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Admire a un mostoleño en su hábitat natural: nadie escapará a la autenticidad devoradora
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Héctor G. Barnés

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Admire a un mostoleño en su hábitat natural: nadie escapará a la autenticidad devoradora

Frente a los intentos de apropiación turística de los barrios, los vecinos intentan conservar sus esencias. ¿Y si eso es precisamente lo que la industria busca? ¿Hay salida posible?

Foto: Imagen de la estación de metro de Móstoles Central, donde puede apreciarse a los nativos de la localidad haciendo cosas de mostoleños. (CC/Draceane)
Imagen de la estación de metro de Móstoles Central, donde puede apreciarse a los nativos de la localidad haciendo cosas de mostoleños. (CC/Draceane)

Paseo por el barrio antiguo de Hanói, al otro lado del planeta, y una fantasmagórica sensación de familiaridad recorre mi cuerpo. Un posadolescente que no pudo conocer a Ho Chi Minh me entrega un 'flyer' en inglés que promete cervezas enormes a algo menos de dos euros (perdón, a 50.000 dongs). Echo un vistazo a la puerta del local, que escupe algo que parece reggaetón, y de repente me siento como Marty McFly cuando despertaba en su propio pueblo, 30 años antes. Tengo la seguridad de que si me escurriese por una puerta en la trastienda del bar, aparecería en un garito de Huertas, al lado de casa, dos destinos a miles de kilómetros de distancia unidos por el hilo conductor del tum-pa-tu-tu-pa de 'Despacito'. La lógica del turismo genera sorprendentes atajos interdimensionales.

Cuando el antropólogo Marc Augé escribió sobre los no-lugares, esa teoría que sugería que un supermercado de Madrid es sorprendentemente parecido a uno en Toledo (Ohio), los anteponía a los lugares históricos y vitales, aquellos donde sí ocurren cosas de verdad. Su punto ciego quizá sea la aparición de una nueva categoría de lugares que une ambos: espacios históricos cargados de significado, experiencia y vivencias cuyos rasgos en realidad se repiten en todo el planeta, preservados por el canon de la guía turística y el gusto moderno. Son ultralugares que aspiran a ofrecer una experiencia total y definitiva. Cada ciudad tiene ya su zona de fiesta (su Huertas), su centro económico (su City londinense), su zona de compras para la jet set (su Milla de Oro) y, claro, su Malasaña… o Lavapiés.

La paradoja de la autenticidad provoca que cuanto más se conserva la personalidad de un barrio, más fácil resulta de vender al turista

Ya se habrá enterado que Embajadores es el barrio más 'cool' del mundo para la revista 'Time Out'. La reacción de los vecinos ha sido tan unánime como previsible. Que si oculta aquello que no encaja en la foto oficial, que si es la estacada final a cientos de vecinos que han sufrido subidas imparables del precio del alquiler; es un irónico y agridulce éxito. No falta razón a ninguno de ellos, pero quizá pase por alto la gran paradoja de este asunto: que el círculo vicioso de la autenticidad provoca que, cuanto más se intentan preservar las esencias, más consumible sea el barrio. No hay escapatoria: lo que los turistas aman de Lavapiés (o de la sucesión de barrios pintorescos en Varsovia, Hanói o Nueva York) es lo que ya es: su lado imperfecto y cotidiano es su atractivo.

Según la teoría clásica, la gentrificación expulsaba a los vecinos pobres para ser reemplazados por nuevos ricos, rehabilitación de espacios degradados mediante. Es posible que nos encontremos en una nueva iteración de dicho proceso, en el que a ese "mobbing mobiliario", como bien lo llaman por ahí, lo que le interesa no es solo adueñarse de las viviendas, sino conseguir que la apariencia del barrio, ese casticismo 'marketiniano', esté aún presente. Es la experiencia del bar de viejos elevada a nivel de barrios, nuevos Eurodisneys multiculturales: de igual forma que el viajerista (viajero + turista) oriental disfruta visitando tribus olvidadas, a los japoneses que recorren Tribulete quizá les haga gracia retratar para Instagram corralas y vejetes con parpusa.

placeholder Un crisol de colores y sabores, una mezcla de culturas sin igual: justo lo que el turista busca. (iStock)
Un crisol de colores y sabores, una mezcla de culturas sin igual: justo lo que el turista busca. (iStock)

Basta con echar un vistazo a los otros dos barrios que completaban el top 3 de 'Time Out', Euljiro en Seúl y Nueva Villa de Aburrá en Medellín, para comprobar que las ciudades reproducen en serie modelos de autenticidad. Del primero se destacan las freidurías de pollo a la vieja usanza y los 'ajeosshis' (parroquianos de mediana edad); del segundo, la nutrida concurrencia de punkis y jebis, como si eso fuese Móstoles en los años 80. Porque ahí está el truco: un barrio es 'cool', precisamente, porque no lo es, y por ello, resulta atractivo a los turistas que buscan una experiencia de verdad (es decir, todos). El viajero no acude a un barrio gris anegado de galerías de arte donde gente de clase media-alta se oculta en sus 'lofts', sino a aquellos lugares donde se puede rebañar un poco de vida.

Guerra de mitos

Asisto alarmado a una sorprendente reacción frente a esta revalorización 'cool' de determinados barrios por parte de —se entiende— las clases creativas (siempre hay hipsters para echarles la culpa), y es el elogio de la autenticidad de municipios del extrarradio y barrios de la periferia (a menudo calificados demasiado a la ligera como "obreros" y "pobres"). Es un mentiroso duelo de autenticidades, en el que en esa búsqueda de un espacio virgen, no corrompido ni por la civilización ni por el capitalismo, vuelve a poner la rueda machacona de la autenticidad en marcha de nuevo. Este nuevo mito del buen salvaje de periferia se enfrenta a la vieja leyenda del barrio de aluvión venido a más, perdiendo de vista que, como Richard Florida advierte, la guerra es global y no una mera cuestión de caprichos individuales.

Esta idealización olvida el esfuerzo que hicieron los vecinos para suprimir esas cosas tan pintorescas desde fuera, tan dañinas desde dentro

Yo, nacido y criado en Móstoles, me sorprendo ante la inocencia de cierta cháchara. A nadie le han interesado Fuenlabrada, Getafe o Alcorcón más que como contraejemplo en una guerra cultural de la que sus habitantes son caricaturizados, presas de paternalistas discursos ajenos. Siempre han sido la clave de lo 'anticool', aunque ahora sean puestos como ejemplo por aquellos que necesitan encontrar una Arcadia política, un lugar puro donde no hay ni hipsters ni pijos, una pequeña Galia que resiste frente al Imperio Romano de la gentrificación. Un equivalente español a la tan debatida masa de votantes de Trump. Y en cuya exacerbación de los tópicos de lo quinqui, pandillero y lumpen no hace más que olvidar el esfuerzo que realizaron durante décadas sus vecinos para suprimir esas cosas tan pintorescas desde fuera, tan dañinas desde dentro.

Quizá no sea tan delirante pensar en autobuses llenos de turistas visitando las ciudades del extrarradio para comprobar cómo vive de verdad la olvidada clase trabajadora, como hacían con la España rural los protagonistas de 'El disputado voto del señor Cayo', intentando encontrar la piedra filosofal de lo español. Lo dirá la Lonely Planet: "Lavapiés ya no es lo que era, si quiere visitar un barrio madrileño de verdad, pruebe con Pitis". O el barrio periférico de turno en Londres, Nueva York o Naipyidó. Quizá a los visitantes les decepcione la heterogeneidad social e ideológica de sus habitantes, que no se corresponderá con lo que pone en la guía. O tal vez ya se haya ejercido el cambio y verán, por fin, el verdadero Extrarradio Madrileño™ . No hay nada más mentiroso que la autenticidad, que nunca es más que una mirada impuesta sobre una realidad mucho más compleja.

Paseo por el barrio antiguo de Hanói, al otro lado del planeta, y una fantasmagórica sensación de familiaridad recorre mi cuerpo. Un posadolescente que no pudo conocer a Ho Chi Minh me entrega un 'flyer' en inglés que promete cervezas enormes a algo menos de dos euros (perdón, a 50.000 dongs). Echo un vistazo a la puerta del local, que escupe algo que parece reggaetón, y de repente me siento como Marty McFly cuando despertaba en su propio pueblo, 30 años antes. Tengo la seguridad de que si me escurriese por una puerta en la trastienda del bar, aparecería en un garito de Huertas, al lado de casa, dos destinos a miles de kilómetros de distancia unidos por el hilo conductor del tum-pa-tu-tu-pa de 'Despacito'. La lógica del turismo genera sorprendentes atajos interdimensionales.

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