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Cómo nos convirtieron en chivatos sin escrúpulos (y nos encanta)
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Héctor G. Barnés

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Cómo nos convirtieron en chivatos sin escrúpulos (y nos encanta)

Cualquier palabra inapropiada puede ser noticia y cualquier gesto es carne de polémica. El problema es que la hipervigilancia cotidiana está siendo adoptada por el autoritarismo

Foto: August Ames se suicidó tras varios días de acoso en las redes sociales.
August Ames se suicidó tras varios días de acoso en las redes sociales.

Los periodistas sabemos que en día de elecciones hay que sacar contenido de donde no lo hay y alimentar la maquinaria de Google con pseudonoticias más o menos irrelevantes. Los últimos comicios estadounidenses han dado lugar a uno de esos virales que desaparecen tan pronto como aparecieron. Todo surge de un fragmento pixelado de siete segundos de la retransmisión televisiva de la fiesta por la victoria del republicano Dan Crenshaw en Texas. En él, se puede ver a un hombre de mediana edad hablando con dos jóvenes. De repente, estas se dan la vuelta y se marchan haciendo aspavientos mientras el varón encoge los hombros en plan “¿pero qué he dicho?”.

El comentario que acompañaba el vídeo (“Twitter, por favor, encuentra a esta chica, tengo que saber qué le ha dicho”) sugería de manera implícita lo que los comentaristas del vídeo hacían explícito: probablemente, ese hombre calvo, gordo y viejo había dicho algo muy inapropiado, quizá de índole sexual y rayano con el acoso, a la muchacha que con gesto airado se daba la vuelta. Así recogía 'Buzzfeed' la historia de “esa mujer misteriosa que había tenido un encuentro poco agradable en la fiesta republicana”, analizando pormenorizadamente su gestualidad, fotograma a fotograma. Apenas unas horas después, viralización extrema mediante, la joven, llamada Ellie Delgado, aclaró la duda: “Calmaos, es mi padre”. ¿Qué le había dicho? “Estaba hablando de una mujer que le gustaba y con la que querría salir”.

La estudiante de 17 años corría a defender a su progenitor, “un tipo divertido con mucho que decir”, recordando que “la gente pensaba que era un tío al que estaba poniendo en su sitio, pero se trataba simplemente de mi padre”. Era, básicamente, una muestra de complicidad familiar. 'Buzzfeed' añadió su versión, que daba un cariz totalmente diferente a aquellas ambiguas imágenes. A pesar del tono de humor con el que la publicación aborda la historia, no puede evitar deshacerse de un toque pesadillesco: al final, no deja de ser una menor de edad anónima (que no sabía que estaba siendo grabada) dando explicaciones por su reacción física en una conversación privada con su padre.

Es una historia perfecta para comprender cómo la tecnología, que nos permite tomar registros de vídeo o audio en cualquier lugar y en cualquier momento (¡hola, Villarejo!), nos ha convertido en espías sin escrúpulos de las intimidades ajenas hasta niveles enfermizos. Los medios de comunicación tenemos gran parte de culpa, al recoger sin filtros esas historias “virales” por su aparente ternura (¿recuerdan a la pareja del avión?) o capacidad de denuncia –siempre hay una justificación moral para escarbar en las vidas ajenas–: recordemos que uno de los criterios legales para justificar un “robado” es que tenga interés general. Pero es una mentalidad que se ha extendido a gran parte de la sociedad, que bucea constantemente en las actitudes y gestos ajenos.

Nadie, absolutamente nadie, resiste un análisis pormenorizado de sus contradicciones

Puede que se deba a su rentabilidad en términos económicos y de capital social. Gran parte de las noticias más leídas de los periódicos se refieren a aspectos secundarios de la vida de políticos, celebridades o deportistas: declaraciones desafortunadas, provocaciones, polémicas (esta ha sido la semana de Dani Mateo, la gota que colmó el vaso de Cifuentes fue un hurto menor), pecados de juventud o simples gestos inconscientes. Y basta con dar un paseo por Twitter para comprobar cómo una simple mueca puede generar miles de retuits –“¡mira qué cara pone Amaya!”, “¡atención al movimiento de ojos de esa chica!”–, análisis sin fin y repeticiones en bucle fuera de contexto que terminan convirtiendo lo humano en algo grotesco. Como en 'Blow Up' de Antonioni, solo que en lugar de servir para resolver un misterioso crimen, su función es de puro fetichismo de lo banal, una fascinación poco pudorosa por el inconsciente ajeno.

Cabe otra posibilidad aún peor, y es que esta vigilancia constante derive en la denuncia de aquellos que han osado equivocarse y que suele convertirse en contenidos populares. Es el mundillo del tuit citado para ridiculizar a alguien, de la captura capciosa que señala la inconsciencia ajena, de la conocida en Estados Unidos como 'call out culture'. El 3 de diciembre de 2017, la actriz porno August Ames desveló en Twitter que no trabajaba con actores homosexuales por los riesgos para su salud. Apenas unos días después, se había ahorcado en su casa. La cuestión no es si tenía razón o no, sino cómo un comentario derivó en una campaña de acoso y derribo que concluyó con su muerte. Cualquiera de nosotros puede terminar convirtiéndose en carne de disección viral y, como nunca está de más recordar, nadie, absolutamente nadie, resiste un análisis pormenorizado de sus contradicciones.

La policía del pensamiento viene por ti

Después de que cayese el Muro de Berlín, el nuevo régimen decidió que los archivos de la Stasi debían ser abiertos para que los antiguos habitantes de la República Democrática Alemana pudiesen consultarlos y saber quién les había denunciado, por qué y qué información disponía la inteligencia de ello. Descubrir que hasta 200.000 ciudadanos habían denunciado a vecinos, amigos y familiares puso de manifiesto los extremos que alcanzaba la paranoia durante los últimos años de la RDA. Surgió un pacto implícito tras la caída de la URSS que prometía que nunca volvería a ocurrir nada así: la hipervigilancia, el pecado soviético por excelencia de la vida cotidiana tras el telón de acero, debía ser rechazada en todas sus formas.

Terminamos desviando nuestra mirada hacia lo superficial, como si las apariencias fuesen más reveladoras que los análisis profundos

Es habitual señalar que este retorno del vicio de señalar los defectos ajenos, al menos en EEUU, proviene de cierto sector de la izquierda universitaria, esos 'social justice warriors' tan preocupados por detectar los defectos ajenos y que elevaron a la categoría de mártir a personajes como Jordan Peterson. Es posible que sea en parte cierto, pero también que esta tendencia ha sido recogida y multiplicada por el autoritarismo, tanto el político como el corporativo. Poco después de que Bolsonaro llegase al poder, una de sus diputadas instó a los estudiantes a delatar a los “maestros adoctrinadores” de izquierda que se quejasen de la victoria del ultraderechista.

Algo semejante está ocurriendo en China, con su programa de crédito social que evalúa a sus ciudadanos a partir de su comportamiento público o en las redes sociales, una invasión de la privacidad que utiliza los avances tecnológicos como un arma de control social. Pero también ocurre en una de las empresas más guays del mundo, Netflix, donde, como desvelaba una reciente investigación de 'The Wall Street Journal', los empleados están obligados a dar los nombres de aquellos que creen que deberían ser despedidos si quieren conservar su puesto. La empresa aduce que es otra expresión de una cultura organizativa completamente transparente y democrática.

Foto: Foto: iStock. Opinión

Pero la democracia no consiste en disponer de toda la información posible de la vida de los otros, sino en garantizar derechos como el de la privacidad, en proporcionar segundas oportunidades, en conocer lo relevante y no lo meramente accesorio. En la locura moderna, terminamos desviando nuestra vista desde lo esencial hacia lo superficial, como si las apariencias efímeras –ese movimiento de ojos, esa palabra fuera de contexto, ese acto fallido del famoso de turno– fuesen más reveladoras que el análisis en perspectiva. Mientras tanto, no deja de sonar en mi cabeza la canción de Cheap Trick: “La policía del sueño vive en mi cabeza / No puedo contar mentiras / Porque me están escuchando / Y cuando me quedo dormido / Seguro que me espían / Me están volviendo locos estos hombres dentro de mi cabeza”.

Los periodistas sabemos que en día de elecciones hay que sacar contenido de donde no lo hay y alimentar la maquinaria de Google con pseudonoticias más o menos irrelevantes. Los últimos comicios estadounidenses han dado lugar a uno de esos virales que desaparecen tan pronto como aparecieron. Todo surge de un fragmento pixelado de siete segundos de la retransmisión televisiva de la fiesta por la victoria del republicano Dan Crenshaw en Texas. En él, se puede ver a un hombre de mediana edad hablando con dos jóvenes. De repente, estas se dan la vuelta y se marchan haciendo aspavientos mientras el varón encoge los hombros en plan “¿pero qué he dicho?”.

Virales Social Cristina Cifuentes