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Nadie en su sano juicio prefiere lo falso a lo verdadero... ¿De verdad?
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José Luis González Quirós

Escuela de Filosofía

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José Luis González Quirós

Nadie en su sano juicio prefiere lo falso a lo verdadero... ¿De verdad?

La mayoría de nuestros conceptos, sea cual fuere su origen, se ven sometidos a un intenso trato práctico y acaban adquiriendo un significado general

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La mayoría de nuestros conceptos, sea cual fuere su origen, se ven sometidos a un intenso trato práctico y acaban adquiriendo un significado general, que es el primero del que hay que partir cuando nos decidimos a pensar sobre ellos, a sopesar lo que significan, lo que nos dicen y también lo que acaso nos ocultan.

El concepto de verdad no plantea demasiados problemas en la práctica, porque nadie que esté en su sano juicio preferirá lo falso a lo verdadero, lo dudoso a lo cierto, la mentira a la sinceridad. Ahora bien, la cosa se puede complicar mucho a nada que reparemos en dos dimensiones de la idea de verdad, en su transparencia práctica y en sus paradojas teóricas, pero todavía más si nos paramos a pensar en el destino que le espera a la categoría de verdadero en una sociedad que posee los medios necesarios para multiplicar, prácticamente hasta el infinito, cualquier versión o apariencia, y, por supuesto, cualquier falsedad, especialmente cuando se hace, y se hace extraordinariamente a menudo, para que puedan pasar por verdaderas afirmaciones que distan muy mucho de serlo.

Para verlo más de cerca, usaré una analogía entre la verdad y el dinero. En el caso del dinero disponemos de instituciones -los Bancos- cuya misión principal consiste, literalmente, en multiplicar el dinero aumentando su velocidad de circulación, haciendo que el depósito de uno se convierta en moneda circulante para otro, para muchos. Naturalmente que ese es un proceso con riesgos, y que, precisamente por eso, está sometido a diversas formas de regulación que tratan de conseguir que el dinero que circula a partir de depósitos previos sea tan fiable y preciso como el dinero depositado que de alguna forma lo respalda, y que el conjunto del proceso de multiplicación no resulte inverosímil o insostenible. Con una unidad cualquiera se consigue una especie de milagro de los panes y los peces sin que nadie sospeche del artificio porque, habitualmente, es beneficioso para la economía de todos.

Vayamos ahora al fenómeno de circulación del conocimiento, de lo quesupuestamente tenemos por verdadero. Las industrias de la cultura y de la información, como en otro tiempo las iglesias, los editores o las universidades, funcionan como auténticos multiplicadores de la verdad, expandiendo casi de manera infinita el conocimiento que se supone verdadero y válido. Las verdades se convierten así en una mercancía capaz de producir efectos benéficos por todas partes y por mucho tiempo. La diferencia es que nuestro sistema de regulación del dinero, con todas sus deficiencias, es mucho más poderoso y preciso que cualquier proceso equivalente que podamos imaginar o suponer para garantizar el valor de las verdades en circulación.

Distinguiendo la verdad de las falsedades

Siempre que tengamos un dólar o un euro en las manos sabremos lo que se puede hacer con ellos, salvo que ese día haya estallado una crisis universal, y el pánico se adueñe de las calles. Por el contrario, ya podemos tener en las manos la más exquisita y sólida de las colecciones de verdades, una fortuna en conocimiento, que nunca está del todo claro qué podríamos hacer con ella. No hemos encontrado la manera fiable y sencilla de convertir el capital de verdades en moneda de uso inmediato, eficaz y universal. Me refiero al hecho, bastante obvio, de que, en primer lugar, el mundo está radicalmente dividido respecto a verdades supuestamente fundamentales, y, en segundo lugar,de que muchas de las verdades más hondas y útiles, como las verdades de la ciencia, por ejemplo, no pueden ser normalmente manejadas por el común de los mortales sin que se nos exponga a riesgos en verdad disparatados.

Vuelvo ahora a la afirmación inicial que decía que la idea de verdad es transparente, una manera de subrayar que por más que se nos diga que una afirmación es verdadera, por más que lo firmase el presidente del correspondiente Banco de verdades, jamás podríamos distinguir a primera vista una sola verdad del inmenso conjunto de falsedades –muy similares y escasamente distinguibles de ella–que se pueden pensar y decir. Toda forma de conocimiento está rodeada de inmensos racimos de ignorancia, con un aire de familia muy parecido al del saber verdadero, sin que sea tarea sencilla distinguir el grano de la paja. Para poder hacer esto con ciertas garantías hace falta una cualidad que no tiene paralelo en el mundo del dinero: hace falta ser sabio, o experto, si se prefiere, en un concreto tema para que se pueda sostener, a título propio, si una afirmación cualquiera es verdadera o falsa. Esta situación no tiene paralelo en el mundo del dinero porque para manejar un euro o un millón de ellos no hace falta ser millonario: todo el mundo acepta sin rechistar la validez del billete.

Pues bien, a pesar de todo cabe afirmar que la analogía entre el valor del dinero y el valor de la verdad no está descaminada por una razón fundamental: porque las construcciones simbólicas que se supone han de ser verdaderas acaban funcionando igual si lo son que si no lo son, acaban creando su propia verdad. De manera que, a muchos efectos, andar preguntando si algo que se dice, se cree, se afirma o se supone, es realmente verdadero, se asemeja bastante a la conducta del que ante cada euro acudiese al Banco Central europeo a certificar si esa moneda tiene suficiente respaldo.

De hecho, la conducta de la mayoría con la información es estrictamente equivalente a su conducta con el dinero: lo toman, lo cambian y lo consumen, sin mayores preocupaciones. En el caso de la verdad pasa, además, que la aceptación general no desgasta el valor que se le supone, sino que, en cierto modo, lo certifica y lo aumenta. Se trata de una situación ciertamente curiosa porque, como escribió Truesdell a propósito de la historia de los orígenes de la teoría cinética de los gases: “En cuestiones de la ciencia, la mayoría siempre se equivoca”. No es un pequeño mérito del mundo contemporáneo que hayamos construido un sistema tan sólido como para poder olvidarnos de inquirir sobre sus fundamentos, y que eso valga casi tanto en cuestiones de moral como de economía o de ciencia.

Esto no nos libra del todo de una preocupación que puede parecer fundamental, a poco que se medite: aparte de usar sin demasiadas cautelas la idea de verdad, ¿deberíamos preguntarnos un poco más a fondo por ella? Si acudimos a los filósofos veremos que nos aconsejarán algunas precauciones elementales, pero que tampoco poseen ninguna receta especialmente efectiva. Podríamos resumir la cosa del siguiente modo: una cosa es constatar que, de hecho, la verdad importa relativamente poco en la sociedad en que vivimos, que el lugar de la verdad está plenamente ocupado por las tecnologías de la información, y que la demanda de verdad es prácticamente irrelevante, y otra cosa muy distinta es plantearse la cuestión de si la idea de verdad debiera importar, o si es un concepto del que podríamos prescindir sin mayores temores. Lo que parece suceder es que la mayoría de la gente se conforma de manera habitual con una verosimilitud tolerable, aunque sea muy tenue, y que ese mismo público tiende a conformarse también con esa ausencia de libertad “suave, razonable y democrática”, contra la que tronó Marcuse en los años sesenta.La cuestión es, finalmente, muy simple: ¿consentirán las sociedades tecnológicas del futuro espacios de discusión en los que se pongan en cuestión sus fundamentos? Puede parecer una pregunta abstracta, pero responderla de uno u otro modo tendrá repercusiones que acaso pudieran llegar a ser incontrolables.

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La mayoría de nuestros conceptos, sea cual fuere su origen, se ven sometidos a un intenso trato práctico y acaban adquiriendo un significado general, que es el primero del que hay que partir cuando nos decidimos a pensar sobre ellos, a sopesar lo que significan, lo que nos dicen y también lo que acaso nos ocultan.

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