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Elogio de la improductividad: la guía para vivir mejor en 2019 que no gustará a tus jefes
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Héctor G. Barnés

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Elogio de la improductividad: la guía para vivir mejor en 2019 que no gustará a tus jefes

¿Y si el origen de nuestra infelicidad se encuentra en habernos creído la mentira de que cuanto más trabajemos y estudiemos mejor nos irá? Aquí proponemos una alternativa

Foto: El verdadero modelo de comportamiento para nuestra era. (iStock)
El verdadero modelo de comportamiento para nuestra era. (iStock)

Hacía mucho que no me sentía tan bien. De acuerdo, es posible que se deba en parte a las cantidades industriales de langostinos deglutidos sin mala conciencia, los litros de sidra corriendo por mis venas, la calefacción del hogar familiar un par de grados más alta que en casa, o sobre todo, a poder pasar unos cuantos días sin pisar la oficina (mensaje a mis superiores: es un empleo que disfruto enormemente y del que no me gustaría ser despedido por un malentendido, un abrazo). Pero creo que estas Navidades, por fin, lo he conseguido. ¿Cómo? Siendo ineficiente. Dejando de pensar para qué sirven las cosas. Malgastando el tiempo. Mirando al vacío mientras estaba sentado en el sofá al lado de mi familia, disfrutando de no hacer nada.

Solo así puede explicarse que lo pasase bien viendo al Madrid perder ante la Real Sociedad, que me haya ido a la cama sin remordimientos sabiendo que tenía decenas de mensajes de WhatsApp sin responder, que haya disfrutando viendo películas y leyendo libros sin tuitear sobre ellos, que haya podido prescindir casi por completo de ese subidón cuando recibes un "me gusta" en redes o una felicitación por un artículo (aunque parezca fantasía del articulista, alguna vez ha ocurrido). Incluso de haber dejado el trabajo hecho y haberme olvidado de métricas, revisiones y actualizaciones hasta nueva orden (una vez más, queridos superiores: ¡no volverá a ocurrir!).

La clave de ese bienestar transitorio se encuentra en haber bajado de la rueda de la autoexigencia, y volver a hacer cosas por el mero hecho de hacerlas

Quizá encontré la explicación a mi inesperado bienestar en un viral artículo publicado en 'Buzzfeed' por Anne Helen Petersen, aunque no comparta la lectura que apunta a que hay una única generación "entrenada, diseñada a medida y optimizada para el entorno laboral". Creo que todos estamos sometidos a esa obligación de estrujar nuestras vidas para ser empleados perfectos en un mundo abarrotado de trabajadores ideales. "Nuestra eficiencia se supone que nos iba a dar más seguridad laboral, mejores sueldos, quizá más ocio. En resumen, mejores empleos", reflexiona la autora. "En su lugar, cuanto más trabajamos, cuando más eficientes demostramos ser, peores son: sueldos más bajos, peores condiciones, menos seguridad".

Sospecho que la clave de ese bienestar transitorio se encuentra en haber bajado momentáneamente de la rueda de la autoexigencia, y haber vuelvo a hacer cosas por el mero hecho de hacerlas. Retornar a aficiones que no tenían una utilidad clara a corto o largo plazo, a disfrutar la compañía de la gente sin considerarlo una obligación, a olvidarme por completo de las tareas autoimpuestas. En definitiva, a dejar de optimizar mi tiempo y esfuerzo como lo hago el resto del año y recordar que hubo un momento en el que uno podía limitarse a vivir. Quizá por eso nos gusta la infancia. No tanto por su inocencia irremisiblemente perdida sino porque es el único momento en el que podemos permitirnos perder el tiempo (y cada vez menos, como muestran los altos niveles de ansiedad entre adolescentes).

placeholder Estamos más evolucionados, pero hacemos lo mismo. (iStock)
Estamos más evolucionados, pero hacemos lo mismo. (iStock)

Así que me he propuesto trasladar a decálogo todas esas cosas que creo me han relajado estas semanas, para leerlas cuando se me olvide y vuelva a sumergirme en una espiral de curro, actualizaciones frenéticas en redes sociales y listas larguísimas de tareas. El principal objetivo, revertir esa tendencia imparable a convertirnos en máquinas eficientes que produzcan continuamente para espantar el mal de ojo del fracaso laboral. Que sí, que las listas de consejos para ser felices son muy 2012, pero si Jordan Peterson se ha hecho famoso con su autoayuda para hombres de derechas y Marie Kondo es 'trending topic' continuo, yo también puedo.

No tengas opiniones sobre todo. ¿Has escuchado ya el disco de Rosalía? ¿Has visto ya 'Roma', perdón, 'Bandersnatch', perdón, lo que sea que haya estrenado Netflix esta semana? ¿Y lo de Vox, qué te parece? Yo también he visto, oído y leído todo para poder participar en ese debate que no termina nunca (y no llega a ningún sitio) hasta que recordé que un 'western' de los años 40 o un tebeo de Grant Morrison que aún no había leído me proporcionaba mayor placer estético e intelectual que intentar que formarme una opinión sobre el 'hype' de turno. Las paradojas de nuestra era: tenemos infinidad de posibilidades a nuestro alcance y sin embargo nunca antes se parecían tanto todas nuestras opiniones y gustos.

No te comportes como si fueses una agencia de publicidad. Llega Nochevieja y publicas en Facebook un largo post resumiendo tu año que ríete tú del discurso del Rey, ocurre una tragedia y das tu pésame a las víctimas en un grupo de WhatsApp, viajas a Bollullos Par del Condado y subes una foto con el hashtag #bollulling. Ya está bien de producir gratis para las redes sociales: hace no tanto, lo que hacíamos era divertido de por sí, no porque fuese susceptible de convertirse en contenido para esa agencia de publicidad de nosotros mismos que son la redes.

El juego es el acto más inútil de todos, así que debemos dedicarle todo el tiempo que podamos

Acumula información inútil. Entre mis grandes habilidades se encuentra explicar razonablemente bien por qué los conciertos de Springsteen durante el otoño de 1978 me parecen mejores que los de verano del mismo año, un conocimiento que espero que nunca me sirva para nada. Cada cual tendrá sus fetiches —de la memorización de alineaciones imposibles de la Copa de África hasta recordar al dedillo los diálogos de alguna teleserie olvidada—, pero lo importante es que no le importe a nadie más que a ti y otros dos colgados como tú. Quizá porque nos sirve para rescatar ese placer infantil que supone saberse el único poseedor de un conocimiento arcano.

No hagas fotos de lo que lees, ves o escuchas. Creo que por cada una de esas instantáneas que muestran las películas, libros o discos que uno está consumiendo —que no disfrutando— hay otras cinco nunca realizadas de eso que uno no se atreve a mostrar. Por lo general, cuando enseñamos lo que estamos haciendo, parte de la motivación (consciente o no) es construir ante los demás una imagen mejor de nosotros mismos. Si uno no necesita demostrar nada, es más probable que termine decantándose por aquello que de verdad disfruta. Y no, no hace falta venderlo como un "placer culpable", esa etiqueta que ha perdido todo sentido.

Juega para perder. En España, el tute, el cinquillo o el chinchón han sido la vaselina social por antonomasia. El juego es, junto al sexo, el acto más inútil de todos, así que debemos dedicarle todo el tiempo que podamos. Pero por mucho que nos guste, debemos decirle que no en el trabajo: si a nadie le parecería normal que nos obligasen a hacer el amor delante de nuestros compañeros, ¿por qué parece que sí es aceptable si se trata de un juego? Se empieza por la gamificación, se sigue saliendo de la empresa a las doce de la noche tras infinitas partidas de billar y se termina compitiendo con el compañero de al lado para ver quién obtiene mejores datos. Así que olvídate de la competitividad y juega con la única esperanza de perder. Hay algo esencial en el juego que tendemos a olvidar: nos permite dejar de ser nosotros mismos durante unas horas.

placeholder Ellos sí que saben: jugar para jugar, y no para gamificar la sobremesa. (Reuters/Andrea Comas)
Ellos sí que saben: jugar para jugar, y no para gamificar la sobremesa. (Reuters/Andrea Comas)

No contestes a la gente. El día de Nochebuena escribí a una amiga felicitándole las fiestas y no recibí respuesta hasta una semana más tarde. Esto, que a la mayoría le habría parecido una muestra de mala educación, me pareció una obra maestra del zen, la piedra Rosetta de la salud mental. Mejor marcar el ritmo de tu propia vida que pasarte toda la tarde de Nochebuena reenviando memes y contestando a felicitaciones que te han llegado porque alguien ha pulsado el botón de “reenviar a todos los contactos”. Cuando uno decide no responder al instante, se obra el milagro de que esos compañeros o superiores que no dudan en escribir en fin de semana o por las noches de repente descubren cómo solucionar los problemas ellos mismos.

No hables de trabajo. Hay dos clases de personas: las que se pasan el día hablando del tema, esas que cuando se les pregunta "¿qué tal el curro?" responden como si fuese una pregunta de verdad y no una mera formalidad, y los que se lo ventilan con un ambiguo "bien". No creo que sea casualidad que estos sean más felices. Aunque te vaya bien, muy bien, ese marco mental en el que el trabajo es lo primero, ese elefante 'lakoffiano' que está siempre en nuestra mente es lo que nos lleva a considerarnos máquinas de producir y no personas. No hablar de curro no provocará que los problemas desaparezcan, pero ayudará a que estos no devoren tu tiempo libre.

Sé creativo, pero cuidado con las vocaciones. El ejemplo perfecto de cómo todo nos empuja a ser productivos es la razón por la que nos animan a desconectar y aburrirnos: se nos dice que el descanso, dejar vagar nuestra mente, nos hace más creativos y —aquí viene la moraleja—, por lo tanto, más productivos en nuestro trabajo. Así que defendamos la creatividad inútil. Está bien tocar un instrumento musical, escribir una novela o retratar a tu familia, pero si eso te lleva a pensar que quizá puedas comenzar una carrera como músico, escritor o pintor de éxito, déjalo. Sé un 'amateur', no un diletante.

Todo minuto que pases en la piltra es un minuto menos que entregas a seguir produciendo y un minuto más que te dedicas a ti mismo

Menos realidad, más ficción. No sé cómo sobreviven esas personas que pasan el día de periódico en periódico, leyendo ensayos, viendo documentales, deglutiendo las distintas versiones de la realidad que nos presenta la televisión. No hay nada más revelador sobre el mundo que nos rodea que las ficciones creadas por nuestras imaginaciones, esas armas que dan a nuestras vidas el sentido que no encontramos en el día a día. Quizá lo que ocurre con esos fans de la realidad sea que, en realidad, lo que hacen es percibir toda ella como una gran ficción. Cualquier parecido con lo que ocurre de verdad es mera coincidencia.

Duerme. Hasta qué punto habremos llegado para considerar nuestras necesidades básicas casi un lujo, pero después de haber pasado meses durmiendo menos de siete horas o comiendo en el escritorio porque había algo urgente que hacer —siempre lo hay, y si no, ya se lo inventará alguien— de repente recordamos que descansar mola. Entre otras cosas, porque todo minuto que pases en la piltra es un minuto menos que pasas produciendo. La vida es muy corta y el próximo ERE puede llegar en cualquier momento. Y ni ante una cosa ni ante la otra habernos convertidos en robots ultraproductivos a precio de saldo nos servirá de mucho.

Hacía mucho que no me sentía tan bien. De acuerdo, es posible que se deba en parte a las cantidades industriales de langostinos deglutidos sin mala conciencia, los litros de sidra corriendo por mis venas, la calefacción del hogar familiar un par de grados más alta que en casa, o sobre todo, a poder pasar unos cuantos días sin pisar la oficina (mensaje a mis superiores: es un empleo que disfruto enormemente y del que no me gustaría ser despedido por un malentendido, un abrazo). Pero creo que estas Navidades, por fin, lo he conseguido. ¿Cómo? Siendo ineficiente. Dejando de pensar para qué sirven las cosas. Malgastando el tiempo. Mirando al vacío mientras estaba sentado en el sofá al lado de mi familia, disfrutando de no hacer nada.

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