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Héctor G. Barnés

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No volver a salir de casa nunca más es una posibilidad

Hace 20 años, el confinamiento no habría sido posible económica y socialmente. Hoy nos hemos provisto de lo necesario para no necesitar pisar la calle nunca más

Foto: Foto: iStock
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Imagínese que esto no hubiese ocurrido en 2020, sino en 1997. En ese caso, en lugar de disponer de un infinito catálogo de subproductos audiovisuales debidamente proporcionados por la plataforma de turno, es probable que estuviese lamentándose, con los ojos hechos fosfatina por el esfuerzo, de no haberse hecho a tiempo con un descodificador de Canal+ para disfrutar de iconos del cine de catástrofes como 'Estallido', 'Pánico en el túnel' o 'Volcano'. (O, en su defecto, de los avatares eróticos de pixelados californianos de envidiables organismos).

Imagínese también que en lugar de poder charlar con sus familias al instante, recibiendo con perturbadora cercanía sus rostros deformados por la wifi, tuviese que comunicarse con ellos por el teléfono de góndola pretarifa plana mientras cada segundo al aparato va haciendo aún más grande el agujero de su cuenta corriente, o limitar sus SMS a "160 crcters bss". Ni qué decir tiene que es poco probable que dispusiese usted de conexión a internet (¡a partir de la seis de la tarde!), un teléfono móvil más pequeño que una caja de zapatos o todas esas ventajas tecnológicas que la sociedad de consumo nos ha suministrado durante las últimas dos décadas.

Durante la segunda mitad del siglo XX, los lugares públicos se han ido reduciendo hasta confinarnos en los templos privados de nuestros hogares

Vamos a decirlo simple y llanamente: este confinamiento no habría sido posible hace apenas 20 años. Ni económicamente, con posibilidades para el teletrabajo muy limitadas, ni socialmente. Ahora hemos descubierto que tal vez no estuviésemos preparados para una pandemia, pero sí para un aislamiento hogareño potencialmente eterno. Que no nos engañe la economía de la experiencia. Uno de los procesos más claros que se han producido en la segunda mitad del siglo XX, auspiciado por una improbable entente entre el Estado de bienestar, la sociedad de consumo y el individualismo neoliberal, es reducir el tamaño del mundo exterior hasta confinarnos, atomizados, en nuestros hogares.

Esto se ha producido de manera paralela a la desaparición de los espacios públicos, o su reconversión en entornos privados. De la vida en las calles que aún sigue manteniéndose en algunas partes del planeta y la importancia que en un pasado tenían calles, plazas, parques, locales públicos, mercados o jardines en la vida en común, hemos pasado a la adoración de la intimidad excluyente e individualista, el aislamiento autoimpuesto. Los PAU de los extrarradios periféricos ya nos habían avisado de que nuestro futuro pasa por quedarnos solos, por desaparecer de la mirada de los demás.

placeholder No es 2020, es Seseña en 2012. (Reuters)
No es 2020, es Seseña en 2012. (Reuters)

Los dioses deben de estar locos

Es la hora de dar la vuelta a las cartas y ver la jugada: cuantos más recursos dispongas, más grande será tu mundo. Para los privilegiados, que suelen ser la medida de todo, no salir de casa jamás es una posibilidad. ¿Para qué? Tienen cultura, tienen comida (y quien se la traiga), tienen sol y aire, tienen un universo a su disposición. Quien mejor está pasando estos días de confinamiento, siempre dejando a un lado la arbitrariedad del virus, es el que ha podido comprar un mundo infinito. El que peor, aquel que dependía del exterior, que no solo es la calle, sino también las comunidades de apoyo, las redes de amigos, las costumbres compartidas, la solidaridad.

Empieza a repetirse la peligrosa idea de que esa vida común de multitudes y eventos masivos era un lujo que no podíamos permitirnos

Hay un peligroso 'adagio' que se está repitiendo cada vez con más frecuencia, y que cuanto más natural nos parece, más terrible resulta. Viene a decir algo así como que nuestra vida pasada de grandes concentraciones de personas, eventos masivos sin control y libertad de movimientos era poco menos que el lujo de una sociedad inconsciente que no puede volver a darse esos caprichos. El problema es quién puede permitirse decir eso. Quien más posibilidades y deseo tiene de distanciarse de la masa es quien más miedo tiene a la superpoblación.

Durante mi infancia solía soñar con una fantasía que, por lo que he comprobado durante las últimas semanas, parece recurrente. Como era un niño vergonzoso hasta la náusea y el contacto físico me daba respeto, imaginaba una sociedad ideal en la que podría vivir confinado entre cuatro paredes de ladrillo con todos los tebeos, libros y dibujos animados que quisiera a mi disposición. Me comunicaría con mis amigos y familiares a través de pantallas que permitirían tanto conversaciones en grupo como individuales. Le daría a un botón y conseguiría lo que necesitase.

placeholder El 'hikikomori' que siempre quisimos ser. (CC)
El 'hikikomori' que siempre quisimos ser. (CC)

Un sueño solipsista que hoy prácticamente se ha cumplido, en el que uno decide cuándo y cómo y en qué condiciones se relaciona con los demás, evitando el desgaste mental que supone la incomprensión de las relaciones reales, la negociación de los conflictos de intereses, la necesidad de entender a quien no se parece en nada a ti. Todos soñamos con ser 'hikikomoris', hasta que maduramos y descubrimos que la vida es roce.

Hoy, el acto de conectarme a un ordenador y poder hacer una pregunta, por ejemplo, a la Ministra de Educación, no me parece para nada un privilegio confortable e íntimo. Más bien, un alienante acto de magia que nos recuerda lo extraños que son estos tiempos y que me hace sentir como los protagonistas de 'Los dioses deben estar locos'.

Vayas donde vayas, siempre Ballard

Lo que el pequeño Héctor de finales de los años ochenta no sabía es que un tal J.G. Ballard ya había soñado una década antes con un mundo sin contacto físico, de aislamiento absoluto, en el que las madres entregan a sus hijos nada más nacer y solo los vuelven a ver en una pantalla de televisión que comunica sus respectivos hogares. En la distopía presentada en 'La unidad de cuidados intensivos' no hace falta que los médicos tengan contacto con los pacientes ni realizar el acto sexual. Todos los ciudadanos disponen de un universo de entretenimiento a su disposición en la soledad de sus hogares; de lo que el relato no habla nunca es de si existe un afuera a esa utopía virtual.

Solo a distancia se puede encontrar la verdadera cercanía respecto de otro ser humano

Era lógico que uno de los autores que mejor han sabido retratar el terror antropológico ocasionado por los avances tecnológicos y sociales resulte tan oportuno hoy. Ballard, en realidad, no retrata el confinamiento poscoronavirus, sino esa sociedad que ya habíamos creado y que tan funcional resulta a un estado de las cosas en el que salir a la calle es motivo de sospecha. Un mundo sin contacto físico, de relaciones sexuales virtuales, telemedicina y ocio proyectado en nuestras pantallas es sospechosamente parecido a aquel en el que ya vivíamos, al que solo hacía falta añadirle unas gotitas de control policial.

Una mala noticia. Cuando los ciudadanos confinados del relato se encontraban en persona para hacer el amor, se daban cuenta de que ese cuerpo que tan turgente y atractivo parecía en la pantalla era feo, fofo y pálido en persona. El aislamiento había cercenado su incapacidad de disfrutar lo real. "La auténtica cercanía, ahora lo sabía, era la de la televisión: la intimidad del 'zoom', del micrófono en la garganta, el propio primer plano", se lee en el cuento. "En la pantalla de televisión no había olores corporales ni respiración dificultosa, ni contracción de las pupilas, ni reflejos faciales, ni mutuo aprovechamiento de las emociones del otro, ni desconfianza ni inseguridad. Solo a distancia se puede encontrar la verdadera cercanía respecto de otro ser humano". Que se lo digan a los del ‘sexting’.

placeholder La distopía de Ballard. (iStock)
La distopía de Ballard. (iStock)

Otra mala noticia. Cuando la familia intenta reunirse, terminan asesinándose los unos a los otros, incapaces de tolerar su presencia física, tal vez contagiados por algún virus de origen desconocido que causa una desconfianza atroz hacia el otro que los conduce al delirio violento. Si algo nos enseña el relato, es que puede ocurrir que modifiquemos tanto nuestra normalidad, apartándonos de lo común, lo material y lo compartido, que terminemos deshaciéndonos de todo aquello que nos hace humanos. Qué ganas de que salga el sol.

Imagínese que esto no hubiese ocurrido en 2020, sino en 1997. En ese caso, en lugar de disponer de un infinito catálogo de subproductos audiovisuales debidamente proporcionados por la plataforma de turno, es probable que estuviese lamentándose, con los ojos hechos fosfatina por el esfuerzo, de no haberse hecho a tiempo con un descodificador de Canal+ para disfrutar de iconos del cine de catástrofes como 'Estallido', 'Pánico en el túnel' o 'Volcano'. (O, en su defecto, de los avatares eróticos de pixelados californianos de envidiables organismos).

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