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Los plastas de los 'spoilers' o cómo el miedo a ser los últimos está destruyendo la cultura
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Héctor G. Barnés

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Los plastas de los 'spoilers' o cómo el miedo a ser los últimos está destruyendo la cultura

Hoy es más importante ver pronto la película de moda o el último capítulo de una serie que hacerlo en buenas condiciones, y la industria lo está aprovechando para hacer caja

Foto: Esto es lo que le pasará al próximo que abra la boca. (HBO)
Esto es lo que le pasará al próximo que abra la boca. (HBO)

Pronostico que de aquí a un par de semanas, cuando se emita el capítulo final de 'Juego de tronos', se producirá más de un baño de sangre, y no me refiero a los protagonistas de la serie. He visto a las mejores mentes de mi generación largando “spoilers” porque si callan, explotan; a distintos departamentos de una empresa enfrentados cuales Lannister y Targaryen porque unos no han podido ver el capitulito y otros sí –y defienden su derecho inalienable a debatirlo en voz alta, en plan 'Qué grande es Poniente'–, o emigraciones masivas de vagones de metro donde la posibilidad de escuchar alguna revelación de boca de dos despreocupados amigos es más convincente que una bomba fétida para abandonar la zona y poner un cordón sanitario a su alrededor.

Esta paranoia no se limita únicamente a la serie, sino que puede extenderse a un creciente número de fenómenos populares ('Los Vengadores: Endgame' es otro obvio ejemplo reciente). La cultura se parece cada vez más al fútbol. Si casi nadie ve un partido en diferido o si conoce con anterioridad el resultado, haber descubierto detalles de la trama parece que anula ipso facto gran parte de la capacidad de disfrute, como si la eficacia de una narración tuviese más que ver con el “qué” que con el “cómo”. Por si alguien necesita alguna muestra más, recordemos que Vodafone envió como parte de su campaña publicitaria en la última temporada una quiniela en la que había que marcar qué personajes vivirán y cuáles morirán. Cersei - Daenerys 2, F.C. Barcelona – Real Madrid, 1.

¿Qué resume mejor el consumismo que la ansiedad del espectador para el que ver una serie no sirve para alcanzar el placer, sino para evitar el dolor?

Esta peculiar guerra de contrainformaciones desvela uno de los rincones más oscuros de nuestras mentes postcapitalistas. Por ejemplo, todos aquellos que disfrutan destripando deliberadamente las cosas a los demás; en fin, ya sabemos que la guerra entre el bien y la tontuna es eterna. Esta fea costumbre muestra cómo esta manera de consumo proporciona una clase de extraño superpoder de chichinabo a aquellos que ya han visto el capítulo de turno, y que en no pocas ocasiones lo utilizan como chantaje en plan “no me vaciles que te cuento qué pasa”. En una época en la que es difícil sentirse especial, uno puede levantarse de madrugada para ver el capítulo o degustarlo como un sándwich de salchichón en el tren abarrotado, de camino al trabajo, y considerarse un privilegiado por unos breves instantes.

Que a menudo se favorezca la celeridad en consumir un producto frente a hacerlo en las condiciones ideales muestra dónde se encuentra la clave todo esto: en la ansiedad, el sentimiento por antonomasia de nuestra era. La ansiedad que genera no haber visto algo que otros ya han podido catar, la ansiedad por no ser el primero en hacerlo y, a poder ser, comentarlo en redes sociales, no vaya a ser que el cansancio que arrastraremos a lo largo del día sea en vano, la ansiedad por quedarnos al margen. ¿Y qué resume mejor el lado oscuro del consumismo que esa ansiedad de los espectadores, para los que acudir a un espectáculo o ver una serie no es ya una forma de abrazar el placer, sino de evitar el dolor? Frente al comunitarismo de la televisión tradicional, ¿no es el consumo privado y compulsivo de estas series un síntoma del individualismo moderno?

placeholder Una cola de espectadores en un cine madrileño durante la Fiesta del Cine. (Efe/Kote Rodrigo)
Una cola de espectadores en un cine madrileño durante la Fiesta del Cine. (Efe/Kote Rodrigo)

Esta paradoja resume también las contradicciones de una sociedad en la que el amplísimo abanico de opciones a nuestra disposición ha terminado reduciéndose a un puñado de productos que hay que consumir sí o sí, por miedo a quedarnos fuera del debate. A pesar de que la industria del ocio ocupa un lugar predominante en nuestros hábitos diarios como válvula de escape, esta se preocupa menos en ofrecer la gratificación que solía proporcionar la cultura popular (placer estético, identificación con la narración, sentimiento de afinidad) que en hervir a fuego lento una perpetua sensación de miedo e insatisfacción, en la que el placer se obtiene, en algunos casos, por ese pequeño plus de distinción que confiere haberse adelantado al resto.

Si vivimos en una economía del spoiler es porque la industria cultural sabe bien que no hay nada que empuje más a pasar por caja que saber que no podemos permitirnos no consumir un producto (y cuanto antes, mejor). Basta con echar un vistazo a las formas de promoción de estas series o sus hábitos de trabajo –el secretismo de Marvel ha sido tan brutal que los actores han confesado que no sabían ni lo que estaban rodando la mayor parte del tiempo– para comprobar cómo ante todo están encaminadas a apelar a la angustia del consumidor estresado, que ya obtiene más satisfacción anticipando las posibilidades de una obra que disfrutándola en sí misma. Las largas campañas de 'hype', con las que una película va acumulando expectación a lo largo de meses o años, caminan de la mano del terror de pensar que toda esa espera va a ser en vano si alguien osa en acabar con la sorpresa. Compra o pierde.

¿Para qué sirven las historias?

Esta peculiar situación también dice mucho del lugar que las narraciones ocupan en nuestra sociedad hoy. El 'spoiler' es un fenómeno relativamente moderno, como ya hemos dicho, íntimamente ligado al consumo y que antepone la intriga por encima de otros aspectos de la narración que han quedado supeditados a la misma. Es cierto que en la tragedia griega, como ocurre en 'Juego de tronos', la cuenta de muertes sangrientas era elevada, pero la catarsis no se producía tanto por la sorpresa que el espectador sentía al descubrir que Edipo era hijo de Yocasta y Layo como por la potencia trágica que esa anagnórisis, esas revelaciones, tenían en los personajes. Spoiler: el héroe de Tebas se arranca los ojos y su madre se suicida.

Foto: El uniforme del perfecto neocateto. (iStock) Opinión

No hace falta ponerse clásicos, y basta con fijarse simplemente en otras formas de ocio. Quizá debamos aprender mucho de la cocina, que ofrece ante todo placeres sensoriales construidos alrededor de compartir una mesa; del arte plástico, donde prima el placer estético a intelectual; de la música, especialmente la popular, quizá la que tiene una mayor de generosidad al proporcionar un motivo de unión entre personas de muy distinto origen. Desde casi el albor del ser humano, la narración se ha superpuesto por encima de todos ellos al ser capaz de ofrecer un espejo perfecto de los rincones oscuros de eso que llamamos alma. Aceptar unos hábitos de consumo que devalúan la experiencia artística y favorece el consumismo es hacernos un flaco favor.

Pronostico que de aquí a un par de semanas, cuando se emita el capítulo final de 'Juego de tronos', se producirá más de un baño de sangre, y no me refiero a los protagonistas de la serie. He visto a las mejores mentes de mi generación largando “spoilers” porque si callan, explotan; a distintos departamentos de una empresa enfrentados cuales Lannister y Targaryen porque unos no han podido ver el capitulito y otros sí –y defienden su derecho inalienable a debatirlo en voz alta, en plan 'Qué grande es Poniente'–, o emigraciones masivas de vagones de metro donde la posibilidad de escuchar alguna revelación de boca de dos despreocupados amigos es más convincente que una bomba fétida para abandonar la zona y poner un cordón sanitario a su alrededor.

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