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Carlos Matallanas

Mi batalla contra la ELA

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Mi ELA y los demás

Una enfermedad grave, como cualquier acontecimiento relevante en la vida de una persona,debe ser asumida con la mayor normalidad

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

Una enfermedad grave, como cualquier acontecimiento relevante en la vida de una persona, ya sea este positivo o negativo, debe ser asumida con la mayor normalidad posible. No solo soy de esa idea, sino que creo que la he aplicado siempre que he tenido ocasión. Cabe la excepción de un hecho tan repentino y traumático que produzca un tremendo shock emocional, donde se lleguen a perder las riendas de la razón. Pero ya expliqué en la primera entrada de este blog que eso a mí no me había pasado a la hora de conocer que sufría esclerosis lateral amiotrófica.

Ahora bien, una vez que se consigue afrontar la situación personal con serenidad y tranquilidad, aparecen gran cantidad de factores que no dependen de uno y que son, por tanto, imposibles de controlar. Me refiero, sobre todo, a la reacción y comportamiento de las demás personas con las que convives. Ahí entran en juego demasiados condicionantes socioculturales que los dejaremos mejor para el análisis de expertos en esas materias. Yo, simplemente, quiero contar cómo he ido percibiendo que los demás encajaban la nueva realidad de mi salud. En definitiva, cómo veo que me ven.

Recuerdo que el primer pensamiento que me venía a la cabeza según iba dando a conocer la noticia a los seres queridos y conocidos era la constatación de que aquello le venía muy grande a prácticamente todo el mundo. Es decir, creo que en nuestra sociedad vivimos de espaldas a las desgracias. No se incluye en nuestra educación como individuos la visión de la muerte, la enfermedad o los serios contratiempos como lo que son, aspectos naturales de la propia vida. Por mucho que no sea algo frecuente, siempre habrá padres que sobrevivan a sus hijos, y siempre habrá algunas familias que capearán durante años con un temporal interminable de malas noticias. Miren a su alrededor y verán que esto es lo suficientemente cotidiano como para asumirlo como algo real y posible. Tan humano como para dejar de observarlo de una vez por todas a través del miedo y las supersticiones con las que se han miradoestos hechosdurante siglos.

Y para el que aquí escribe, asumir la cara trágica de la existencia es el mayor canto a la vida que se puede hacer. Saber que todo puede pasar en cualquier momento, para mal o para bien, da alas a la hora de disfrutar cada instante. Le hace a uno consciente de cuándo conviene sacar a relucir la mesura o cuándo, en cambio, toca dar rienda suelta al disfrute sin complejos. Y esta visión no me la ha dado la enfermedad, se lo aseguro. La ELA, más bien, ha sido el motivo para poner en práctica lo que siempre he pensado al respecto. Y la excusa, en este caso, para poder transmitir mi forma de ver la vida a través de estas líneas con el humilde deseo de que pueda servir de algo a alguien.

Cuando la enfermedad se hace visible

Con naturalidad, nunca me escondí ante los primeros síntomas. Dentro de la preocupación lógica que me hizo encender el sistema de alerta para priorizar mi problema de salud por encima de otros hechos cotidianos, lo cierto es que seguí haciendo todo prácticamente igual durante un año completo. Ahí están mis familiares cercanos, mis amigos o mis compañeros de trabajo o de vestuario para constatarlo. Y no lo digo con ansias de servir de ejemplo, porque repito por enésima vez que respeto cualquier otra reacción, y solo trato de contar mi caso concreto tal cual ha sido.

Eso sí, de manera también natural, el comportamiento y los hábitos se van adaptando a las nuevas limitaciones. En mi caso, fui perdiendo el habla lentamente, y también tenía que dejar de comer ciertos alimentos. Pues tanto en el ocio como en la actividad laboral esto llega un momento que es un condicionante muy importante. Y, repito, de manera natural, empiezas a saber que hay cosas que ya no puedes hacer.

Esta normalidad es, con mucha diferencia, lo que al entorno cercano más le cuesta entender. Tal adaptación, que en el caso del enfermo es obligada, los demás no la asimilan hasta que no se dan de bruces contra ella, por mucho que se lo hagas entender de antemano. Y, cuando al fin la asumen, muchos lo hacen de forma trágica (sufriendo por algo que tu no sufres) o no queriendo entender que es algo definitivo (negando en parte la realidad). Pero no acuso a nadie, al contrario, lo veo también algo consecuente con el problema sociocultural que comentaba al principio. Desde ese prisma son reacciones normales, y entiendo que para algunos es muy complicado y doloroso empezar a despedirse del Carlos que conocían o, más exactamente, de las cosas que sabían que Carlos hacía o decía y ya no puede.

Así es la vida del 'nuevo' Carlos

Para los que no me conocéis o no me veis día a día, os puntualizo mi situación actual, que sigue siendo privilegiada dentro de la enfermedad. De momento cuento con buena movilidad. Sí he perdido bastante masa muscular al dejar de practicar hace ya cinco meses deporte a un nivel muy alto, como venía haciendo toda mi vida. Pero tras dejar atrás ocho kilos de una estacada, ahora el peso es estable, aunque es el que tenía con 16 años. Acostumbrado a un nivel de actividad muy alto, con escasísimos días de descanso absoluto a lo largo de un año y jornadas intensas con la atención siempre encendida, sí estoy notando en mi día a día la aparición del cansancio. La necesidad de sentarme más a menudo o dormir muchas más horas de las que acostumbraba. Eso es una adaptación compleja y que afecta directamente sobre todo a mi pareja, que es quien más horas pasa con el ‘nuevo’ Carlos.

Por el inicio bulbar de mi caso, la movilidad de la lengua es lo primero que he perdido y por ahí sigue avanzando el síndrome. No solo es duro perder la capacidad de hablar en sí, también desaparecen pequeñas habilidades que tenemos y que usamos a diario sin darnos cuenta. Simplemente poder emitir un sonido sencillo para llamar la atención, o dar las gracias o saludar. O tararear una canción. O silbar. Ahora me ayudo de una libreta para completar lo que quiero decir y tengo otros trucos y nuevos hábitos que ya contaré otro miércoles. Pero es evidente que he pasado de ser un enamorado de las buenas conversaciones, incluso algunos íntimos me recuerdan con cariño la excesiva labia que tenía como me sintiera cómodo, a no poder transmitir ni el 10% de los pensamientos que se me pasan por la cabeza y me gustaría hacer públicos en una sobremesa, por ejemplo.

Y a la hora de alimentarme pasa igual. Un día dices adiós a algo tan sencillo como la lechuga, sabiendo que no podrás volverla a comer. Y detrás vienen los frutos secos, los espaguetis, un buen filete, el vino... y ahora ya hasta el agua, que solo la puedo ingerir con espesante. Y por supuesto solo te alimentas con comodidad y sin agobios en la tranquilidad de tu hogar. Adiós a aperitivos en la barra de un bar o picoteos dando un paseo.

Son simples ejemplos, podría dar bastantes más, para que sepan algo más concreto sobre el momento de la enfermedad en que me encuentro. Habrá enfermos de ELA que se vean reconocidos y otros que hayan tenido un inicio completamente diferente. Pero en todos los casos, aparecen limitaciones. No avergonzarse jamás de ellas (haciendo ver a todo el mundo que eres enfermo y punto, sin lamentos ni más trabas a las ya existentes) y acoplarse a las nuevas condiciones con naturalidad está siendo en mi caso una de las claves principales para mantenerme fuerte.

Y otro pilar que da confianza es no echar nunca de menos aquello que ya no se puede hacer. Parece algo traumático desde los ojos de alguien sano tener que renunciar a disfrutes sencillos del día a día. Pero creo que si les digo mi visión cambiarán de idea rápidamente. Punto uno: he asumido que tengo una enfermedad degenerativa. Punto dos: esto es, existe la certeza de que iré a peor, que los síntomas serán cada vez más graves y limitantes, que iré necesitando cada vez más ayuda de otras personas. Y punto tres: pues sabiendo eso, no puedes permitirte perder ni un segundo del día en pensar qué es lo que no puedes hacer, sino que lo que haces inconscientemente es valorar lo que haces ahora mismo, porque posiblemente llegará un momento que tampoco lo podrás hacer. Este mecanismo se me activó automáticamente desde el primer momento y ahí sigue ayudándome en cada paso que doy.

Una experta que nos trata nos dijo a mi pareja y a mí el primer día que hablamos con ella que era el momento de aprender a pedir ayuda a los demás. Esas palabras me calaron porque si algo no me ha gustado nunca es depender de otros en problemas míos. Y esa adaptación si requiere mayor ejercicio individual en mi caso. Pero mientras sigo siendo bastante independiente pese a que poco a poco debo ayudarme más del ‘bastón’ diario que me ofrece sobre todo mi pareja, sí quería dejar constancia de cómo los demás han asumido mi enfermedad. Lo han hecho como mejor han sabido pese a los tópicos sociales que existen y que he intentado explicar para combatirlos.

Esta es la primera toma de contacto de un tema que seguro abordaré con asiduidad en este blog. Y es que valoro mucho la buena gente que me rodea, sin la que es imposible vivir. Ni antes ni, mucho menos, ahora.

Si desea colaborar en la lucha contra la ELA puede hacerlo en la web delProyecto MinE, unainiciativapara apoyar la investigaciónque parte de los propios enfermos

Una enfermedad grave, como cualquier acontecimiento relevante en la vida de una persona, ya sea este positivo o negativo, debe ser asumida con la mayor normalidad posible. No solo soy de esa idea, sino que creo que la he aplicado siempre que he tenido ocasión. Cabe la excepción de un hecho tan repentino y traumático que produzca un tremendo shock emocional, donde se lleguen a perder las riendas de la razón. Pero ya expliqué en la primera entrada de este blog que eso a mí no me había pasado a la hora de conocer que sufría esclerosis lateral amiotrófica.