Empecemos por los principios
Por
Hernán Cortes, un Casanova con genio militar que lo dio todo por su rey
Doscientos perros mastines del Pirineo formaban la primera línea de ataque de los españoles. La segunda estaba ocupada por arcabuceros
Doscientos perros mastines del Pirineo formaban la primera línea de ataque de los españoles. La segunda estaba ocupada por especializados y corpulentos arcabuceros, que en caso de verse desbordados por el enemigo podrían usar las potentes horquillas de apoyo en los previsibles cuerpo a cuerpo que sin duda alguna se darían contra aquella ingente masa adversaria de infantería local. Una imponente tercera línea compuesta por trescientos jinetes sobre ágiles caballos árabes aguardaba la orden precisa para iniciar el asalto con las espadas en ristre. Era un siete de julio de 1520 y el sol despuntaba en aquellos cruciales momentos.
El sepulcral silencio previo a la orden de ataque sólo se veía roto por las plegarias de la tropa ante la intensidad de aquel trascendental instante. La presencia palpable de la muerte y su lacerante componente de incertidumbre, sumado al recuerdo de los familiares y el sentido de pertenencia a una tierra lejana, hacían que en aquel extraño pasaje de la existencia, en aquel momento vital tan tremendo, la cohesión de la tropa tuviera visos de una comunión casi mística en la antesala del vacío.
En 'temporada alta', la cosa ascendía a millares de interfectos que se dejaban el resuello en las escaleras de subida al altar del sacrificio
Enfrente, un pueblo que ofrecía miles de cabezas cortadas como ofrenda a un Dios despiadado. Convocaba éste a sus adoratrices verdugos, para segar a un ritmo de un centenar de cabezas los fines de semana, para regocijo del populacho y esto, a ritmo relajado. Cuando se aceleraban un poco, esto es, en “temporada alta”, la cosa ascendía a millares de interfectos que se dejaban el resuello en las escaleras de subida al altar del sacrificio y que para cuando habían llegado a la parte “noble” del templo no les daba mucho tiempo a reflexionar sobre el futuro. La infernal máquina de decapitación azteca funcionaba a pleno rendimiento.
Sus enemigos eran innumerables, totonacas, txitximecas, txacaltecas, incluso mayas residuales, eran pueblos tapón que les servían como amortiguación ante cualquier invasión por sorpresa y al tiempo les permitía estar en forma y entrenados para la guerra. Una vez llegadas las campañas de verano, las “razzias” para capturar material humano para los sacrificios se ponían en marcha. La practica de la “guerra florida“, acto que consistía en aprehender vivos durante el combate a los candidatos que debían subir al altar del sacrificio en la capital del horror, Tenochticlan, requería un esfuerzo notable. Pero esta peculiar actividad no les serviría con los hombres de Hernán Cortes. Cortes había detectado un fallo en el sistema del ejercito méxica, y este no era otro que cuando en combate caía un jefe de clan, todo el grupo se retiraba. Por lo que dio ordenes estrictas de acabar con los emplumados líderes, dado que era el plumaje lo que definía el estatus de liderazgo.
Una batalla aparentemente desigual
Conforme la tropa del imperio avanzaba hacia un destino incierto, encontrándose con una multitud de coloridos a la vez que alterados aztecas, el ritmo de las plegarias que musitaban los infantes de la primera España se iba convirtiendo poco a poco en una atronadora voz de combate. Mil quinientos hombres estaban situados de espaldas al sol, y más de ciento cincuenta mil -según Hugh Thomas y otros cronistas de la época como el traductor personal de Cortes, Jerónimo de Aguilar-, por los del oeste. En una batalla aparentemente desigual, el infinitamente superior ejercito azteca se enfrentaría a un entrenado ejercito venido del este en una desigualdad solamente aparente.
Sin tiempo a reaccionar, los aztecas recibirían una descarga cerrada, y otra, y otra…
La mayor potencia de fuego, entrenamiento, motivación, necesidad perentoria de supervivencia y una retaguardia inexistente que les cubriera las espaldas, correspondían a la parte española. No había marcha atrás ni margen para la especulación. Entonces, todo comenzó.
Una lluvia de flechas y lanzas contadas por millares tal que una nube de langostas pareciera, salieron hacia las filas españolas. La mayoría quedaron en tierra de nadie, la distancia no permitía mayor precisión. Aquella horda comenzó a avanzar en medio de un griterío infernal. Cortes no tenia prisa.
A la distancia de cien metros entre las partes, levantaría su espada indicando claramente la única dirección posible. Se soltaron los imponentes perros en primer lugar. La velocidad de estos canes de presa y su porte colosal causaban pánico en las filas adversarias. Sin tiempo a reaccionar, los aztecas recibirían una descarga cerrada, y otra, y otra… La formación española era compacta y el temido cuerpo a cuerpo no llegaba todavía. Fue entonces cuando la potente galopada de la caballería pondría en desbandada a aquella masa humana en medio de una carnicería de proporciones bíblicas.
El mismísimo infierno
En Otumba, algunos días después de la Noche Triste, una retirada en la que los españoles perderían a mas de seiscientos hombres, Cortes daría una magistral legión de táctica y estrategia.
La guerra es fea. La guerra es la madre de la carta blanca. La guerra es la ausencia total de principios, el todo vale. No hay excusa que sea indulgente con los actos de los hombres en la guerra mas allá del miedo atroz al adversario y al propio mando; pero en un escenario de barbarie, la compasión brilla por su ausencia. Huérfanos, viudas, violaciones de la intimidad mas profunda, mutaciones rotundas y radicales de la engañosa realidad, ausencia de un Dios digno de tal nombre, llantos por doquier, la tempestad del horror y los odios extremos hacen de la guerra el único escenario posible en el que se puede localizar el infierno y no en otro incierto lugar.
Según cronistas era imposible drenar la sangre que afluía al tranquilo lago en el que estaba asentada la ciudad de Tenochticlan
En aquella crucial batalla de Otumba, una proporción infinitamente reducida de combatientes pondría en fuga a un ejercito de proporciones colosales. El magisterio de Cortés y su fina intuición militar darían con la tecla adecuada. El camino a Tenochticlan quedaría expedito. Algo mas allá, y a cierta distancia, un ejercito de txaclaltecas que aguardaban el incierto desenlace de la batalla quedarían convencidos de los argumentos de Cortés y se unirían a él para los restos, actuando como guías, exploradores, logistas y hostigando permanentemente al ejercito de Moctezuma.
En el segundo asalto a la capital azteca, el ingenioso hijo de Medellín no repararía en medios y en un derroche de imaginación asaltaría la ciudad por su zona lacustre –la mejor defensa natural– y provocaría una carnicería sin precedentes entre la población. Según cronistas era imposible drenar la sangre que afluía al tranquilo lago en el que estaba asentada la ciudad, el olor de los cadáveres en descomposición era insoportable y la matanza se había llevado por delante en el asalto hasta que se consiguió aplacar a la levantisca población local, cerca de cien mil muertos en los combates subsiguientes.
Un seductor sin límite
Cortés dejaría una impronta indeleble como acreditado Casanova. Desde su aparatosa caída de una tapia sevillana cuando la escalaba con románticas intenciones, hasta su incondicional rendición ante la espectacular y bellísima Doña Marina (La Malinche), pasando por su relación con la primera y atribulada esposa oficial (practicaban el amor por correspondencia) y su amor postrero por Juana de Zúñiga, su repertorio de seductor tenia mas teclas que las del Tenorio.
Finalmente, acusado por sus detractores, envidiosos de los éxitos que le habían encumbrado a tan alto sitial en el imaginario colectivo, fue acusado de la oscura muerte de su mujer Catalina y de algunos desaguisados económicos y supuestos rotos a la hacienda real. Quien todo lo había dado por su rey, bajaría a segunda división. Sus días postreros los dedicaría a escribir sus cartas de relación al emperador, en las que describiría sus peripecias y andanzas por los territorios de La Nueva España (México). Todavía y ya retornado al suelo patrio, le quedarían arrestos para participar en la batalla de Argel en un intento de reivindicarse ante la testa coronada. Mas fue en vano.
Hernán Cortés dejaría su cuerpo un día del mes de diciembre de 1547 y tras de sí una leyenda de proporciones épicas.
Doscientos perros mastines del Pirineo formaban la primera línea de ataque de los españoles. La segunda estaba ocupada por especializados y corpulentos arcabuceros, que en caso de verse desbordados por el enemigo podrían usar las potentes horquillas de apoyo en los previsibles cuerpo a cuerpo que sin duda alguna se darían contra aquella ingente masa adversaria de infantería local. Una imponente tercera línea compuesta por trescientos jinetes sobre ágiles caballos árabes aguardaba la orden precisa para iniciar el asalto con las espadas en ristre. Era un siete de julio de 1520 y el sol despuntaba en aquellos cruciales momentos.