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La ridícula moda de presumir de pobre: no tener un duro no te convierte en uno de ellos
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Héctor G. Barnés

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La ridícula moda de presumir de pobre: no tener un duro no te convierte en uno de ellos

Aunque suene paradójico, a menudo son los más privilegiados los que pueden permitirse tener la cuenta corriente a cero. ¿Y si estamos frivolizando con un problema estigmatizante?

Foto: Un espécimen habitual: el que se va a tocar al metro para vivir la vida pobre en primera persona. (iStock)
Un espécimen habitual: el que se va a tocar al metro para vivir la vida pobre en primera persona. (iStock)

Es una de esas conversaciones de ascensor que los nacidos después de 1980 hemos tenido alguna vez, un equivalente 'millennial' a charlar sobre el tiempo sobre los achaques de la edad. También, una revisión posmoderna del rancio "a ver cuándo me toca la lotería y mando todo a tomar por saco". Me refiero al "es que soy pobre", "no tengo un duro" o referencias semejantes a la escasa capacidad adquisitiva del que lo pronuncia, que se han convertido en la versión económica del 'fat talk', ese término que se utiliza para denominar esas conversaciones en las que uno se queja de lo gordo que está para el otro le responda "qué va, si estás estupendo".

Un vicio muy útil para tender puentes con amigos y conocidos a través de esa complicidad que se establece entre dos personas que se quejan de lo mismo. En este caso, de ser pobres. Es, casi siempre, falso. En el mejor de los casos, no se trata más que de una simple forma de hablar, el consuelo del precario sin horizonte vital, apoyado en datos por todos conocidos. En el peor, y no menos común, es un frívolo exhibicionismo de autenticidad por parte de alguien que nunca sabrá qué es ser pobre. A un verdadero pobre le costaría reconocer su situación, porque esta quizá le cause vergüenza genuina y legítima. No es, desde luego, una situación para presumir, sino un estigma.

Tan solo los que tienen un cierto nivel de seguridad pueden permitirse no tener un duro, porque saben que alguien les echará un cable si lo necesitan

Suena paradójico, pero a los que más he oído referirse a esta supuesta pobreza es a aquellos que nunca han tenido verdaderos problemas. Aún diría más: tan solo los que tienen un cierto nivel de seguridad económica pueden permitirse no tener un duro. Eso no quiere decir que no haya familias con una cuenta corriente en números rojos, al borde del desahucio o que no lleguen a fin de mes. Me refiero más bien a que aquellos que han soltado entre sonrisas cómplices lo de "es que es día 10 y ya no tengo un duro" son aquellos que saben que una deuda no significará que le cortarán la luz o que tendrán que elegir la comida más barata en el supermercado.

Muchos de los que viven siempre al límite de la nómina suelen tener una familia que corre en su auxilio cuando les vienen mal dadas, cuentan con alguna clase de propiedad o ahorro que pueden utilizar como recurso en caso de necesidad, o simplemente, disponen de la formación, los contactos y la experiencia suficientes como para no encontrarse con una mano delante y otra detrás. En otras palabras, gran parte de la gente que no tiene un duro es porque han tenido dinero para gastarlo. Y no solo ha disfrutado aquello que ha adquirido o consumido, sino que además lo ha utilizado para apuntalar su imagen falsamente 'working class'. El sueño de los nuevos pijos: vivir a todo trapo y presumir de ser pobres.

placeholder Anhelar vivir 'Diarios de motocicleta' con el dinero de papá
Anhelar vivir 'Diarios de motocicleta' con el dinero de papá

Prueba número uno. Crucero en la bahía de Halong, una de las cosas más pijas que he hecho en mi vida. Distendida cena nocturna en las que unos viajeros taiwaneses se quejan, entre risas, de que son pobres. "No", fue la respuesta de uno de los animadores, visiblemente enfadado. "Si estás aquí y llevas una camiseta Nike, no eres pobre, el pobre soy yo". Prueba número dos. Un conocido que se fue a conocer mundo con una mochila a la espalda, en plan los 'Diarios de motocicleta' del Ché Guevara, sobrevivió un par de meses aceptando curros basura y durmiendo en estaciones de trenes hasta que se hartó y llamó a sus padres para que le comprasen unos billetes de vuelta a casa. Ser pobre está bien, pero para un rato. Luego cansa.

¿La cigarra y la hormiga?

Lo resumía muy bien en 'The Guardian' la periodista Katie Smith, que desvelaba que después de sufrir una grave enfermedad prácticamente se quedó en la ruina con varios hijos a su cargo. "La pobreza es la agonía diaria de no tener dinero suficiente para comida, o verte obligado a decidir entre comprar alimentos para tus hijos o pagar el alquiler", escribía en su columna sobre la diferencia entre ser pobre y no tener un penique. "La pobreza es preocuparse de que los servicios sociales se lleven a tus hijos, como llegué a pensar cuando toqué fondo".

Estos falsos pobres se consideran a sí mismos unos desheredados porque su sueldo no les permite mantener el estilo de vida con el que sueñan

Lo que nos lleva de nuevo a preguntarnos qué es la pobreza. Suele definirse a nivel global como la situación o condición social de la población que no le permite satisfacer sus necesidades básicas como la alimentación, la educación, la asistencia sanitaria o la electricidad. En España, el INE define a la población en riesgo de pobreza (relativa: ahí está el truco) como aquella que vive en hogares cuya renta total es el 60% de la mediana de los ingresos por unidad de consumo. Vamos, que alrededor de uno de cada cinco. Sin embargo, nuestras concepciones de andar por casa de la pobreza suelen estar relacionadas con el consumo y la cifra de la cuenta corriente, magnitudes engañosas.

Quizá se deba a que lo aspiracional cada vez tiene más peso en la percepción que tenemos de nuestro lugar en la sociedad. Para todos aquellos que no hemos tenido que preocuparnos sobre nuestra supervivencia, el nivel más básico de la pirámide de Maslow, medimos nuestra capacidad económica en la medida en que esta nos permite participar en la sociedad de consumo. Lo cual sumerge a estos falsos pobres en un círculo vicioso, en el cual se consideran a sí mismos los desheredados de la tierra porque su sueldo (mayor o menor) no les permite mantener el estilo de vida con el que sueñan, siempre un poco más alto del que pueden afrontar. Estos ojitos han visto gente quejándose por sus penurias que viaja siempre en taxi porque odia el metro, se gasta 200 euros al mes en ropa, come fuera día tras día y no escatima un viaje de fin de semana. Así cualquiera es pobre.

placeholder Malasaña te arruina. (iStock)
Malasaña te arruina. (iStock)

Quizá sea simplificar, pero a lo largo de mi vida he percibido dos actitudes ante el dinero, que dan lugar a situaciones aparentemente absurdas como que los ricos no tengan dinero y la gente con menos recursos, sí. Estos últimos, que son conscientes de la precariedad de su situación, saben que en cualquier momento los vientos pueden cambiar de dirección y llevarse por delante su precaria estabilidad, así que destinan sus ingresos a apuntalar su supervivencia mientras se permiten placeres ocasionales. Los otros, que saben que esta se encuentra garantizada para los restos, optan por el consumo desenfrenado, y que les quiten lo 'bailao'. Son los mismos que, a cierta edad, deciden "emprender" con el dinero de papá y mamá y se pasan el resto de su vida adulta dando lecciones sobre la falta de iniciativa de los demás.

Nunca me ha gustado demasiado la fábula de la cigarra y la hormiga, en la que la primera pasaba el verano disfrutando de la vida mientras la segunda sacrificaba su tiempo libre reuniendo comida para el duro invierno, quizá porque era demasiado moralista, pero sobre todo porque ofrecía falsas promesas en su defensa de la ética del trabajo. El problema es que en la vida real es común que las hormigas que se afanan en el verano terminen haciéndolo también en el invierno para poder llegar a ver una nueva primavera, y que las cigarras que han pasado un esplendoroso estío bajo la luz del sol disfruten de inviernos calentitos al calor del capital heredado. No estaría mal que, por lo menos, estas no intentasen que creyésemos que son sacrificadas hormiguitas.

Es una de esas conversaciones de ascensor que los nacidos después de 1980 hemos tenido alguna vez, un equivalente 'millennial' a charlar sobre el tiempo sobre los achaques de la edad. También, una revisión posmoderna del rancio "a ver cuándo me toca la lotería y mando todo a tomar por saco". Me refiero al "es que soy pobre", "no tengo un duro" o referencias semejantes a la escasa capacidad adquisitiva del que lo pronuncia, que se han convertido en la versión económica del 'fat talk', ese término que se utiliza para denominar esas conversaciones en las que uno se queja de lo gordo que está para el otro le responda "qué va, si estás estupendo".

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