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Más particularidades de volverse mudo a los 33 años
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Carlos Matallanas

Mi batalla contra la ELA

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Más particularidades de volverse mudo a los 33 años

El autor continúa contándonos su pelea contra la ELA. En esta ocasión, nos ofrece más detalles acerca de cómo le ha afectado la pérdida del habla a los 33 años de edad

Foto: Ilustración: Jesús Learte Álvarez
Ilustración: Jesús Learte Álvarez

Voy a seguir con el tema que afrontaba en el artículo de hace siete días, la pérdida del habla y cómo ha cambiado mi vida por ello. Es curioso, pero he comprobado últimamente que existe una manera de cuantificar este cambio. Se trata de la factura del teléfono móvil, instrumento que ahora uso para todo menos para su utilidad original, hacer o recibir llamadas.

Mirando los datos del mes pasado, veo que sólo se han hecho cinco llamadas en todo octubre desde mi móvil. Como son tan pocas, recuerdo perfectamente el motivo de cada una de ellas, y por eso sé que todas fueron hechas por terceros a los que presté el teléfono.

En el mismo mes del año pasado, por ejemplo, la factura demuestra que el total de las llamadas de voz hechas desde mi número rondó los mil minutos de duración, cifra que durante los últimos tiempos venía superando asiduamente, pero no por abuso, sino siempre por un uso necesario, motivado por mi trabajo y por las conversaciones habituales y normales con las personas de mi círculo cercano.

Desde hace unas semanas, llevo el móvil en modo silencio permanentemente, porque realmente me es indiferente que suene o no una llamada. Las personas conocidas ya no me telefonean porque saben que es inútil, y sé que, si es algo muy urgente, acabarán llamando a mi pareja o a un hermano o a mis padres. Entonces, como además nunca he visto lógico atender al teléfono siempre por encima de la realidad física que te rodea, los diálogos a distancia que mantengo se vuelven más lentos, más propios de otra época. De aquellos tiempos donde a ningún cerebro se le había ocurrido aún crear un ‘doble check azul’ y tampoco existía gente que diera por supuesto que por leer un mensaje se estaba obligado a contestarlo de inmediato, descuidando lo que realmente estabas haciendo.

Ahora, las personas que me quieren transmitir algo me escriben un mensaje, ya sea por WhatsApp, por alguna red social, a través de un SMS o también de un correo electrónico, y yo lo atiendo según voy pudiendo a lo largo del día o la semana. Hay que destacar en este punto el enorme éxito que está teniendo este blog, y que motiva constantes muestras de cariño, consultas, propuestas y frases de todo tipo, tanto de conocidos como de extraños. He de reconocer que tras más de mes y medio desde el inicio de esta vorágine aún sigo organizándome en esta labor que me lleva mucho más tiempo del que me podía imaginar.

Tampoco me agobio por ello. De la misma manera que toca adaptarse a la nuevas formas que tengo para comunicarme presencialmente con otras personas, hacerlo a distancia es ahora muy diferente a como era antes de la enfermedad. Para sustituir lo que sería una llamada, mando largos mensajes que, con paciencia, mis amigos y seres queridos tienen que leer. Pero no es lo mismo porque, como ya les dije, escribir no es hablar…

Pese a que ya no tengo un horario laboral tan extenso como antes del diagnóstico, ahora la actividad sigue siendo muy alta, motivada por las varias propuestas tanto en el ámbito más personal como relativas a la lucha de concienciación contra la ELA que estamos iniciando junto a mis familiares. El equilibrio entre el necesario descanso y las cosas que debo ir haciendo está siendo lo más complicado de conseguir en estos momentos. Y no hay que olvidar que puedo pensar infinidad de cosas; lo difícil es transmitirlas, ya que a lo largo del día lo mismo no alcanzo ni la mitad de lo que desearía.

Pero, por supuesto, también quedan huecos para seguir disfrutando de la vida con los demás. Este pasado fin de semana ha sido muy especial en ese aspecto. Mi grupo más íntimo de amigos del barrio llevamos varios años haciendo un viaje anual por Navidad, que empezó siendo una escapada de seis chavales veinteañeros en busca de diversión juntos y se ha acabado instaurando como una bonita tradición. Es habitual que el paso de los años vaya espaciando cada vez más los momentos en que se vuelve a disponer de tiempo única y exclusivamente para disfrutar de tus mejores amigos. Y, ya con algún padre en el grupo, esa acabó siendo la mejor excusa para que, año tras año, ninguno de los seis faltara a la cita pese a que cada vez es más complicado que todos acabemos cuadrando fechas.

Este año lo adelantamos un mes por motivos que no vienen al caso. Pero, en definitiva, era evidente que mi situación de salud le daba mayor emotividad al encuentro. Y todo salió fenomenal, como siempre. Supongo que los mejores amigos lo son porque junto a ellos simplemente eres tal cual te gusta ser, y en ese entorno, ser feliz no cuesta esfuerzo alguno. Sale solo. Creo que es habitual que dentro de un grupo de viejos y buenos amigos haya bastantes diferencias en la forma de ver la vida, en la manera de ser, de afrontar problemas, de desarrollarse como individuos.

Rara vez compartes objetivos importantes junto a ellos, algo que por ejemplo sí se hace hasta puntos extremos con compañeros de trabajo que quizá jamás serán tus amigos e incluso puede que no te caigan bien. Y además, a diferencia de la familia, los amigos se eligen y te eligen, una fragilidad e incertidumbre propias de esta relación tan íntima que acaba siendo la clave del amor fraternal y sincero que surge de ella.

Uno de estos colegas, hace cosa de un año, cuando todavía mi habla era simplemente lenta, un poco torpe y mi lengua sólo había dejado de hacer un par de sonidos, me sorprendió con una declaración. De manera normal y sin darle importancia, me dijo: “Tío, he tenido esta noche un sueño y salías tú, y en el sueño hablabas bien, se oía tu voz normal”.

Hasta ese momento no había sido muy consciente de que, aparte de mi familia y mi pareja, había bastante gente muy preocupada por mí, por lo que me estaba pasando. Ahora mismo ya no tengo dudas de ello por las constantes muestras de cariño que me hacen llegar. Pero ese recuerdo me hace ver que, en la velocidad de los días, no nos paramos a pensar en la suerte que tenemos de contar conun núcleo de personas que, sin compartir tu sangre, son tu familia.

Alrededor de ese núcleo muy íntimo existen más capas de amigos de los distintos ámbitos en los que te desarrollas en la vida, luego hay más capas compuestas por conocidos que te aprecian o aprecias en función de la distancia que os separa o la intensidad de la relación que habéis mantenido. Otra cosa que me está sorprendiendo es saber la gran cantidad de personas que han pasado por mi vida y que ahora me quieren demostrar su apoyo y cariño. Esas certezas que arroja la enfermedad también deben ser tenidas en cuenta a la hora de hacer balance de una situación como esta. Y es que es la cara más positiva, sin duda.

Cuento todo esto para explicar que sé que mi voz no se apaga porque vive en la boca de muchas de estas personas. Es fabuloso de repente que en medio de una conversación alguien con ver solo mi gesto diga en voz alta una expresión que estoy pensando, porque él o ella saben que diría eso, porque me lo han escuchado decir mil veces.

No debo ser yo quien describa mi carácter, pero sí puedo decir que, pese a que creo que no actúo nunca con maldad, tampoco es sencillo y predecible y paso bastante tiempo muy serio. Pero también, en momentos adecuados, me encanta el humor, reír y hacer reír. Esto último, sin el habla, es de las cosas de las que me estoy despidiendo. Se perdió en la zona de obras, esa de la que les hablé la semana pasada, la posibilidad de soltar una frase cortante o absurda, o un vacile, o emitir algún sonido o imitación graciosa en el momento justo y que la gente suelte una carcajada.

La velocidad mental sigue ahí, sigo pensando el chiste o la coletilla, pero no puedo transmitirlos. Y esto sí que escrito no tiene gracia, nunca mejor dicho. Sin embargo, de vez en cuando, alguien que me conoce muy bien lo dice por mí sin yo pedírselo. En definitiva, habla por mí, con lo mágico que un hecho así supone.

El silencio, como la soledad, son estados que el ser humano solo puede disfrutar si son elegidos con total libertad. Cuando se llega a ellos obligado, atentan contra la condición social de nuestra especie, y es ahí donde hay que hacer una intensa labor de adaptación psicológica para seguir sacándole provecho a la existencia. En eso estamos.

Más allá de las creencias de cada uno, lo que sí podemos constatar, aquí y ahora, es que nada muere totalmente si pervive en el recuerdo de alguien. Y por eso sé que soy una persona tan afortunada, rodeada de tanta gente que me lleva en lo más profundo de su mente. Allí mi voz jamás se callará. Lo sé. Estoy seguro. Y realmente eso es lo que, en mitad de esta tormenta, da sentido a mi vida entera.

Si desea colaborar en la lucha contra la ELA puede hacerlo en la web delProyecto MinE, unainiciativapara apoyar la investigaciónque parte de los propios enfermos

Voy a seguir con el tema que afrontaba en el artículo de hace siete días, la pérdida del habla y cómo ha cambiado mi vida por ello. Es curioso, pero he comprobado últimamente que existe una manera de cuantificar este cambio. Se trata de la factura del teléfono móvil, instrumento que ahora uso para todo menos para su utilidad original, hacer o recibir llamadas.

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