Escuela de Filosofía
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¿Quién se está quedando con nuestro pasado? Democracia y memoria histórica
Como toda identidad colectiva, también la identidad democrática requiere una apropiación selectiva y crítica de las tradiciones culturales e históricas
Pocos días después de la muerte de Adolfo Suárez, este diario daba noticia de un informe sobre los escasísimos conocimientos de algunos universitarios españoles (en concreto, estudiantes de Magisterio de la Universidad Autónoma de Madrid) acerca de la Guerra Civil, la dictadura de Franco y la Transición (“Cautiva y desarmada, la ESO se olvida de la Guerra Civil”, El Confidencial 30/03/2014).
Como seguramente esos estudiantes no son una excepción, lo que indica este informe –elaborado por el profesor Fernando Hernández, de la UAM– es que las generaciones más jóvenes apenas saben nada acerca de la historia reciente de España. Se da, pues, la paradoja de una impresionante conmemoración pública de un hombre (Suárez) y un periodo histórico (la Transición) sobre los que, en privado, una parte importante de la población lo ignora casi todo.
Hay algo extraño e inquietante en el propósito de fijar desde el poder político una memoria colectiva
Son interesantes, además, algunas de las razones de ese desconocimiento: muchos de los estudiantes encuestados para la elaboración del informe tenían la impresión de que sus profesores de ESO y Bachillerato habían preferido tratar esta materia superficialmente para evitar la polémica política. Así que en realidad no es extraño que las generaciones más jóvenes no estén informadas sobre esa parte crucial de nuestra historia: aparte de las carencias generales de nuestro sistema educativo, quizás esta desmemoria encubre oportunamente la cuestión, todavía no resuelta, de cuál es la interpretación de la Guerra Civil y de la dictadura franquista más compatible con los valores de la sociedad española actual.
Precisamente esta cuestión era el fondo del interesante debate en torno a la “memoria histórica” que tuvo lugar en España hace algunos años, y que después ha quedado aparcado por la avasalladora crisis económica (y por la irrelevancia a la que ha sido condenada la Ley aprobada en 2007). En torno a la memoria histórica se enfrentan dos posiciones que tienen de su parte buenas razones. Por un lado, hay algo extraño e inquietante en el propósito de fijar desde el poder político una memoria colectiva, o en la pretensión de que todos los miembros de una sociedad democrática compartan una visión de su historia. Por otro lado, parece legítimo exigir que todos los grupos sociales y políticos de la España actual compartan un rechazo unánime y sin ambigüedades de un régimen dictatorial que tuvo su origen en una sublevación militar y que hasta el último día se caracterizó por la violación de los derechos humanos. Nos topamos aquí, por tanto, con una especie de antinomia. Y sin embargo, hay buenas razones para defender que una sociedad democrática requiere un determinado grado y un determinado tipo de memoria histórica común.
¿Es posible llegar a un consenso respecto a la historia?
Tratamos aquí con un problema de identidad colectiva, y para aclararlo podemos partir de una analogía con la identidad individual. El filósofo alemán Jürgen Habermas describe la formación de la identidad individual como un proceso de “comprensión apropiadora de la propia biografía”, es decir, como un proceso en el que descubrimos quiénes somos y decidimos quiénes queremos ser mediante la apropiación selectiva del propio pasado. Cada uno de nosotros lleva a cabo individualmente esta construcción, pero algo similar ocurre también en la esfera pública, en la que se decide colectivamente el modo en que los ciudadanos de un Estado definen su identidad en tanto que tales (esto es, su identidad política, no su identidad privada).
La memoria es un asunto subjetivo e individual, y pertenece a la esfera privada; la historia, en cambio, es un campo en el que pueden obtenerse conocimientos objetivos
Ahora bien, existe una importante diferencia entre la construcción de ambas identidades, y es el hecho de que, en el caso de la identidad colectiva, la apropiación selectiva del pasado siempre puede suponer un agravio para alguien. Cuando tratamos de definir nuestra identidad individual, descartamos como irrelevantes algunos episodios de nuestra biografía; cuando establecemos una identidad común, excluimos la memoria de otros. Por eso Paul Ricoeur señala que la construcción de una memoria histórica común topa siempre con la dificultad de que “los mismos acontecimientos significan para unos gloria y para otros humillación”.
Ante esta dificultad, una opción es rechazar sin más la idea de memoria histórica. Y de hecho en nuestro país se ha sostenido a menudo que esta expresión es una contradicción y que debemos disociar sus dos elementos de acuerdo con la distinción entre lo privado y lo público: la memoria es un asunto subjetivo e individual, y pertenece a la esfera privada; la historia, en cambio, es un campo en el que pueden obtenerse conocimientos objetivos, pero su fijación compete a los historiadores, no a las leyes, los políticos o los ciudadanos. Sin embargo, este argumento va demasiado lejos, pues parece implicar que las sociedades no deberían conmemorar públicamente ningún acontecimiento histórico ni cultivar ninguna interpretación compartida de su propia historia.
Ahora bien, es evidente que la memoria pública existe, y que forma parte trivialmente de nuestra vida cotidiana. En Madrid se conmemoran anualmente los hechos del 2 de mayo de 1808, el 6 de diciembre se celebra en toda España el día de la Constitución, etc. Estas conmemoraciones, en principio triviales e inofensivas, forman parte de algo que podemos llamar metafóricamente una “memoria común”, y que contribuye a fundar la identidad política compartida de los ciudadanos de un Estado. Por otro lado, es indudable que cualquier ejemplo de un hecho histórico conmemorado podría interpretarse en términos partidistas u ofender la memoria de algún grupo social presente o pasado (los afrancesados en la guerra de independencia, los franquistas contrarios a la Constitución de 1978, etc.), y pese a ello nadie discute su legitimidad o su conveniencia. Sin embargo, cuando se trata de la Guerra Civil y del franquismo surgen argumentos de todo tipo para criticar no ya el contenido, sino el concepto mismo de una memoria histórica compartida. Pero esto no prueba que este concepto sea absurdo, o que una memoria común de los acontecimientos del siglo XX español no sea posible. Sólo indica que esa memoria no ha terminado aún de establecerse.
La conveniencia de una memoria común
La pregunta que debemos hacernos no es, por tanto, si podemos construir una memoria común de la Guerra Civil y el franquismo, sino si esa memoria común es conveniente, y si es legítimo exigirla y fomentarla, aunque sea selectiva y parcial. Y para responder a esta pregunta, puede ser útil recurrir al filósofo político norteamericano John Rawls, y en concreto a su concepto de razón pública. Rawls formula este concepto en un contexto teórico muy diferente al de nuestros debates sobre la memoria histórica. Su preocupación es, más bien, indagar las condiciones que permiten lograr una convivencia estable y una solución pacífica de los conflictos políticos en sociedades culturalmente heterogéneas, es decir, caracterizadas por un pluralismo de visiones del mundo y formas de vida que a menudo chocan entre sí. Rawls formula este problema en los siguientes términos: “¿es posible que se dé una sociedad estable y justa, cuyos ciudadanos, libres e iguales, estén profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales enfrentadas y aun inconmensurables?” Y su respuesta es que, en efecto, es posible una sociedad estable a pesar de esas profundas diferencias, siempre que todos los grupos que componen la sociedad acepten un conjunto de principios políticos comunes, a la luz de los cuales puedan formular y resolver los conflictos políticos que surjan entre ellos.
Ese conjunto constituye lo que Rawls denomina la “razón pública” de una democracia, e incluye principios tales como el reconocimiento del pluralismo, el respeto a los derechos humanos o la aceptación de las reglas de la democracia. El papel crucial de esta razón pública en la vida democrática es evidente: para que funcione una democracia, todas las posiciones políticas que pretendan defenderse en la esfera pública han de poder expresarse y fundamentarse, en última instancia al menos, en los términos de esa razón pública.
Si la identidad democrática de los españoles ha de cobrar un espesor histórico, éste sólo puede fundarse en la condena de las ideologías y los regímenes antidemocráticos que forman parte de nuestra historia
Ahora bien, ¿qué sucede cuando en una sociedad coexisten interpretaciones y valoraciones distintas o antagónicas de la historia de la propia comunidad política? Podemos exponer este problema mediante una paráfrasis de la pregunta de Rawls a la que antes nos hemos referido: ¿es posible que se dé una sociedad estable y justa cuyos ciudadanos, libres e iguales, estén profundamente divididos por interpretaciones del pasado común enfrentadas y aun inconmensurables? En mi opinión la respuesta a esta pregunta es que la razón pública de una democracia requiere también una memoria histórica común. Los acontecimientos históricos susceptibles de elevarse a la categoría de recuerdos compartidos, conmemorados o rechazados, y en cierto sentido (metafórico) públicos, están tan sometidos al criterio selectivo de la razón pública como lo están todos los componentes de las diversas ideologías, creencias religiosas o doctrinas filosóficas defendidas por los ciudadanos. Esto no significa, naturalmente, que la política deba sustituir a la investigación histórica: la razón pública no afecta al conocimiento de los hechos históricos, sino a su interpretación públicamente relevante. Y lo que parece exigir la aplicación de la criba de la razón pública a nuestra memoria histórica es, simplemente, que todos los grupos de la sociedad, sea cual sea su orientación política, siempre que ésta pretenda ser compatible con la democracia y los derechos humanos, coincidan en condenar y rechazar sin ambigüedades no sólo la violencia y la barbarie de la Guerra Civil, sino también el régimen franquista, incluso si ese rechazo se justifica en cada caso mediante razones diferentes, extraídas de los diferentes recursos culturales e ideológicos de cada grupo cultural o social.
Podemos, pues, aplicar a la memoria histórica la criba de la razón pública. Pero además, cabe argumentar que esa criba es inevitable. Como toda identidad individual o colectiva, también la identidad política democrática requiere una apropiación selectiva y crítica de las tradiciones culturales y de la propia historia, y la criba es especialmente importante en un país como España, cuya historia y cultura política no siempre han encajado bien con los valores de una sociedad democrática. No todo lo que hemos sido nos sirve para definir lo que ahora somos o lo que queremos ser, y si la identidad democrática de los españoles ha de cobrar un espesor histórico, éste sólo puede fundarse en la condena de las ideologías y los regímenes antidemocráticos que forman parte de nuestra historia. Por eso el rechazo unánime, público e inequívoco del franquismo (y esto significa: la conciencia pública de los crímenes de Estado que se cometieron entonces, la memoria pública de sus víctimas, la persecución de los crímenes no prescritos y una condena clara de todas las expresiones apologéticas y nostálgicas que todavía se producen) contribuiría a reforzar la única forma de identidad política que los españoles podemos cultivar en una democracia moderna.
Pocos días después de la muerte de Adolfo Suárez, este diario daba noticia de un informe sobre los escasísimos conocimientos de algunos universitarios españoles (en concreto, estudiantes de Magisterio de la Universidad Autónoma de Madrid) acerca de la Guerra Civil, la dictadura de Franco y la Transición (“Cautiva y desarmada, la ESO se olvida de la Guerra Civil”, El Confidencial 30/03/2014).