Mi batalla contra la ELA
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Opiniones y propuestas de un ciudadano español cualquiera
Está claro que no se han hecho bien los deberes, y la España del siglo XXI sigue siendo analfabeta en empatía democrática
Como le pasará a más de uno, ya no sé si soy yo el que se está volviendo loco o si el sentido común me asiste realmente a mí mientras nos envuelve una creciente locura colectiva. El conflicto que se agudiza estos días en Cataluña despierta día tras día un asombro que se torna inmediatamente en preocupación. Preocupación por poner en duda valores democráticos que nos inculcaron desde niños a las primeras generaciones que nacimos en libertad.
Está claro que no se han hecho bien los deberes, y la España del siglo XXI sigue siendo analfabeta en empatía democrática. En un país caracterizado históricamente por su enorme diversidad, es un error capital no haber trabajado profundamente en que nos entendiéramos y conociéramos a nosotros mismos. Desde luego, de esta manera, sería imposible un desafío independentista como el actual.
En un país caracterizado por su enorme diversidad, es un error capital no haber trabajado en que nos entendiéramos y conociéramos a nosotros mismos
No soy yo de los que resten méritos, ni uno solo, a los hacedores de la Transición. Me enseñaron, primero, y comprobé, después, que fue un esfuerzo titánico de mucha gente de bien por avanzar juntos, en medio de un clima de incertidumbre y con peligros ciertos a pie de calle. Se avanzó, mucho, merece un aplauso eterno y respeto absoluto. Pero el error ha sido dar por cerrado el proceso tan rápidamente. Aquello fue un gran paso, pero solo un paso. Quedan pendientes los siguientes.
Así lo advertía el filósofo Gustavo Bueno ya en los primeros años noventa. La segunda transición estaba pendiente, y cuanto más tarde se abordase, más problemas acumularíamos como sociedad. A la vista está que así ha sido.
Es sencillo entender que ese segundo paso ha sido siempre necesario si se tiene presente que la llegada de la democracia se hizo bajo supervisión de los viejos poderes franquistas. La modernidad era imparable, pero no por ello la propia estructura social, económica, judicial y política dejó de ser un freno para que se sanearan como se necesitaba todos los resortes del Estado.
La segunda transición estaba pendiente, y cuanto más tarde se abordase, más problemas acumularíamos como sociedad. Así ha sido
Entre unos que querían avanzar como si este fuera un territorio democráticamente maduro, y otros que empujaban para atrás desde sus lugares de poder, se montó el sistema de comunidades autónomas. Ahora pocos pueden defender que no necesite revisión. No solo por el conflicto territorial, también por las desigualdades entre ciudadanos según su residencia, que la crisis económica ha dejado en evidencia.
No se han borrado de la conciencia colectiva de muchos rincones del país viejos miedos, viejas fobias. A mí me han chirriado por obsoletos desde que tengo uso de razón. Soy madrileño, pero tengo más que ver con un chaval de Cornellà que con alguien criado en las zonas nobles de mi ciudad. Es decir, pertenezco a la inmensa mayoría demográfica conformada por la clase media y trabajadora. Por eso me ha dolido siempre encontrarme con un mensaje de resentimiento desde Cataluña o País Vasco hacia Madrid, como ente difuso representante de la represión centralista. Ese Madrid es un mito, basado en las realidades franquistas, pero una falacia en la España actual, que solo sirve para justificar el absurdo victimismo de muchos ciudadanos de regiones o naciones históricas. Tanta culpa tiene la ignorancia de los victimistas por no entender que este es un Estado democrático con instrumentos y garantías para defender cualquier idea, como los que aún se nutren de la vieja amenaza centralista para sacar réditos electorales en unas zonas mientras provocan iras en otras. España, esta España, no es ni lo uno ni lo otro.
Tengo tres abuelos extremeños, también mi padre lo es. Mi abuelo materno llegó a Madrid muy joven y formó su familia en la capital. Mis abuelos paternos tuvieron sus hijos en su pueblo de Cáceres y durante la migración masiva del campo a la ciudad de los sesenta fueron a parar a San Sebastián. Pero dos años después acabaron en el extrarradio de Madrid definitivamente. Historia análoga a la de millones de españoles. Quiero decir que yo podría haber sido perfectamente habitante de Rentería como primos lejanos míos, o hijo de charnego en Barcelona o alrededores. Sin ir más lejos, el pueblo de origen del escritor catalán Javier Cercas está unos pocos kilómetros más allá del de mi padre.
En Madrid nunca se pregunta de dónde provienes con intenciones de marcar diferencias identitarias. Ni existe un sentimiento de pertenencia excluyente
La gran diferencia es que en Madrid nunca se pregunta de dónde provienes con intenciones de marcar diferencias identitarias. Ni existe un sentimiento de pertenencia excluyente con lo de fuera, como aquel en que se basa el independentismo. Al contrario, se asume que todos somos de todos lados, así, igual que yo, mis amigos y conocidos provienen de familias de Burgos, Segovia, Ciudad Real, Badajoz, Asturias, Guadalajara y un larguísimo etcétera. Y la rueda sigue con la constante llegada de inmigrantes de primera generación de todas las provincias de España. En ese contexto histórico, social, y hasta sentimental, resulta ridícula la posibilidad de una sedición por motivos identitarios.
Y por motivos económicos tampoco. Todos los privilegios que he tenido por nacer y desarrollarme en una gran capital son los mismos que hubiera tenido en Barcelona o en Bilbao. Así que se desbarata muy fácilmente el argumento del maltrato del Estado a estas regiones, precisamente las más avanzadas. Además, eludir la responsabilidad y solidaridad con las regiones más desfavorecidas, especialmente tras las circunstancias históricas que acabo de ejemplificar (su progreso económico se ha basado en gran parte en la mano de obra inmigrante), es uno de los argumentos más antidemocráticos de la escena política actual.
Y como tampoco hay sometimiento real, requisito esencial, no existe posibilidad de acogerse al legítimo derecho de autodeterminación de los pueblos. Eso no quita para que sea también legítimo que haya ciudadanos que no se sientan del Estado que conforman, o que otros deseen cambiar su relación con él. Aunque algunos creamos que su enfoque es equivocado por basarse en los obsoletos mitos y fobias citados, esos ciudadanos deben usar todos los instrumentos que nuestro marco de libertades nos otorga. Deben asociarse, promover sus ideas y convencer a la gente necesaria para cambiar las leyes y hasta la estructura del Estado. Los atajos tomados por la mayoría del Parlament de Cataluña y el Gobierno de la Generalitat no son el camino, deslegitiman sus ideas y dejan en evidencia incluso la supuesta inteligencia de sus actores.
Ahora bien, un problema tan evidente como el catalán no merece tampoco un Gobierno tan inoperante como ha demostrado ser el de Rajoy. En realidad, se han enfrentado las caras de la misma moneda, una creía que con el respaldo de la legalidad era suficiente para que cientos de miles de catalanes dejaran de salir a la calle. Y los otros se pensaron que esos cientos de miles representaban a toda Cataluña y les daban alas para afrontar hasta el más disparatado desafío.
A un observador inteligente le ha de producir profunda carcajada tanto la intervención de Joan Tardà durante el examen que pasó Rajoy ante el pleno del Congreso en relación con la corrupción de su partido, donde el de ERC justificó sus ansias independentistas para no tener corrupción (cuando la Cataluña de Convergencia i Unió es paradigma de ello), como el disparate de Rafael Hernando negando la plurinacionalidad de España y alimentando la vieja idea de una sola identidad nacional.
Cuando los Reyes Católicos unificaron casi todo el territorio peninsular, se usaba la expresión de 'las Españas' para referirse a esa unificación tan plural, como recogen numerosos documentos de la época. Erigieron una nación política, que envolvió diferentes identidades y territorios y donde hasta la orografía obliga a pelear contra la fuerza centrífuga que llama al aislamiento de las regiones periféricas. Fue desde el extranjero donde se empezaron a referir a esta nueva nación plural como España. Y rápidamente, con la conquista de América, la expresión de las Españas pasó a denominar exclusivamente esos territorios de ultramar.
Quizás este país debería haberse llamado en plural, porque así lo vemos la mayoría. Y cada una de las naciones históricas sería una de las Españas
El peso de Castilla sobre el resto de regiones se fue acentuando durante siglos, pero las diferentes identidades culturales han sobrevivido incluso al tirano ideario franquista. Y por suerte para todos, todo eso ya está vencido en el derecho actual. En vez de celebrar que dentro de la nación política que nos da las libertades contamos con naciones y realidades culturales enriquecedoras y seguir creciendo, algunos se empeñan en dar vida al fantasma de Una, Grande y Libre. Bien para salvarnos a todos de los peligros de la diversidad, bien para inventarse un adversario imaginario que justifique un inventado sometimiento centralista.
Quizás este país debería haberse llamado en plural, porque así lo vemos y lo vivimos la mayoría. Y cada una de las naciones históricas y regiones que conforman nuestro Estado sería una de las Españas. A veces, con llamar a las cosas por su nombre la realidad se ve más justa y cercana.
Sea como sea, y sabiendo que no es tiempo de convencer sino de conciliar, ahora toca solucionar un problema muy serio. Porque tan firme debe ser nuestro respaldo al Gobierno e instituciones estatales para hacer frente a la injustificable desobediencia actual del Gobierno de la Generalitat, como claro tenemos que tener el hecho de que ya es ineludible abrir las vías para que se vote al respecto con todas las garantías. Necesitamos saber qué pensamos y con ello empezar a saber qué seremos.
Es ineludible abrir vías para que se vote al respecto con todas las garantías. Necesitamos saber qué pensamos y con ello empezar a saber qué seremos
Lo primero que hay que dejar claro antes de iniciar negociaciones es que no existe la ciudadanía catalana, como no existe la ciudadanía murciana o canaria. Somos ciudadanos, y es lo más grande que tenemos en nuestra vida pública, porque pertenecemos y conformamos el Estado español. La indivisibilidad de la soberanía nacional es algo incuestionable. Por eso, lo primero que habría que hacer es interpelar a toda la ciudadanía por el problema en cuestión.
Conviene que se vote para saber realmente cuál es el escenario. Pero algo tan serio merece unas garantías y contrapesos mucho mayores que los habituales. No se puede decidir algo como el Brexit o la independencia de un territorio con una votación a mayoría simple, como se ha hecho.
Por ejemplo, el primer paso sería preguntar en referéndum nacional si se está a favor o en contra de que se celebre una consulta exclusivamente al censo perteneciente a Cataluña, con relación a su encaje en el resto del Estado. Porque el gran error que cometen los independentistas y catalanistas es dar por hecho que su región les pertenece en exclusiva. Cataluña es tan mía o de un gallego como de alguien nacido en Tarragona. Porque es parte del territorio donde puedo ejercer mis derechos civiles. Tengo la posibilidad de desplazarme allí en cualquier momento, buscar trabajo, formar una familia o montar un negocio simplemente llevando mi DNI en la cartera. Y posibilidades y derechos como estos los perderíamos todos los españoles de fuera de Cataluña en caso de independencia. Por eso el proceso debe contar con el conjunto de ciudadanos. En ese primer referéndum nacional, se puede aprovechar para preguntar también si se cree necesaria una revisión de la administración territorial del Estado que contempla actualmente la Constitución.
El primer paso sería preguntar en referéndum nacional si se está a favor de que se celebre una consulta exclusivamente al censo catalán
Si sale un no mayoritario en la primera pregunta, habría que valorar los resultados concretos en Cataluña para, con todos esos datos, avanzar en el desbloqueo de la situación. Si saliera un sí, una vez otorgado por todo el país ese privilegio eventual de fragmentar la soberanía nacional entre residentes en Cataluña y el resto, se debería celebrar la consulta fundamental solo en territorio catalán, con dos preguntas al menos. Algo así como “¿Está satisfecho con el actual encaje de Cataluña en el Estado español?”, y la segunda “¿Quiere que Cataluña se convierta en Estado independiente?”.
Esta segunda cuestión debe atenerse a unas reglas concretas para que sea vinculante. Si se deja la decisión a una mayoría simple sin importar la participación, se comete una injusticia al no valorar el efecto transgeneracional e histórico de la decisión. Por eso, fijar un 60% de votos para que una de las dos opciones resulte ganadora, con un mínimo del 70% o 75% de participación, por ejemplo, no dejaría dudas de que la ciudadanía residente en Cataluña desea eso. En el caso de ganar el sí bajo estas condiciones, quedaría preguntar al resto de la ciudadanía si ratifican o rechazan ese resultado, siendo esta última votación la que consume o no la independencia. Parece evidente que, si tan amplia mayoría de catalanes respaldara la independencia, el resto de españoles entenderíamos que lo sensato y conveniente es permitir esa ruptura. Y en el caso de que los no catalanes rechazáramos perder parte de su territorio, entraríamos en un escenario nuevo donde habría que alcanzar una salida intermedia. Pero se haría teniendo muy claro cuál es la opinión cierta de la ciudadanía española al respecto.
Si tan amplia mayoría respaldara la independencia, el resto de españoles entenderíamos que lo sensato y conveniente es permitir esa ruptura
Sobre la pregunta acerca de la independencia con esa mayoría de votos cualificada, quedaría fijar los supuestos en caso de que ninguna de las opciones alcanzara el 60% de votos o la participación mínima pactada. Entonces, lo más coherente es fijar un calendario periódico. Por ejemplo, repetir esta consulta concreta cada equis años (¿siete, 10 quizá?) hasta que una de las dos opciones alcance la mayoría necesaria para ser definitiva y vinculante. Así, se aparcaría el tema hasta entonces, dejando de emponzoñar el día a día político y social, y se abrirían espacios de tiempo amplios donde reflexionar y que se refuercen unas posturas u otras.
De lo contrario, dejando que el sí o el no sean vinculantes con la mitad de votos más uno y/o con una participación baja, no será jamás justo el resultado. Porque pasados unos meses, muertos unos cuantos del censo e incorporados nuevos ciudadanos al mismo, el resultado puede ser el opuesto. Y una decisión donde están en juego tantas cosas no puede depender tanto de elementos circunstanciales.
Estas son simples propuestas de un ciudadano español cualquiera, que es muy consciente de la suerte que tiene de pertenecer a este conjunto en este momento de la historia. El más libre, justo y seguro que hemos conocido por estas tierras. Quizá si nuestro nombre oficial fuera el Reino de las Españas (en un futuro, quizá la República de las Españas, si así lo decidiéramos entre todos) nada de esto estaría pasando. Porque Cataluña se identificaría como una de la decena de las Españas que conforman nuestra afortunada nación política. Y en ese reconocimiento de diversidad colectiva encajaría la identidad de pertenencia a un Estado por darnos lo más importante: la riqueza de una ciudadanía cargada de matices. No parece inteligente renunciar a ni uno solo de ellos.
Como le pasará a más de uno, ya no sé si soy yo el que se está volviendo loco o si el sentido común me asiste realmente a mí mientras nos envuelve una creciente locura colectiva. El conflicto que se agudiza estos días en Cataluña despierta día tras día un asombro que se torna inmediatamente en preocupación. Preocupación por poner en duda valores democráticos que nos inculcaron desde niños a las primeras generaciones que nacimos en libertad.