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El mal que aqueja a quienes gobiernan la UE (y el BCE es un buen ejemplo)
Un libro sobre el pensamiento gregario puede ser útil para analizar por qué las decisiones económicas de la Unión Europea están siendo tan poco eficaces y tan perjudiciales
La ineficiencia de nuestros gobernantes es elevada, pero la supera con mucho su capacidad de esconder la realidad. Hay dos ejemplos evidentes, y uno de ellos afecta directamente a los españoles, como es el aumento de la deuda pública. Es fácil combatirlo, basta con seguir recortando presupuesto e impedir toda clase de déficit, de manera que queden más partidas libres destinadas al pago de la deuda. Esa es la fórmula ortodoxa, la que quienes mandan, aquí y en Bruselas, recomiendan e imponen.
Eso es lo que se ha hecho en Grecia, a ritmo de un plan impuesto año tras año tras el rescate, y no se ha conseguido más que seguir incrementando la deuda y entrar en una espiral sin fin de recortes. El FMI acaba de decir que no tiene sentido continuar por este camino y que hay que tomar medidas respecto del aplazamiento del pago de la deuda y de los intereses a abonar para empezar a poner una solución al problema heleno, algo parecido a lo que Varoufakis señalaba y que fue despreciado por el Eurogrupo. Y tiene sentido: si llevas mucho tiempo haciendo lo mismo y no te funciona, quizá sea mejor intentar otras fórmulas.
En España hubo una fuerte subida de impuestos, se apretaron las clavijas a los servicios públicos y el resultado es que la deuda sigue creciendo
No es sólo Grecia, a España le ocurre algo similar. Se puede argumentar que el caso español es distinto y que gracias a la gestión desempeñada por el equipo de Rajoy hemos entrado en la senda del crecimiento, que las cosas van mucho mejor y que sólo la amenaza de Podemos impide que salgamos del todo de la crisis. En fin, cada cual puede poner frente a los hechos el fantasma que quiera, pero lo cierto es que la deuda pública sigue aumentando. En la España dañada por la recesión, hubo una fuerte subida de impuestos y se apretaron las clavijas de muchos servicios públicos, con el objetivo principal de reducir el déficit y devolver lo que debíamos, y el resultado final es que debemos más. No es una crítica a Rajoy en concreto, porque el resto de candidatos hubiera hecho lo mismo, es decir, lo que marcaron desde Bruselas. El problema es que la fórmula no funciona, pero nadie se atreve a cambiarla. Prefieren insistir en que hay una gran amenaza en forma de coleta que llevará España a a la ruina. Y lo mismo sí, pero si las cuentas no cuadran no es por los que pueden llegar al gobierno, sino por los que están.
¿Qué hacer?
Centrémonos en lo esencial: si las cifras señalan que estamos empeorando, ¿por qué se sigue recetando lo mismo? ¿Por qué no cambiar de políticas? ¿Por qué no intentar otras vías?
Un libro editado recientemente, 'La distopía del euro' (Lola Books), de William Mitchell, economista y profesor de la Universidad de Newcastle, y cuyo prólogo es de Alberto y Eduardo Garzón, insiste en este punto. El texto señala, entre otras cosas, que es falso que la impresión de dinero para financiar los déficits presupuestarios sea inflacionaria o que un elevado nivel de deuda pública conduzca a elevados tipos de interés. Seguro que estas afirmaciones hallarán rápido especialistas que las refuten, porque hoy cualquier gráfico y cualquier dato son interpretados como quiera el experto, y cualquier teoría encuentra otras muchas que se oponen a ella, la apoyan, la complementan o la niegan.
La visión burocrática de la UE, ese manejo de unas cuantas verdades en las que se trata de que encaje la realidad, es hoy parte esencial de su organización
Pero más allá de las tesis de Mitchell sobre política económica, su libro señala un aspecto a menudo ignorado que resulta crucial en la vida institucional contemporánea, ya que define uno de los males principales que aquejan a las organizaciones. Mitchell lo llama 'Groupthink', un término que comenzó a utilizar el psicólogo Irving Janis, y del que aquí tienen una explicación amplia e interesante. En síntesis, se trata de la capacidad de adoptar los puntos de vista de los compañeros y de los superiores sin cuestionarlos, simplemente porque son las creencias que todos comparten. Este síndrome es endémico hoy, y más aún en la medida en que la crítica no es un instrumento útil si se quiere progresar en la carrera profesional. El cuestionamiento está mal visto, y es peor todavía si resulta fundado. Se conforma así un pensamiento grupal, una serie de creencias que se perciben como incuestionables, un conjunto de axiomas que dan forma al colectivo y a sus decisiones.
La mentalidad estrecha del BCE
La Unión Europea se parece mucho a esto, por desgracia. La visión burocrática, ese manejo de unas cuantas verdades en las que se trata de que encaje toda la realidad, es hoy parte esencial de su organización institucional. Al margen de los déficits democráticos, o de una estructura alejada de los ciudadanos, o de la escasa transparencia real, que son problemas que han sido suficientemente señalados, la UE comienza a asemejarse demasiado a esas compañías regidas con una mentalidad estrecha que vuelve ineficiente toda su potencia. El 'Groupthink' es uno de sus principales problemas y el Banco Central Europeo es un buen ejemplo.
Cuando el BCE se equivoca, y las cifras demuestran que se está equivocando, ¿cómo dirigir ese órgano técnico hacia un camino correcto para los ciudadanos?
El BCE es un órgano esencial en la vida de los ciudadanos comunitarios, cuyas decisiones nos afectan profundamente y que se rige por sus propias lógicas. El diseño institucional de la Unión Monetaria quiso establecer una salvaguarda en aquello que entendía esencial, la economía, a partir de la extracción de sus decisiones del debate público. La justificación fue que, dado que se trata de un asunto eminentemente técnico, no tenía sentido que hubiera injerencias políticas en él, en forma de intereses de los estados o de los gobernantes. Quienes defienden esta medida insisten en que es mejor así, porque los especialistas pueden tomar decisiones más acertadas apoyándose sólo en aquello que deben tener en cuenta, lo técnico. Sin embargo, cuando se equivoca, y ahora se está equivocando, como señalan las cifras, ¿cómo corregirlo? ¿Cómo dirigir ese órgano técnico hacia un camino correcto para la mayoría de los ciudadanos? ¿Cómo cambiar lo que no funciona? La respuesta es obvia: no es posible, porque no está en nuestras manos. Y como quienes lo dirigen están convencidos de que hacen lo que deben hacer, vivimos en una tensión evidente entre lo que necesitamos y lo que se decide, entre el pragmatismo que demandamos los ciudadanos y la ideología técnica de quienes tienen el poder en sus manos.
El 'Deep State'
No hace demasiado tiempo, me hacía eco de un libro, 'Deep State', en el que un ex funcionario del congreso estadounidense alertaba de la influencia enorme que tienen una serie de falsos expertos que “se preocupan de fingir que carecen de ideología. Su pose preferida es la de tecnócratas políticamente neutrales que ofrecen asesoramiento sustentado en su gran experiencia” y cuyo peso acaba configurando una estructura de poder compuesta por “una asociación híbrida de elementos de gobierno, de las finanzas de alto nivel y de la industria que es capaz de gobernar de forma efectiva los Estados Unidos sin necesitar el consentimiento de los gobernados expresado a través de la política formal”.
Cuando las decisiones se toman en un contexto en el que nadie se atreve a expresar ideas diferentes de las del grupo, el resultado es la ineficacia y la ineficiencia
Sobre este aspecto también se ha alertado en Europa, y Mitchell lo hace, insistiendo en que las políticas europeas no son más que una forma de protección de la élite dominante. Sin embargo, más allá de este debate, conviene no olvidar un aspecto esencial, que siempre se pasa por alto en los debates políticos y económicos: cuando las decisiones se toman en un contexto donde reina el 'Groupthink', donde nadie se atreve a expresar ideas diferentes de las que el grupo entiende como verdades y donde nadie es capaz de disentir o de ejercer la crítica, el resultado son acciones ineficaces e ineficientes. Hay ejemplos sobrados en la historia.
La ineficiencia de nuestros gobernantes es elevada, pero la supera con mucho su capacidad de esconder la realidad. Hay dos ejemplos evidentes, y uno de ellos afecta directamente a los españoles, como es el aumento de la deuda pública. Es fácil combatirlo, basta con seguir recortando presupuesto e impedir toda clase de déficit, de manera que queden más partidas libres destinadas al pago de la deuda. Esa es la fórmula ortodoxa, la que quienes mandan, aquí y en Bruselas, recomiendan e imponen.