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Principios de economía emocional: cómo no despilfarrar nuestro capital
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Daniel Peña

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Principios de economía emocional: cómo no despilfarrar nuestro capital

Hace algunos años unos científicos de la universidad de Minnesota descubrieron que las personas tenemos un pensamiento cada cinco segundos aproximadamente. Esto supone que tenemos unos

Hace algunos años unos científicos de la universidad de Minnesota descubrieron que las personas tenemos un pensamiento cada cinco segundos aproximadamente. Esto supone que tenemos unos 4.000 pensamientos al día, y por lo tanto unos 1.460.000 pensamientos al año, asumiendo que estemos unas 16 horas despiertos. Ese es nuestro capital mental, es decir, tenemos muchísimas oportunidades al año para elegir la forma en la que vemos la realidad. ¡Qué responsabilidad! ¿No cree? El resultado de esa decisión va a condicionar nuestras emociones, nuestro comportamiento, la forma en la que nos relacionamos y por si todo esto fuera poco, es probable que la actitud resultante de sus pensamientos se contagie de vez en cuanto a personas de su alrededor. Así que parece importante planificar bien qué vamos a hacer con nuestros recursos para evitar despilfarros innecesarios. Para empezar debemos contar con una serie de gastos fijos que limitarán nuestro capital disponible.   

A veces asumimos que debemos resolver el problema del otro y eso nos puede conducir a pérdidas generalizadas

La primera partida es la más básica e inevitable, se trata de nuestras reacciones automáticas ante los problemas. Un problema no es otra cosa que una discrepancia entre cómo son las cosas y cómo nos gustaría que fueran. Por tanto, es materialmente imposible no tener problemas. Los pensamientos automáticos ante ellos son como impuestos emocionales que pagamos por estar vivos, vivos de verdad. De hecho, como algunos impuestos, suelen ser proporcionales. En este caso la proporción tiene que ver con nuestro nivel de implicación en cosas que nos importan. Cuanto más nos implicamos y más comprometidos estemos con personas, relaciones o causas, y más importantes nos parezcan estas, más probable es que tengamos de vez en cuanto un contratiempo, que algo no salga como esperábamos y que eso nos provoque una momentánea toma de contacto con esa realidad. Sencillamente seremos conscientes de que algo no nos gusta. En ocasiones el exceso de consciencia o reflexión sobre los problemas puede llevarnos a la preocupación excesiva e inútil. Esta es la primera, la más frecuente y la más inútil forma de despilfarro de nuestro capital emocional y mental.  

La culpa y las vidas de los demás

La segunda partida es la que pagamos por vivir rodeados de otras personas, en sintonía con ellas. Las vidas de las personas con las que vivimos no dejan de evolucionar, de cambiar y de enfrentarse a sus propios problemas. Cuando esas personas nos importan, tendemos a resonar emocionalmente con ellos, y eso implica ponernos de verdad en su piel. Esta es una experiencia tremendamente humana y enriquecedora. El problema viene cuando esa implicación se convierte en culpa o en un exceso de responsabilidad. A veces asumimos que somos nosotros quienes debemos resolver el problema del otro, lo que nos hace sentir culpables cuando este problema no se resuelve y en los casos más extremos, asumimos (como penitencia) que no tenemos derecho a sentirnos bien hasta que el problema esté resuelto. En este caso las pérdidas son generalizadas y contagiosas.

El pensamiento no surgió para captar o describir la realidad con precisión, sino para adaptarnos mejor y más rápido a ella

Existen otras partidas menos frecuentes, como pensamientos intrusivos, obsesiones puntuales, recuerdos desagradables y en ocasiones la canción del verano, todos ellos tienden a desaparecer cuando no les hacemos demasiado caso, pero en algunas ocasiones nos empeñamos en darles importancia y en quitárnoslos de encima, con el desagradable resultado de que se hacen más frecuentes y fuertes, suponiendo un auténtico desagüe para nuestros fondos emocionales.

Los pensamientos que dan sentido a la vida

Asumiendo entre un 10 y un 20% por cada partida, nos queda aproximadamente entre un 40 y un 70% de nuestro capital mental completamente disponible. Solo nosotros podemos elegir cómo y en qué lo invertimos. Les sugerimos guiarse por un criterio infalible, el de utilidad. El pensamiento surgió como una herramienta. Lo incorporamos a nuestros genes porque nos permitía resolver problemas de una manera más eficiente. Nos permitía anticiparnos, planificar y responder a las demandas de nuestro entorno con una precisión que dejaba en ridículo a los mecanismos de aprendizaje y supervivencia del resto de nuestros vecinos mamíferos. No surgió para captar o describir la realidad con precisión, sino para adaptarnos mejor y más rápido a ella. Cuando nos empeñamos en seguir pensando en algo, a pesar de ser evidente la inutilidad del pensamiento, es como si estuviéramos utilizando un destornillador para lavarnos los dientes, sencillamente, no sirve, ni servirá y quizá perseverar en el intento causará problemas adicionales.

Pensar mucho acerca de un problema, ¿le hará estar más cerca de la solución?

 Es cierto que como otras herramientas complejas, al final puede servir para más de una cosa, y nos hemos acostumbrado a utilizarla para referirnos al mundo y las personas en contextos cada vez más desligados de su utilidad (como la poesía) y esto ha dado lugar a productos geniales, inspiradores, emocionantes. En estos casos recréese en su pensamiento, dedique tiempo y una atención completa a aquello que le haga sentir bien. Déjese llevar sin más por su presente, no analice ni juzgue la experiencia que está teniendo. Los pensamientos se hacen más fuertes cuanto más caso se les hace, así que haga fuertes a aquellos que dan sentido a su vida y la hacen más agradable.

Pero cuando se enfrente a un problema, sea ante todo constructivo. Céntrese en la forma en la que su pensamiento contribuye a la resolución del problema. Analice con cuidado si el problema es realmente suyo y si tiene control suficiente como para implicarse en su solución. Ante la duda, hágase preguntas. Pregúntese de qué serviría seguir pensando de la misma manera durante cinco horas más, ¿estará más cerca de la solución? ¿Se sentirá  mejor usted o alguien si sigue dándole vueltas durante mucho más tiempo? Si cae usted en la cuenta de que está haciendo una mala inversión, saque cuanto antes su capital de ahí y busque rápidamente nuevas y más constructivas inversiones, que no están las cosas para ir despilfarrando nada, con la que está cayendo…

Hace algunos años unos científicos de la universidad de Minnesota descubrieron que las personas tenemos un pensamiento cada cinco segundos aproximadamente. Esto supone que tenemos unos 4.000 pensamientos al día, y por lo tanto unos 1.460.000 pensamientos al año, asumiendo que estemos unas 16 horas despiertos. Ese es nuestro capital mental, es decir, tenemos muchísimas oportunidades al año para elegir la forma en la que vemos la realidad. ¡Qué responsabilidad! ¿No cree? El resultado de esa decisión va a condicionar nuestras emociones, nuestro comportamiento, la forma en la que nos relacionamos y por si todo esto fuera poco, es probable que la actitud resultante de sus pensamientos se contagie de vez en cuanto a personas de su alrededor. Así que parece importante planificar bien qué vamos a hacer con nuestros recursos para evitar despilfarros innecesarios. Para empezar debemos contar con una serie de gastos fijos que limitarán nuestro capital disponible.