferroviaria es el colegio en el que estudié cuando era crío. Los niños que ahora estudian allí ya no corren por los pasillos del viejo edificio abandonado. Van a clase en unas nuevas instalaciones que le dan la espalda. En ocasiones paso junto a la antigua Ferroviaria e intento observar su interior. Un día pude ver mi primera clase por una ventana que permaneció varios días rota. Aunque no soy muy melancólico observar ese espacio me puso el vello de punta. Tenía seis años cuando veía el mundo al otro lado de aquella ventana.

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