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Las personas que pronto caducarán o por qué me siento muy viejo a los 33
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Héctor G. Barnés

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Las personas que pronto caducarán o por qué me siento muy viejo a los 33

Lo dicen los gurús: el que no se adapte a los nuevos tiempos se quedará obsoleto y sin trabajo. ¿Y si estamos abrazando demasiado a la ligera esa lógica de lucha generacional?

Foto: Un grupo de treintañeros pasea por Madrid, sin ser conscientes de que la obsolescencia acecha a la vuelta de la esquina. (iStock)
Un grupo de treintañeros pasea por Madrid, sin ser conscientes de que la obsolescencia acecha a la vuelta de la esquina. (iStock)

Un frigorífico dura 12 años. Un televisor o un ordenador portátil, cinco. Un móvil, alrededor de dos temporadas. Y usted, querido lector, probablemente haya caducado ya y no lo sepa. Por supuesto, aún podrá seguir levantándose de la cama, comiendo, durmiendo y haciendo sus necesidades, pero es posible que ya sea un cadáver cultural y un zombi laboral. No lo digo yo, lo dicen los gurús, desde Yuval Noah Harari a todos los 'futurologuistas'. Bueno, no utilizan exactamente esas palabras. Vienen a decir, más o menos, que el mundo cambiará continuamente y que si nosotros no lo hacemos con él, estamos perdidos.

Hace un par de semanas, entrevisté al rector de la Universidad Nacional de Singapur, que suele ser considerada como la mejor de Asia en los 'rankings' académicos. Hablaba de su preocupación ante el creciente paro entre los licenciados de 40 a 55 años, cuyas habilidades ya no eran necesarias en el mercado laboral moderno. Le respondí que probablemente eso quería decir que mi formación estaba obsoleta. Me respondió que así era, pero que no tenía que preocuparme, porque la suya también. Sería uno de esos casos de "mal de muchos, consuelo de tontos", si no fuese porque es uno de esos casos en los que —como de costumbre— unos somos más tontos que otros.

Conozco a muy pocas personas de mi generación que no se hayan reciclado ya varias veces, en muchos casos, haciendo borrón y cuenta nueva

Sospecho que debajo de esta cantinela repetida hasta la saciedad, y que va de la mano del "trabajo hay de sobra, pero es que la gente no está preparada" late una buenísima oportunidad de negocio para la creciente industria de la educación, que ya no será tan solo la de colegios, institutos y universidades, sino de compañías privadas y grandes tecnológicas (que para eso Google o Facebook están apostando miles de millones a esa ficha). Una persona no es su formación académica, pero en ocasiones se le parece mucho: al fin y al cabo, la educación era el camino de entrada al mundo laboral, parte clave de las identidades en una sociedad en la que el trabajo es central. Es bótox para el currículo que año tras año nos obligará a destinar parte de nuestros ahorros a evitar que la aceleración de los cambios sociales agriete nuestro rostro laboral.

En ese contexto, descubrir que en España hay más de un millón de personas con título universitario en riesgo de pobreza suena a broma pesada. No tan solo por ellos: la cifra sugiere que por cada licenciado pobre habrá unos cuantos más sin estudios en el arroyo. Tanto a unos como a otros se los ha llevado por delante la ola devastadora de la obsolescencia. Son, a su manera, un 'software' que ya no funciona, como se les reprocha otra una y otra vez, conformistas por querer aspirar a una vida tranquila con horizontes de futuro. El trabajador del futuro es un maratoniano en una carrera cuya meta es inalcanzable y en la que el precio de inscripción es altísimo.

placeholder Del aula al desguace. (EFE/David Aguilar)
Del aula al desguace. (EFE/David Aguilar)

A mis 33 años, siento que yo mismo estoy obsoleto. Conozco a muy pocas personas de mi generación que no se hayan reciclado ya varias veces, en muchos casos, haciendo borrón y cuenta nueva en entornos que les eran completamente ajenos. De un tiempo a esta parte, no puedo dejar de tener la sensación de que nuestro conocimiento y experiencia es agua que ya ha movido molino. Ocurre en el mundo periodístico, pero también en tantos otros: en cuanto dejas de ser el futuro, la novedad, el aire fresco de la empresa, pasas a ser el pasado, ese chiste ya oído mil veces que debe ser sustituido por otra pieza más joven y con las últimas actualizaciones instaladas. A la que, por supuesto, le tocará el mismo destino, aunque aún no pueda saberlo.

Guerritas ¿generacionales?

Estaba dándole vueltas a esto de la obsolescencia laboral cuando me topé con la polémica de la semana, aquella cosa del "mariconez" de Mecano. Me sorprendió poco toparme en Twitter con una publicación retuiteada casi 2.000 veces que utilizaba precisamente el término "obsoleto" para referirse a la generación anterior que, según el usuario, se iba a ver dentro de 10 años "con el sintrón y el tacataca". Si el mensaje confirma algo, quizá sea que hemos terminado abrazando esa lógica neoliberal según la cual cada generación (cada individuo) es una potencial pieza rota que debe ser sustituida para no entorpecer el avance de la sociedad. Una enmienda facilona a una supuesta totalidad generacional que, en realidad, es una afirmación del "yo".

La gerontofobia es una de las discriminaciones más aceptables hoy por hoy, lo que quizá sea un reflejo de la aceleración de las dinámicas sociales

Sospecho que estas batallas no son tan generacionales como de grupos consumo, ligadas a determinados valores (no dudo que positivos) ya que, como bien ha sabido la publicidad desde los tiempos de Edward Bernays, no hay nada como considerar que un producto es parte intrínseca de uno mismo para defenderlo a capa y espada. Las subculturas juveniles nacieron en los años 50 como una respuesta a la expansión económica de la época, cuando los adolescentes comenzaron a gozar de una independencia económica de la que no habían disfrutado generaciones anteriores, de forma que se emanciparon de sus padres a través de automóviles, música rock y un choque generacional que era puesto de relieve en películas como 'Rebelde sin causa'. Desde entonces, es posible que en toda identidad generacional hayan jugado un papel esencial las elecciones de consumo, sea 'Operación Triunfo' o Mecano.

En ese contexto, y como se ha puesto a menudo de relieve, la gerontofobia es una de las discriminaciones más aceptables hoy. Podría verse como una reacción a la gerontocracia impuesta, si no fuese porque últimamente he visto aplicar el término "viejo" a personas que aún no han cumplido los 30. Hay quizá algo más profundo en este adanismo de nuevo cuño: por una parte, la muy legítima rebelión generacional que ha existido desde que el mundo es mundo —ya se sabe que Aristóteles tenía su recadito para los 'millennials' de la época—, pero también una aceleración de las dinámicas sociales que hace que seamos tremendamente vulnerables al cambio. Modernos o conservadores, progresistas o rancios, da igual: cada vez más jóvenes son viejos. Pero si algo me ha enseñado la experiencia, es que todos somos capaces de compatibilizar opiniones muy retrógradas con otras increíblemente audaces.

No se trata de una mera cuestión de edad. Hace no tanto tiempo, un artículo periodístico tenía una vida bastante larga. Se leía, se compartía y se debatía a lo largo de los días, semanas si había suerte. En el último lustro me he dado cuenta de cómo este tiempo se ha ido reduciendo hasta que, prácticamente, la curva de interés comienza a bajar en cuestión de minutos. No ocurre tan solo con los periódicos sino también con los periodistas (por extensión, famosetes, 'influencers', 'youtubers' y otra fauna): he presenciado unas cuantas carreras meteóricas que han desaparecido por combustión espontánea en cuestión de segundos. ¿Dónde están Silvia Charro y Simón Pérez, a todo esto?

El 'ubasute' era una supuesta costumbre del Japón antiguo por la cual se abandonaba a ancianos y enfermos en cualquier lugar remoto donde no pudiesen volver a pie al hogar. Era, en teoría, una manera de administrar recursos en períodos de escasez. Los conflictos generacionales tienen algo de lucha por el relato y la visibilidad, aunque sospecho que en caso de invasión alienígena, a nuestros simpáticos colonos interespaciales les costaría ver alguna diferencia sustancial —física, pero también cultural— entre un 'millennial' y un treintañero español. Puede ser que no se trate más que de luchas artificiales que reflejan el signo de una época de perpetua aceleración, en la que la competencia por el poco espacio seguro que hay es cada vez más cruenta. Y hay que tener cuidado, porque corremos el riesgo de abandonar en un ficticio monte no solo a un puñado de descastados, sino a millones y millones de personas que a los ojos de la sociedad han quedado obsoletas, listas para el matadero del olvido y el paro.

Un frigorífico dura 12 años. Un televisor o un ordenador portátil, cinco. Un móvil, alrededor de dos temporadas. Y usted, querido lector, probablemente haya caducado ya y no lo sepa. Por supuesto, aún podrá seguir levantándose de la cama, comiendo, durmiendo y haciendo sus necesidades, pero es posible que ya sea un cadáver cultural y un zombi laboral. No lo digo yo, lo dicen los gurús, desde Yuval Noah Harari a todos los 'futurologuistas'. Bueno, no utilizan exactamente esas palabras. Vienen a decir, más o menos, que el mundo cambiará continuamente y que si nosotros no lo hacemos con él, estamos perdidos.

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