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Seamos sinceros: el fin del mundo no le importa a nadie (y me parece bien)
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Héctor G. Barnés

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Seamos sinceros: el fin del mundo no le importa a nadie (y me parece bien)

Vivimos en un momento paradójico en el que hemos tomado conciencia de que el hombre se enfrenta a nuestra extinción pero estamos más obligados que nunca a vivir día a día

Foto: El apocalipsis cotidiano. (Reuters/Susana Vera)
El apocalipsis cotidiano. (Reuters/Susana Vera)

Cada día que pasa, ese cartel de una cadena de gimnasios 'low cost' colocado estratégicamente sobre mi cabeza en la estación de tren me intriga un poco más. "Gánale al tiempo", anima (¿me anima?). "Practicar ejercicio físico mejora y alarga tu vida cinco años".

Todo son preguntas. ¿A qué se refiere con "practicar ejercicio físico"? ¿A entrenar cinco horas al día o a montarte diez minutos en bici? ¿Es que no hay grados en el mundo del deporte? Es decir, ¿es todo o nada? ¿Cinco años o cero? ¿Quién lo ha calculado? Cuando termina tu plazo estándar, ¿se te aparece un ángel y te dice "tu vida acaba de terminar, pero no te preocupes, como has practicado ejercicio físico en la cadena de establecimientos adecuada te hemos otorgado cinco años más"? ¿Y si durante esos cinco años sigues haciendo deporte? ¿Te dan un mes extra? Total, ¿para qué quiero cinco años más? ¿Para estudiar otra carrera?

Asistimos al fin del mundo no como si pudiese ocurrir de verdad, sino como si estuviésemos viendo 'Armageddon', pero sin Bruce Willis

Sé que el mensaje encierra algo más, pero aún no sé qué. Sospecho que la fórmula que canjea deporte por vida forma parte de algo mayor, de una compleja aritmética mental de costes y beneficios (un cigarrillo, un día menos; un plato de verdura, una hora más) que pone de manifiesto nuestras cuitas temporales en el siglo XXI. Es la nueva culpa judeocristiana, versión no me da la vida. Si te pasas cinco años de tu vida haciendo deporte, obtendrás cinco años más. Si pasas 20 fumando, vivirás mucho menos. Y además, será tu culpa.

(Confieso que no me importaría vivir cinco años menos si eso me garantizase no volver a tener que someterme a ningún esfuerzo físico, pero, por favor, no sean yo).

La paradoja del tiempo

Nunca antes habíamos oído hablar tanto del fin del mundo —cambio climático, Donald Trump, coronavirus, crisis económica, Irán, La Isla de las Tentaciones— y nos había dado tanto igual. ¿A usted le importa mínimamente? A mí tampoco. ¿Le preocupa o más bien le hace gracia, como si estuviese viendo un 'blockbuster' de Hollywood? Yo apostaría pasta a cuál va a ser nuestro final si no fuese porque no estaría aquí para cobrarlo. ¿Está agotado del futuro? Muy probablemente. ¿Deberíamos sentirnos mal por pensar así? Claro. ¿Ayudaría? No. ¿Entonces?

Nos ha tocado vivir una de las paradojas más trágicas de la historia del hombre, al vernos obligados a vivir en un tiempo descoyuntado. Uno: nunca antes hemos vivido a tanta velocidad (creo que hay poca discusión sobre ello). Dos: nuestras vidas son mucho menos previsibles que en el pasado, especialmente desde que la crisis y su turboaceleradora de precariedades alejasen nuestros futuros de nuestros presentes. Tres: nunca antes hemos tenido tanta conciencia de nuestra posible extinción, ni hemos necesitado tanto tomar medidas al respecto. Cuatro: pues ok.

Como tener hambre y que te obliguen a ayunar. La mezcla de estos factores arroja un saldo lógico: hemos dejado de pensar en el futuro. O de soñar con él, siendo ñoños. Como mucho, lo tememos. Lo contaba el profesor de la Universidad de Londres, André Spicer, en un artículo construido a partir de una reciente entrevista con el autor de ciencia ficción William Gibson (' Neuromante'):

"Durante todo el siglo XX hablamos del XXI. ¿Quién habla ahora del XXII? Suena raro hasta decirlo. Hemos llegado a no tener un futuro".

Si no tenemos futuro, no es exactamente porque pensemos que el planeta, o la economía, o el tejido espacio-tiempo se vayan a venir abajo, sino porque simplemente somos incapaces de pensar en él, de igual manera que el ser humano se arruga ante la noción de infinito. Asistimos al fin del mundo no como si pudiese ocurrir de verdad, sino como si estuviésemos viendo 'Armageddon', pero sin Bruce Willis.

Los períodos de paz y bonanza son los que nos permiten pensar en el futuro, sea bueno o malo

¿Pensar en el siglo XXII cuando no sabes dónde vas a estar trabajando el mes que viene? ¿Ahorrar cuando hoy no tienes un duro? La realidad es que el futuro ya no nos hace mucha ilusión. La encuesta 'Final de año' elaborada por Gallup International señalaba hace menos de un mes que un 35% de los españoles pensaba que el próximo año iba a ser peor que el anterior. Vamos, que si se acaba el mundo, que nos quiten lo 'bailao'.

El futuro se ha convertido en la magnitud que mide todo lo que puede ir a peor.

¿Sueñan las personas felices con futuros ideales?

Es lógico que el ecologismo explotase durante los años sesenta del siglo pasado, y terrible que hayamos tomado conciencia del cambio climático en una era de inestabilidad social. Paradójicamente, los períodos de paz y bonanza económica son los que nos hacen imaginar un futuro mejor. O peor. Da igual, permiten fantasear.

placeholder A él también le da igual lo que pase dentro de cinco años. (Reuters/Albert Gea)
A él también le da igual lo que pase dentro de cinco años. (Reuters/Albert Gea)

Como recordaba Spicer citando a los sociólogos Iddo Tavory y Nina Eliasoph, es en las sociedades más estables donde suelen generarse historias sobre el futuro, mientras que en los períodos turbulentos —como el actual— se pierden dicha nociones. Que se lo digan a Quique Setién. No te pagan para que los chicos de la cantera encuentren su sitio en el primer equipo dentro de cinco años, te pagan para dar resultados en mayo.

El resultadismo, el partido a partido, es el signo de nuestra era, el ritmo al que nos hemos adaptado mientras se nos bombardea con un futuro aciago de coronavirus y destrucción. Las inundaciones causadas por las borrascas de esta semana pueden o no pueden ser consecuencia directa del cambio climático, pero da igual: en nuestro imaginario contemporáneo, el clima incontrolable es la metáfora perfecta que muestra que el futuro no es.

Si hay algo de lo que todos estamos seguros es de que por mucho que oímos hablar del fin del mundo, este nunca ha llegado

La primera reacción lógica es tomárselo a chufla, quizá porque hemos heredado imaginarios desfasados. El pasado jueves, el conocido como reloj del apocalipsis avanzaba hasta colocarse a cien segundos del fin del mundo. Seamos sinceros: el reloj del fin del mundo nos da risa porque es una chorrada de la época de la guerra fría. En el mejor de los casos, armagedón pop que mola cuando sale en 'Watchmen' haciéndonos sonreír con un poco de nostalgia retroapocalíptica.

El holocausto nuclear ya llegó dos años antes de que la ciencia (occidental) montase el reloj, cuando EEUU bombardeó Hiroshima y Nagasaki. Por favor, ¡que el reloj se lo inventó un grupo de investigadores que provenían del Proyecto Manhattan! ¡Que no están para ponerse intensos!

Agarrotados esperando el fin

Mejor la mofa que el cinismo, que es la otra respuesta lógica (y complementaria) ante la banalidad del apocalipsis. Si hay algo que todos sabemos con total seguridad es que llevamos mucho tiempo oyendo hablar del día que el séptimo sello se abrirá, pero aún seguimos todos aquí. Mientras tanto, seguimos teniendo que ir a currar todos los días, ganar dinero, hacer los 'tuppers', cuidar de la familia y ganarle la guerra al tiempo. No hay nada más inmovilizador, más conformista, que aceptar que el fin ya está aquí.

placeholder Apocalipsis pop
Apocalipsis pop

Racionalmente, es egoísta olvidarnos del futuro, porque no es nuestro. Emocionalmente, es pedir peras al olmo. El gran problema de nuestra era es aprender a vivir en una nueva temporalidad. En el pasado, esta era más sencilla: el tiempo del presente cotidiano, un día más o menos monótono en el que se tardaban semanas en cruzar un país de punta a punta; y un tiempo sagrado, esa vida eterna que recompensaría la obediencia y la sumisión con un futuro esplendoroso observando el rostro de Dios por los siglos de los siglos.

Hoy, el tiempo cotidiano y el sagrado se han mezclado. El cartel de la cadena de gimnasios es la piedra filosofal para descifrar los tiempos que vivimos. Una era en la que estamos dispuestos a emplear nuestro tiempo en conseguir tiempo, donde hemos convertido el futuro en pequeñas recompensas-tregua a canjear a cambio de nuestro esfuerzo. El descanso del fin de semana, el relax de las vacaciones, esos cinco años añadidos al final de nuestra vida si pagamos religiosamente nuestra cuota mensual del gimnasio. Solo creemos en un futuro inmediato que se parece sospechosamente al presente de nuestros antepasados. No en el futuro, que ya nos han dicho que no existe.

Nuestro gran enemigo no es ni la naturaleza ni la sociedad, sino el tiempo

"Gánale al tiempo" es un eslogan comercial y la gran pelea del hombre contemporáneo, asediado por futuros que se precipitan sobre él. El enemigo no es la naturaleza, tampoco la sociedad. La ciencia nos ha permitido salir victoriosos ante la primera y la ideología de la meritocracia nos empuja a pensar que con esfuerzo y ganas (es decir: tiempo) podemos llegar hasta donde queramos, conseguir nuestros objetivos, convertirnos en lo que queramos. Pero para vencer en esa guerra contra el tiempo, hemos tenido que sacrificar algo: el futuro, que ha dejado de ser nuestro problema. ¿Quién teme a lo inevitable?

Cada día que pasa, ese cartel de una cadena de gimnasios 'low cost' colocado estratégicamente sobre mi cabeza en la estación de tren me intriga un poco más. "Gánale al tiempo", anima (¿me anima?). "Practicar ejercicio físico mejora y alarga tu vida cinco años".

Bruce Willis