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Dame el dinero y cállate: las despedidas de soltero señalan el futuro de España
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Héctor G. Barnés

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Dame el dinero y cállate: las despedidas de soltero señalan el futuro de España

Cada vez son más los municipios que intentan detener una plaga que, hasta hace no mucho, no parecía un problema. Pero es una buena metáfora de lo que le espera a nuestro país

Foto: Un grupo de jóvenes brinda en una terraza de Tossa de Mar. (EFE/Robin Townsend)
Un grupo de jóvenes brinda en una terraza de Tossa de Mar. (EFE/Robin Townsend)

Me escurro por la calle Laurel de Logroño un domingo por la noche sintiéndome como el forastero que acaba de llegar a un pueblo hostil en un 'western', solo que los carteles de "no servimos a extraños" han sido sustituidos por un "no se admiten despedidas de soltero". Bar tras bar, todos repiten el mantra al lado de la entrada, como una versión moderna del "conócete a ti mismo" del templo de Apolo. Es extrañamente evocador. No hay que ser un lince para deducir que su aparición se debe a hordas de borrachos portando genitales de plástico en sus cabezas y lamparones de ron cola en sus camisetas liándola pardísima fin de semana tras fin de semana. Como estoy solo y voy disfrazado de mí mismo, no tengo problema para que me pongan un vino y unos torreznos.

Lo que hace no tanto fue un chiste divertido que dejaba pingües beneficios a bares, restaurantes y garitos de toda índole a cambio de aguantar un rato cada semana a adultos agarrándose al último vestigio de su adolescencia ha terminado convirtiéndose en un problemón en capitales de provincias y barrios céntricos de algunas ciudades. Estos han descubierto a las malas que la vida cotidiana y el estado de excepción impuesto por las despedidas –cuya máxima es "haz lo que quieras, pero lejos"– se compadecen mal. Lo resumía mejor que yo aquel 'sketch' de 'Vaya semanita' en el que los parroquianos de los bares logroñeses corrían a refugiarse en sus casas al grito de "¡que vienen las vascas!", como si se una peli de zombis se tratase.

Vender el alma al turismo es vender el alma al diablo: al final son los vecinos los que tienen que tragarse las externalidades negativas del sector

Esta clase de eventos son una manifestación más de la externalización de los marrones que caracteriza nuestra era. Hay que liarla, claro, pero nunca en el bar de la esquina. Compra un billete de avión, alquila un coche y vete a vomitarte encima donde nadie te conozca. Ya saben, lo que ocurre en Gandía se queda en Gandía. No es nada nuevo, ya que desde hace décadas España ha vivido algo semejante, con el auge del turismo de playa y borrachera y los guiris tostados al sol y la espuma de la cerveza. Pero hasta hace poco aún persistía cierta doble moral que repudiaba a los visitantes extranjeros mientras daba palmaditas a los de las despedidas, quizá porque podían ser nuestros hijos (o nosotros mismos).

El problema es que, claro, el sufrimiento causado a los vecinos y los beneficios para la hostelería no están repartidos de forma proporcional. Así que durante los últimos años son cada vez más los ayuntamientos que han intentado atajar la situación. La gaditana Conil aprobó hace unos días un conjunto de medidas para combatirlo, y Madrid o Barcelona están planteándose hacer lo propio. El discurso suele ser muy similar en todas partes: el turismo es para España como la fotosíntesis para las plantas, pero no cualquier tipo. Hay uno bueno, muy bueno, y otro malo, muy malo. Sin embargo, la dificultad para trazar una línea entre uno y otro recoge bien uno de los grandes retos a los que se enfrenta el sistema productivo español.

Ponte hasta las trancas, pero no hagas ruido

Lo suelen sugerir todos los hosteleros cuando les preguntan por el tema, pero lo sintetizaba a la perfección uno consultado en 'La Rioja' cuando le preguntaban por el problema de las despedidas: "Que no vengan a follar, sino a disfrutar y a comer bien". (Lectura: hacer el amor es gratis, zampar bien no). Hay que desincentivar el turismo 'low-cost' y darle alas al cultural, al gastronómico, a los paseos por la naturaleza tan largos que empujen al viajero a descansar en caras casas rurales… Pero, ignorante que es uno, muchas veces me cuesta ver dónde se encuentra exactamente la frontera que separa el turismo gastronómico de calidad del bar de cañas y pinchos abarrotado por sus precios populares.

placeholder Un grupo de jóvenes sanfermineros reencontrándose con el agua. (EFE/Javier Lizón)
Un grupo de jóvenes sanfermineros reencontrándose con el agua. (EFE/Javier Lizón)

Vender el alma al turismo es vender el alma al diablo, y las despedidas de soltero pasaron de ser un mal menor —porque llenaban las arcas cada fin de semana— a problemón para los vecinos, que tienen que tragarse las externalidades negativas de que muchos rincones de España, cada vez más, vivan por, para y del turismo. Como ha ocurrido con los pisos turísticos, las bacanales de Magaluf o los San Fermines, le vemos las orejas al lobo cuando es demasiado tarde para dar marcha atrás. ¿Por qué? Porque nadie puede poner freno a un sector que produce dinero a menos llenas. El discurso del "turismo de calidad" es una tirita en una herida que se hace cada vez más profunda, una forma de tranquilizarnos ante la posibilidad de que España termine convirtiéndose en el parque de atracciones de la OCDE.

Las despedidas de soltero son dentro de ese panorama un fenómeno peculiar, porque muestran que todos —incluso nuestros estudiosos hijos— podemos convertirnos en los protagonistas de 'Resacón en Las Vegas'. Con una sustancial diferencia: Las Vegas fue creada expresamente en mitad del desierto como una ciudad destinada al ocio y el pecado, pero dudo que los celtas tuviesen eso en mente al establecerse en un margen del Ebro en lo que hoy es Logroño. Esa tolerancia tradicional que comienza a derivar en hartazgo hasta llegar a ser insostenible es la misma trama que han seguido otros fenómenos turísticos en nuestro país. Y, como la de los regalos de boda, es una gran industria que puede llegar a celebrar unas 300.000 despedidas al año. Saquen la calculadora y multipliquen por número de juerguistas a 200 euros por barba. Como para decir que no.

La posibilidad de tener que salir disfrazado por una ciudad lejana cumpliendo pruebas degradantes me aterra más que el compromiso para toda la vida

La mayoría, claro, se portan —nos portamos— bien, faltaría más, y pagamos nuestras deudas en forma de resaca. Lo bueno de que las despedidas consistan básicamente en perpetrar un último acto de transgresión es que cada cual puede interpretarlo como le dé la gana, y así no hace falta caer en la lamentable máxima forocochera de "una despedida sin putas es un cumpleaños". Con tener alguna anécdota que sirva de gasolina canalla, convenientemente exagerada, para las conversaciones entre colegotes durante las siguientes tres décadas es más que suficiente: "¿Te acuerdas en la despedida de este… ¡cómo la liamos! Fuá, chaval".

Siempre me parecerá muy rancia esa visión del matrimonio como un castigo divino que pone punto y final a cualquier posibilidad de diversión del novio (o la novia) y que por lo tanto le otorga derecho a excederse como le plazca, legitimado por caer bajo el yugo de la persona a la que –supuestamente– quiere. Yo, por mi parte, admito que mi miedo al matrimonio es, en realidad, un miedo a las despedidas. La posibilidad de tener que salir disfrazado de Tortuga Ninja por una ciudad desconocida cumpliendo pruebas degradantes me aterra mucho más que el compromiso para toda la vida. Pero quizá no tanto como que, al aceptar que hay lugares donde se vive y lugares donde se desfasa, España termine convirtiéndose toda ella en una juerga chabacana.

Me escurro por la calle Laurel de Logroño un domingo por la noche sintiéndome como el forastero que acaba de llegar a un pueblo hostil en un 'western', solo que los carteles de "no servimos a extraños" han sido sustituidos por un "no se admiten despedidas de soltero". Bar tras bar, todos repiten el mantra al lado de la entrada, como una versión moderna del "conócete a ti mismo" del templo de Apolo. Es extrañamente evocador. No hay que ser un lince para deducir que su aparición se debe a hordas de borrachos portando genitales de plástico en sus cabezas y lamparones de ron cola en sus camisetas liándola pardísima fin de semana tras fin de semana. Como estoy solo y voy disfrazado de mí mismo, no tengo problema para que me pongan un vino y unos torreznos.

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